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mento á las divinas influencias de su celestial Protectora, la veneraban en su preciosa ermita donde á manos llenas derramaba las finezas.de su amor, sobre los fieles que la invocaban bajo el glorioso título de NUESTRA SEÑORA DE MON

TESCLAROS.

CAPÍTULO XVII

EL P. ALONSO DEL POZO (1)

RA preciso que el país desagraviase á la Soberana Emperatriz de los cielos, en cuanto sus fuerzas lo permitiesen por tantos desacatos con que le había ofendido en nocturnas bacanales, sin sonrojarse de profanar la presencia de su venerando Santuario; por otra parte bien podremos suponer que no ignoraban aquellas géntes la desastrosa tragedia del célebre Santuario de Nuestra Señora del Monte, en el reino de Nápoles, ocurrida en los comienzos del mismo siglo (1611), en que la Santísima

(1) El V. P. Mtro. Fr. Alonso del Pozo nació en la villa de Tejeda, obispado de Plasencia, el día 23 de Setiembre de 1636: tomó el hábito y profesó en San Vicente de Plasencia el día 15 de Mayo de 1655. Entró como colegial en San Gregorio de Valladolid el día 28 de Octubre de 1670. Fué Lector de Artes y Maestro del Colegio; de él salió para Lector de Teología en el Convento de Plasencia, desde donde vino á Nuestra Señora de las Caldas para suceder en el gobierno de la Comunidad al V. P. Fr. Juan Malfar, su primer Prior y fundador. Murió al terminar el año de 1703 á los 63 de su edad.

Virgen, grandemente ofendida por los escándalos con que la injuriaban los visitantes, durante la noche anterior á su festividad se dejó ver de cinco personas, bajando del cielo con dos antorchas encendidas y pegar fuego por sí misma al suntuoso edificio de los peregrinos, haciéndole arder de tal manera que en menos de un cuarto de hora se abrasó todo con tal estrago que perecieron más de mil quinientas bajo sus carbonizados escombros. ¿Quién sabe si los tres incendios que sufrió el piadoso edificio en distintas épocas, el último de los cuales acaeció precisamente un año después del inaudito desastre que tanto consternó á la hermosa Italia, fueron, más bien que censurables descuidos dé los ermitaños, amenazas de hacer aquí lo mismo que en el Santuario del Monte, cansada ya la divina Señora de prodigar sus celestiales favores sobre unos pueblos tan ingratos?...

En Montesclaros, por la misericordia divina, no aconteció una desgracia tan lamentable; pero la Soberana Madre amenazó ausentarse de su abandonada Ermita y privar á toda la Merindad de su consoladora presencia, castigo más rigoroso si bien se mira que el horroroso incendio con que destruyó las dependencias todas del Santuario siciliano; porque indudablemente, vale más sufrir los dolorosos estragos de un diluvio de fuego, postrados á los pies sacratísimos de tan augusta Protectora, que vivir lejos de tan misericordiosas miradas, sin poder experimentar los inapreciables consuelos de sus influencias divinas... Terrible es en efecto el ver como arde en ira la Madre de la misericordia y ejecuta el castigo por sus propias manos la que es nuestro amparo, sin perdonar ni aún á los que se llaman sus devotos; pero ¿no es más espantoso el vernos privados de mirar la belleza de aquel semblante celestial, que

aunque airado, siempre es el semblante de la más tierna y cariñosa de todas las madres? ¿No es verdad que son mil veces preferibles los suplicios más terroríficos causados por el fuego de aquellas pupilas enojadas que reducen á pavesas los santuarios y los templos del Dios vivo, á vivir totalmente desesperanzados de admirar, siquiera sea entre las espantosas amarguras de la muerte, la hermosura sin semejante de aquel rostro purísimo que llena de vivificantes alegrías las esplendorosas regiones del paraíso? Es bien cierto que no habrá en toda la Merindad un devoto entusiasta de la Reina del cielo que no prefiriera, aún hoy mismo, hacer frente a las pesadumbres más desoladoras antes que verse privado de mirar á su placer el portentoso simulacro de aquella criatura encumbrada como no lo será jamás espíritu celestial alguno; y cuyo trono augusto es una sorprendente maravilla en el empíreo mismo. ¿Y cómo no amar á esta Reina de misericordia, aún á costa de mil sacrificios y no suspirar por las dulces cadenas del amor del cielo que Íos uniesen para siempre á su glorioso imperio, sabiendo que era el refugio común y su Madre piadosísima, hacia la cual se sentían suavemente impelidos sin acertar á separar sus ojos de la celestial claridad que despiden aquellas miradas dulcísimas?...

Tan convencidos se hallaban sin duda de todo esto los piadosos habitantes de la venturosa comarca, pues sabían por nna larga experiencia de cinco siglos que la presencia de tan portentosa imagen era para ellos como una iluvia preciosa de gracias inestimables y de prodigiosas bendiciones, que, sin más demora, hubiesen querido ver realizado el hermoso pensamiento que aseguraba para el porvenir, no sólo el sostenimiento de la nueva iglesia, sí

que también el culto ferviente y entusiasta de la divina Madre que elevase al cielo sus perpetuas alabanzas desde la imponente espesura de aquellos dilatados montes.

Empero la instalación en el Santuario de la anhelada Comunidad no dejó de ofrecer serios inconvenientes, tanto por la resistencia que opuso en un principio el clero de los pueblos comarcanos, creyendo era la instalación atentatoria y perjudicial á sus antiguos derechos; como por la fuerte oposición que hicieron al proyecto los Religiosos Franciscanos de Reinosa, cuyas limosnas esperaban ver notablemente disminuídas con perjuicio de su Comunidad: esto sin contar con que muchos, aun de los más fervorosos y entusiastas por la gloria de la Bienaventurada Madre de Dios, tenían por imposible hubiera hombres bastante desprendidos de los fugitivos embelesos de la tierra que renunciasen á todas sus conveniencias para sepultarse en vida, consagrándose á vivir entre las espantables asperezas de aquel desierto, á fin de orar sin intermisión y entregarse á la penitencia por los pecados del mundo, profesando en cierto modo una vida solitaria, salvo los casos en que por virtud de su ministerio especial saliesen de su retiro para enseñar á los pueblos las verdades eternas, como maestros de la vida espiritual.

Fué, pues, de todo punto indispensable empezar por desvanecer los temores exagerados de unos, y combatir valerosamente las interesadas cavilosidades de otros, en cuyas gestiones se pasó algún tiempo; hasta que al fin, un varón santo y esforzado, el M. Rdo. P. Maestro Fr. Alonso del Pozo, segundo Prior de Nuestra Señora de las Caldas de Besaya (Santander), de la sagrada Orden de Predicadores, devotísimo de la portentosa imagen de María, en Montes

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