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la portentosa imagen, de tal manera atraídos por el irresistible embeleso de tan sorprendentes maravillas, que no se apartaban del venerando Santuario para volver á sus lejanas tierras, sino con muestras visibles del más grande sentimiento?...

Pero jay! pasaron algunos años, y el abandono religioso, que semejando al reflujo de la mar, se había retirado tantas veces y por largo tiempo ante el sagrado Paladión de María, en tanto que la entusiasta devoción por la Reina del cielo, cual si hubiera acumulado sobre los corazones ingratos un diluvio de terroríficos asombros y amenazas vengadoras, había impuesto por sí sola un respetuoso silencio de saludable temor á los que poco antes rugían heridos por satánica furia, volvió una vez más á sus antiguas desolaciones, y por entre las sombras de un crepúsculo espirante con que parecía extinguirse la suave claridad de un hermoso día, iban levantándose los sordos rumores de una borrascosa noche, en la cual, separados los pueblos comarcanos de la protectora sombra producida por el excelso trono que el cielo levantara en Montesclaros, devorarían retraídos el dolor de sus tumultuosos pensamientos y la vergüenza de su ingrata cobardía.

No quedaron sin castigo los culpables en tan extraña conducta; que lo fué muy grande por cierto, el haber estrechado la maño de la soberana Emperatriz de los ángeles hasta el doloroso extremo de cesar los portentosos efectos de sus milagrosos beneficios, pues á tanto suele llegar el viento abrasador de una monstruosa ingratitud, que deje completamente seco el manantial refrigerante de las misericordias divinas según el hermoso pensamiento del inspirado cisteriense de Claraval.

Por desgracia no hubo en aquellos tiempos

tan tristes, en los últimos años del primer tercio del siglo XVII, una inteligencia de tal modo elevada sobre las ruines y detestables pequeñeces de la tierra, que, encendidas en el amor del cielo, percibiese con alguna claridad en el fondo de su alma, los clamores maternales de tan incomparable Señora, que no cesaba de pedir una justa satisfacción por tan cruel abandono. Bien es verdad, que, el Licenciado D. Francisco Buxedo, reclamó como capellán del Santuario, una Real Cédula que expidió en Madrid don Felipe IV con fecha 1.o de Agosto de 1628, en la cual apremiaba el Soberano al Sr. Marqués de Aguilar de Campóo, para que obligase á su administrador á continuar pagando los quinientos maravedises que desde tiempo inmemorial (más de 400 años) (1), venían entregando los portazgos de la villa, por graciosa concesión de la munificencia real, para atender al sostenimiento del culto en la iglesia de Nuestra Señora de Montesclaros, correspondiente al Real Patro

nato.

Esto no obstante, fué difícil hallar un corazón bastante generoso que hiciera algún sacrificio para restaurar el Santuario cuya fábrica veíase bastante descuidada, no menos que el culto debido á la portentosa imagen de María. Muchos se lamentaban en vista de aquella apatía incalificable con que se miraban los obsequios tributados á la Emperatriz de los cielos, pero ninguno tenía aquella fuerza de voluntad necesaria para romper con cristiana iniciación sobre tan vergonzoso amilanamiento.

Entre tanto los años iban pasando, y ya alegando unos la pobreza del país (2); otros, lo di

(1) Archivo del Real Convento y Santuario de Montesclaros.

(2) Archivo del Real Convento y Santuario de Montesclaros.

fícil de los tiempos, y aún no pocos, la decadencia del sentimiento católico que se dejaba sentir en toda la Merindad, nadie ponía el menor esfuerzo por mejorar el modesto y antiguo alcázar de la divina Madre. Nadie más que la purísima Virgen podía tolerar con paciencia sobrehumana, callando con maternal disimulo por tantos años, en los cuales nunca se cansó de prodigar sus inestimables consuelos sobre aquellas gentes cuya descuidada conducta para con su celestial Protectora apenas encuentra disculpa ni atenuación.

Sin embargo, aqnella volubilidad incalificable no podía menos de acelerar la hora en que manifiestamente declarase el cielo su justísimo enojo.

CAPÍTULO XVI.

DESAPARICIÓN DE LA SANTA IMAGEN.

OBREMANERA agradable á los ojos del fervoroso romero se ostenta el modesto Santuario que la piedad cristiana erigió á la gloria de la soberana Emperatriz de los cielos; y su posición sobre la peñascosa colina que se eleva sobre las tranquilas corrientes del Ebro, entre aquellas bellezas silvestres con que adorna la naturaleza el insigne monumento de la santísima Virgen, pudiera compararse con aquel famoso peñón pendiente sobre el mar que los antiguos recuerdan con el nombre de Salto de Leucadia; porque si en éste, según la fama, se extinguían las centellas del erotisto sensual, en la enorme peña que motiva estas líneas, el corazón humano de tal modo se desprende del amor del mundo y de todas las cosas terrenas, que aparecen como totalmente suprimidas en él las pasiones avasalladoras, los vicios que encadenan y los instintos que degradan. Postráos una vez siquiera en la vida ante el precioso simulacro de la Reina de las virtudes, que álzase aquí grandioso aumentando notablemente la admiración que causa la vista de los fenómenos más seductores de la naturaleza, y al momento sentiréis

- cómo vuestras divinas influencias hacen penetrar un rayo de clarísima luz que ilumina poderosa las densas tinieblas que obscurecen el entendimiento, y destruye la acción del error, que obrando sobre la ignorancia, produce en la razón ese terrible estravismo con que todo se ve del revés, y lo que es más, complaciéndose el hombre en verlo.

¿Cómo extrañar, pues, que desde remotísimos tiempos, hayan acudido de todas partes devotas romerías, pues nunca han ignorado los fieles que la devoción á María, en la variedad sin cuento de sus portentosas imágenes, es la que proteje al mundo y sostiene la esperanza de los hombres? Y ¿quién podrá enumerar el cúmulo de bienes inefables que los entusiastas peregrinos debían á las finezas del amor sin tasa ni medida de tan soberana Madre, siendo como es cierto que la verdadera devoción con que la honran sus fieles hijos es un bálsamo celestial que sana los cuerpos y las almas, según la disposición con que se lo pedimos.

Lástima grande es el que no siempre se viera arder en los visitantes á Montesclaros la llama divina de la más afectuosa gratitud hacia la misericordia auxiliadora de los pecadores!... ¡En cuántas ocasiones se vió, sobre todo por los años 1634-1646, que lejos de correr llenos de fe y de esperanza á sus sacratísimos pies para ofrecerla el homenaje de su reconocimiento y pedirla que, por su poderosa intercesión, los despertase del sueño de las culpas, iban al Santuario con una devoción rutinaria, llenos de pensamientos mundanos y aspirando no más que á la grosera satisfacción de los placeres terrenos, que son ante las purísimas miradas de tan incomparable Virgen un objeto de horror, y atreviéndose no obstante, á invocar su nom

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