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CAPÍTULO XXV

LOS SEÑORES CAPELLANES.

As frecuentes limosnas que depositaban los fieles á los pies de la portentosa imagen, unidas á los recursos de la caridad pública iba acumulando en las manos del generoso protector del Santuario, habían suministrado por algunos años todo lo necesario para atender á las necesidades de aquella religiosa familia no menos que á la conservación del edificio. Esto no obstante, por razones que no es difícil comprender, atendida la triste condición de las cosas humanas, llegaron á ser de todo punto insuficientes los colosales y extraordinarios esfuerzos de aquel hombre providencial á cuya fiel vigilancia parecía haber confiado la Santísima Virgen la perpetuidad de su culto sobre la hermosa colina de Montesclaros.

Pero aun dado caso que los medios de subsistencia no ofreciesen alguna dificultad entonces, no bastaba esto; según iban presentándose las cosas, se hacía preciso atender con urgencia á otro inconveniente que la marcha de los tiempos hacía inevitable y cuyo desenlace fatal, aunque á la sazón no pudiera preverse,

no se

remaríaà esperar en un plazo más o menos

remoto. ¿Faltarían algún día Sacerdotes bastante celosos del honor y de la gloria de la Reina del cielo, que quisieran morir en aquel desierto antes que abandonar su preciada imagen?... He aquí la pesadilla que no otergaba un momento de paz á D. Plácido y que le hacía pasar las noches en cruel tortura, consumiéndole las fuerzas y arrebatándole la salud.

¡Cuántas veces no se vería el entusiasta protector del devoto alcazar de María postrado á sus sagrados pies, derramando lágrimas de que no se daría cuenta en medio de su dolor, como el corazón de la montaña no se apercibe de las gotas de agua que se desprenden de la caprichosa estalactita que decora y embellece sus profundas cuevas!... ¡Cuántas veces, sumergido en los clarísimos resplandores que de la milagrosa efigie se desprendían sobre su alma tiernamente enamorada de las grandezas divinas, no se encontrarían sus megillas y sus ojos bañados en apacible llanto, en tanto que los labios palpitando bajo la dulce presión de una palabra de amor, mostrarían á la Reina celestial sus tristes incertidumbres y sus atormentadoras zozobras, dejando escapar del pecho conturbado esa palabra arrebatadora y dulcísima con que expresamos el precioso nombre de María, ese poema augusto con que la misma divinidad canta sus propias glorias, y el abismo inmenso de sus inefables ternuras, panacea universal de los corazones enfermos y de las almas atribuladas!...

El tiempo corría atropellando los sucesos que tanto se temían; y en el año de 1861, á consecuencia del convenio adicional al Concordato celebrado el 4 de Abril de 1860, procedióse al arreglo parroquial de la Diócesis, quedando suprimida la coadjutoría de los Carabeos y con

ella la capellanía de Montesclaros. Con este motivo, D. José Diez Rodríguez que permaneció aún poco más de tres años, fué á concurso en 1864 y luego al curato de Requejo que se le confirió (1), dejando el Santuario en floreciente estado y con muy gratos recuerdos de su acertada administración.

Quedaron, pues, solos el decrépito P. Fray Juan Gutiérrez y D. Angel Marcos de los Ríos, no menos anciano que el primero, añadiendo á los achaques propios de la vejez una salud muy quebrantada que les impedía atender al culto de la Santísima Virgen, no menos que á las necesidades espirituales del gentío inmenso que acudía diariamente á la santa Casa, teniendo que volver á sus casas sin ser posible oirles en confesión, después de haber hecho grandes jornadas para purificar sus conciencias en el santo Sacramento de la penitencia.

