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cias? Puesta la frente en el suelo, ¿habéis derramado alguna vez vuestros piadosos corazones á los pies de la Virgen purísima, al oir el canto de la Salve, que semejante á un concierto angélico, derrama en nuestro pecho, un torrente de inefables harmonías? No hay frases propias en el humano lenguaje para expresar el mágico embeleso que produce ese canto tan soberano, al repercutir sus notas bajo la modesta bóveda que sostiene gallarda la venturosa colina, convertida gran parte del año en un ramillete inmenso por los muchos árboles y plantas que le dan incomparable hermosura, al desplegar sus galas ante el cielo, como para decir á los ángeles y á los hombres, cuán dichosa es por sostener sobre su cima el Tabernáculo donde mora la Reina del universo. ¡Con cuánto placer oirá la divina Señora esa plegaria celestial, que la envían todos los días sus amantes servidores, como un suspiro que arranca al alma el fervor de una devoción sin igual!... ¿Cómo queréis que no bendiga la mano bondadosa al católico país que así la honra y á todos los que acuden á postrarse ante sus benditas plantas?... ¿Cómo queréis que no atráiga las miradas todas de los fieles montañeses, la cumbre de esa eminencia peñascosa que sirve de peana al venerando simulacro de nuestra graciosa y amable Soberana?...

¡Montesclaros!... mi corazón no puede terminar esta Historia sin darte un saludo entusiasta. Yo te saludo colina santa, y con toda la espontaneidad de mi alma, alzo la voz para cantar tus glorias, no entre la suaves ondulaciones que festonean las alegres orillas del Ebro, donde airosa te levantas, sino enviándote mis pensamientos desde las márgenes del Deva; no entre las escalonadas y pintorescas vertientes de Soma-Loma, sino entre los verdo

sos montes de Soledaria y de Zurraga. Y. Vos' excelsa Patrona de nuestra querida España, Vos, que desde la cúspide de ese peñón admirable protegéis bondadosa á la noble y leal Merindad de Campóo; Vos, que sabéis cuánto os amo, y que el saludo que dirijo á la montaña es sólo para Vos. ¡Salve mil veces!.,. Los ángeles y los hombres, entonan sin cesar vuestras alabanzas; los corazones de todos los séres, os aman con inefable ternura; y vuestras glorias, vuestros incomparables encomios harán retemblar los espacios por toda la eternidad. ¡Oh! si fuera yo el ardiente fuego que prendiese la llama de vuestro amor en todos los corazones, ¡qué feliz sería!... ¡Si yo pudiera abrasar á todo el mundo en la purísima llama de vuestro querer santo, no habría dicha que pudiera igualarse con la mía.

¡Santísima Virgen de Montesclaros! Vos que obráis tantos portentos en favor de los que imploran vuestra ayuda, ¿no oiréis por ventura mi lamento cotidiano? ¿No escucharéis la triste y debilitada voz del pobre desvalido que os invoca? ¿No bendeciréis pia losa al que tiene por único deseo de su vida, el de haceros amar de los hombres, honraros para siempre, y por siempre jamás publicar en los cielos y en la tierra vuestras glorias? Nada más que vuestra bendición me falta: esa bendición que á tantos habéis dispensado, ¿me la otorgaréis también á mí, Madre del alma? Basta que Vos queráis, para que yo sea el apóstol de vuestras grandezas; basta que Vos queráis, para que mi corazón salga del horrible marasmo en que yace; basta vuestro beneplácito, para que yo sea el hombre más feliz de la tierra; y bien lo sabéis, Madre mía, que mi ventura no consiste más que en amaros con toda mi alma, y en trabajar para que los hombres todos, os amen tanto como los

ángeles; más si fuera posible que todas las gerarquías santas. ¿Acaso os costaría algo, Señora?

¡Virgen de Montesclaros!... oidme por compasión; apiadãos del infeliz esclavo que siente precipitarse su existencia hacia las sombras del sepulcro, sin haber hecho en vuestro obsequio absolutamente nada... ¡Oh! si este quejido de mi corazón enamorado fuera como el primer suspiro del que muere á vuestros pies y os entrega sumiso el alma...

¡Reina de Montesclaros, yo os invoco!... No quiero terminar este trabajo sin aclamar otra vez vuestro Nombre celestial; ese Nombre dulcísimo para todos los cristianos y más dulce aún para el que ha probado las amarguras de la tierra. Yo quisiera, Madre mía, que este trabajo fuera el más precioso que imaginarse puede, para ponerlo à vuestros sacratísimos pies; que mis palabras fueran tiernas y dulces como las del Cantar de los cantares; que brotaran de mi pluma inspiradas harmonías para loaros dignamente y engrandecer vuestras glorias. Pero ¡ay!... por desgracia mis fuerzas son muy limitadas, á penas acierto á balbucear vuestras alabanzas.

Dejad, sin embargo, ¡Reina querida!... que os dedique esta pobre ofrenda como una corona de perfumadas siemprevivas, tegida para Vos en mis ratos de filial expansión; permitidme la deposite ante vuestras aras como una prenda del cariño inmenso que me inspiráis bondadosa, como un recuerdo agradecido de mi angustiado corazón.

¿Aceptaréis lo uno y lo otro, Madre mía?... ¡Cuando menos el corazón!...

¡Loor à la Virgen de Montesclaros!

Á NUESTRA SEÑORA DE MONTESCLAROS.

Ya que nuestra devoción en vuestro Monte os adora, conducidnos, gran Señora, al puerto de salvación.

Sobre esta bella colina
que con los cielos compite,
en Montesclaros existe
una rosa purpurina.
Todo el que se le avecina
percibe su emanación:
Conducidnos, gran Señora,
al puerto de salvación..

Es la excelsa Soberana,
que defiende con piedad
le toda calamidad

á esta Merindad cristiana.
¡Oh, cuánto recuerda ufana
esta noble población!...
Conducidnos, gran Señora,
al puerto de salvación.

Es la nube fecundante
que nuestro suelo ameniza,
y los campos fecundiza
con lluvia vivificante,
que al labrador anhelante
da consuelo en su aflicción.
Conducidnos, gran Señora,
al puerto de salvación.

Alivio de nuestros males
sois en todo, bella aurora;
y al que à vuestros pies adora,
dáis consuelos celestiales

desde ahí, bajan raudales de gracias y protección. Conducidnos, gran Señora, al puerto de salvación.

Sentada la Reina hermosa en su trono soberano, aquí recibe al cristiano con faz risueña y graciosa; y á su hijo, dice animosa: -este pueblo es mi blasón.Conducidnos, gran Señora, al puerto de salvación.

Dulcísima Madre mía; extendiendo el regio manto, vuestro patrocinio santo logremos en este día;

sois mi placer, mi alegría, vida de mi corazón. Conducidnos, gran Señora, al puerto de salvación.

A ese Niño precioso, que pende de vuestro pecho, y con un abrazo estrecho os mira tan cariñoso; pedid mire bondadoso al que gime en la aflicción. Conducidnos, gran Señora, al puerto de salvación.

Dulce y aromosa esencia, sois del Monte hermoso adorno, alegría del contorno,

signo de paz y clemencia:

Vos defendéis la inocencia, y al pecador dáis perdón. Conducidnos, gran Señora, al puerto de salvación.

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