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mar providenciales, á uno de esos hombres sencillos y llenos de fe que por tratar poco con el mundo no se hallan corrompidos y en cuyos piadosos corazones deposita el cielo con frecuencia admirables tesoros de divina misericordia, convirtiéndolos en fecundo manantial de inapreciables gracias, en testigos irrefragables de sobrehumanas grandezas y en teatro feliz de sorprendentes maravillas.

Unido á los agradecidos Padres en calidad de simple estudiante, atendía al mismo tiempo con una bondad avasalladora al cumplimiento de los servicios que reclamaba la sacristía, así como á la mayor parte de los trabajos más humildes y menos considerados de la casa. No contenta con esto su delicada piedad, su inmenso amor á la Reina de los cielos, y conociendo la triste situación de los pobres Religiosos, por su propia voluntad, dedicóse á pedir limosna de pueblo en pueblo para sacarles de la miseria en que los encontró, hasta proporcionar los recursos necesarios que asegurasen el parco alimento que un día les arrebataran los crueles enemigos del nombre cristiano.

Fué verdaderamente el sostén de aquellos ancianos venerables; y en premio de sus virtudes y de la tierna devoción con que servía á la Bienaventurada Madre de Dios, mereció ser después el glorioso instrumento de que se valiera la piedad divina para conservar el venerando Santuario y el dichoso eslabón que uniera la interminable cadena de los antiguos Padres Dominicos, quebrada por un ejército de arpías, con los Religiosos modernos que lo vienen ocupando hasta hoy con la brillante magnificencia de sus mejores años.

Este fidelísimo y venturoso servidor de la Santísima Virgen, su heraldo incansable y ahora su capellán fervoroso, se llama D. Plácido

López Cuesta. Todos los que han visitado el piadoso Santuario de Montesclaros conocen á este privilegiado Sacerdote, hoy el P. Plácido, respetable anciano en cuya frente candorosa y pura brilla la flor de una hermosa y viri juventud, felizmente empleada en obsequio de la portentosa efigie que nos representa á la soberana Emperatriz del cielo. Su semblante que parece velado con todas las gracias de una encantadora expresión, su mirada dulce y serena, su jovialidad incomparable y las repetidas manifestaciones de su hermoso corazón, le semejan á esos mensajeros de paz que alguna vez envía el Señor para derramar sus consuelos sobre la tierra...

Poco tiempo había trascurrido, y en 1860 fué llamado el P. Bernardo para pasar á mejor vida, muriendo con la sonrisa en los labios al tiempo que pronunciaba el dulcísimo nombre de María, como prenda segura de su eterna salvación, y cual si esta Madre amorosa hubiera querido mostrar la hermosura de aquella alma que acababa de recibir entre sus manos divinas para presentarla ante el trono del Soberano Juez, rejuveneció el semblante de su difunto Capellán, haciendo se cubriese de un color fresco y rojo que hizo desaparecer todas las arrugas de la trabajada ancianidad.

Para entonces, el fervoroso y caritativo auxiliar con que pocos años antes consolara á sus siervos la purísima Virgen, había adquirido ya un conocimiento cabal de los usos y costumbres que los Padres habían observado en la administración religiosa y económica de la santa Casa. Quedaban, sin embargo, solos el P. Juan y don Plácido en medio de aquellos desiertos y solitarios bosques: aquél, por su extremada vejez, no se hallaba en condiciones muy favorables por cierto, para poder acudir á todas las necesida

des espirituales y temporales del Convento; éste, como seglar, bastante ocupado se hallaba ya con el servicio del Padre y la limpieza del Santuario; y como si esto fuese poco, deseando poder llegar á ser un día Capellán ó Religioso consagrado al culto y obsequios de la Santísima Virgen, pretendió cursar la Gramática latina, venciendo las incalculables dificultades que se experimentan para realizar esta empresa cuando falta el hábito del estudio, y aún con esto, á la edad de 40 años. Hermoso sueño que debía realizarse con la valiosa protección de la Reina de las virtudes; pero antes de subir al santo altar para ofrecer la Hostia divina por la salvación del mundo, ¡cuántos obstáculos no debía superar el infatigable amante de María!...

Fué pues, de todo punto necesario acudir á un Sacerdote caritativo á fin de que les prestase su ayuda: al uno, en las delicadas funciones del sagrado ministerio, y al otro, en la administración de las temporalidades del Santuario.

Al efecto, se recurrió con una sentida exposición al Excmo. Sr. D. Fernando de la Puente y Primo de Rivera, cardenal arzobispo de Burgos, manifestándole la gran necesidad en que se hallaba el venerando Santuario, suplicando humildemente sustituyese al difunto Religioso con un Capellán activo, celoso é inteligente que pudiera tomar á su cargo no sólo la administración de los Sacramentos, si que además la acertada dirección de los intereses de la Casa. No se hallaron Religiosos de la Orden que pudieran encargarse de estos ministerios, y en su virtud, nombró el Prelado de la Diócesis, como Coadjutor de los Carabeos y Capellán de Nuestra Señora de Montesclaros, primero, á D. Angel Marcos de los Ríos, y después, á D. José Díez Rodríguez, bajo cuya sabia y prudente administración el Santuario aumentó considerablemen

te tanto en culto y devoción como en intereses materiales.

En esta época se restituyó al Santuario una dé sus mejores campanas fundida en 1709, que había sido llevada á Medianedo durante los escandalosos atropellos de exclaustración. Al verificarse el acto de la entrega, no fué posible vencer la oposición del pueblo, y á pesar de las órdenes terminantes del Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo y de la jurisdicción de Reinosa, tuvo que intervenir la autoridad del partido personándose en la población acompañada de fuerza armada y escalar la torre para bajar la codiciada campana después de haber arrostrado no pocos compromisos y vencido grandes dificultades, porque los vecinos, encerrados en sus casas, no quisieron en manera alguna entregar las llaves de la iglesia. ¡Extraño efecto debía causar á la purísima Reina de las virtudes una piedad tan especial como incalificable!... A la verdad, ¡debía ser aquella una devoción bien singular!...

No fué este, ciertamente, el comportamiento. de la cristiana Reinosa; á la primera indicación, no sólo restituyó el reloj público del Convento, construído con hierro dulce en 1765, colocándolo en su puesto tal como hoy existe; sí que además, la gran mesa de nogal que se ve en la sacristía, cuyo hermoso tablero de una sola pieza llama justamente la atención de todos los inteligentes, con todas las ropas, alhajas, libros, etc..., que fueron trasladados á la noble villa al tiempo de cerrarse el Convento.

Gracias á la visible protección de la bienaventurada Madre de Dios, en la actualidad se halla todo el Santuario con sus dependencias notablemente mejorado, cual si nunca se hubiera dejado sentir por aquel desierto el huracán devastador de la infausta revolución.

Ocioso es manifestar que la Santísima Virgen demostró en mil ocasiones cuán agradable le era el generoso desprendimiento de una población que la servía con tal gratitud y entusiasmo filial, dispensando desde luego sobre sus felices habitantes un raudal de numerosos beneficios, encendiendo en aquellos pechos marianos el fuego del amor del cielo y haciendo crecer asombrosamente en sus piadosos corazones la tierna devoción que Ella sola sabe inspirar á sus fervorosos servidores.

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