Cualquiera hubiese dicho que los temores y sobresaltos de D. Plácido iban á convertirse por fin en una triste realidad: cada cual trataba de buscar un medio de sostener el venerando Santuario sin que ninguno de los planes que ocurrían reuniese las condiciones de aceptable. Pero estaba allí el obrero infatigable, cuando se trataba de los intereses de la Santísima Virgen: había puesto en movimiento todos los resortes de su talento y todos los medios que le dictara su buen corazón, para contrarrestar á la espantosa calamidad que se les venía encima; pero inútilmente. Desolado, al entrar un día en el templo, arrasado en lágrimas, postróse fer

(1) Vive aún, y no solo trabajó por espacio de muchos años en obsequio de la Santisima Virgen, llevaudo el peso del confesonario y conservando el edificio, si que además continúa haciendo al Santuario todo el bien que puede.

voroso ante la sacratísima efigie de la Virgen bendita, suplicándola encarecidamente que le inspirase una idea. Medita, golpea su pecho, estiende sus brazos en forma de cruz, suplica, ruega, y quédase como arrobado en dulce éxtasis. De pronto, anímase su faz radiante de alegría, y despidiéndose de la veneranda imagen, con satisfecha mirada, exclamó:

-Gracias, Madre mía, gracias por la inspiración. Nada me arredrará para complaceros; recorreré infatigable toda la comarca pidiendo una limosna de puerta en puerta; si es necesario, venderé mis pobres libros, mis muebles, mis vestidos, hare suscripciones, y pondré en movimiento todos los juegos de la caridad á fin de que no quedéis abandonada entre las breñas de estos montes.

Y el buen D. Plácido, poniendo desde luego manos á la obra, preséntase á los Superiores y les propone salir á implorar la caridad pública recorriendo todos los pueblos del país, al objeto de reunir los fondos necesarios para fundar una capellanía propia del venerando Santuario. Y viendo todos en esta determinación heróica una inspiración del cielo, el Sr. Arcipreste de Valdeprado, D. Gregorio González, obtuvo el permiso competente del Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo, y puesto en ejecución tan noble pensamiento, con el favor de María y la piedad de sus devotos, consiguió en poco más de seis meses una limosna de catorce mil trescientas setenta y ocho pesetas con veinticinco céntimos (1), á cuya cantidad añadió de su peculio particular el entusiasta promovedor del culto de María, dos mil seiscientas pesetas, con lo cual se pu

(1) Consta en el cuadro de los bienhechores que se halla de manifiesto en la Sacristía del Santuario y cuya copia impresa tenemos á la vista.

dieron fundar, no una, sino tres capellanías perpetuas en el Convento, con cargo de celebrar cada una veinticinco Misas al año por los bienhechores que con su caritativo desprendimiento conjuraron de una manera tan feliz como inesperada las horribles amarguras del espantoso conflicto.

El reconocimiento de la celestial Señora no se hizo esperar. El inimitable siervo de la Reina de los ángeles, obedeciendo sin duda á las dulces y suavísimas emociones que en premio de su fervoroso celo le comunicara su divina protectora, se ordenó de Sacerdote, y dejando sus ocupaciones pasadas, entregóse como verdadero amante de María al cuidado y dirección de las almas, sirviendo á la Santísima Virgen en su propio y devoto Santuario, donde en 1868 llegó á poseer una de las tres capellanías cuya institución le costara tan incalculables trabajos.

Esto no obstante, las tribulaciones y los disgustos de nuestro héroe no habían terminado aún. La revolución que sobrevino en aquel año produciendo trastornos sin cuento en toda la nación, hubo de llevar también sus funestas consecuencias á este solitario lugar. Y en efecto, las capellanías, que, con arreglo á la ley habían sido fundadas con Títulos de la Deuda del tres por ciento, impuestos para la congrua sustentación de los Sacerdotes con ellas agraciados, vinieron á un estado tan ruinoso, que, en los años sucesivos, con la suspensión de pagos, baja de los réditos y reducción del papel, se vieron limitados á una retribución tan módica, que no llegaba á cubrir las necesidades de los pobres Capellanes.

En esta situación permanecieron diez ó doce años próximamente, hasta que al fin, viendo la imposibilidad de subsistir en aquellas condiciones tan tristes, se presentaron á concurso

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