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ro es el alma que la letra, y la palabra que el libro, y el concepto muy anterior á la pluma..

Mucho podríamos decir respecto de una materia tan abundante, en la que sólo cabe el mérito de la elección. Son tan grandes los tesoros de doctrina é historia que le debemos, que á nadie debe sorprender haya sido venerada con singular respeto desde los primeros siglos del cristianismo.

Sin ella, ¿quién podría descifrar el maravilloso enlace que vemos entre las generaciones del linaje humano, esa amalgama entre lo presente y lo pasado, entre lo que existe y dejó de existir?... Todo el que sea verdaderamente pensador conocerá que la mayor parte de las tradiciones anteriores al siglo XVI, en que no se conocían los frutos de la noble invención de Gutemberg, son como estrellas rutilantes, cuya pura luz nos guía en la noche de los tiempos.

Nacidas cuando la sinceridad y la buena fe reinaban en las almas, cuando no se tenía como hoy la lucrativa costumbre de desfigurar la verdad de los hechos, se conservaban religiosamente de una á otra centuria como un argumento poderoso de credibilidad. Ellas eran historias vivas, y por su cooperación tenemos noticia de los acontecimientos más grandes de civilizaciones enteras.

España sabe sólo por la tradición que su augusto Patrono Santiago enseñó á nuestros progenitores las inefables palabras que oyó de los excelsos labios de un Dios-Hombre. Y ¿qué español dudará de la exactitud de este hecho, que publican diez y nueve siglos?

Cuando las tradiciones resisten á la destrucción de los años son razonables y las admiten toda clase de personas sensatas: á más de tener un fondo de verdad innegable, merecen el mayor respeto. Podemos decirle con la

severa lógica del Aguila de Meaux: Tu no varías, y lo que no varía, es la verdad.....

Y no decimos esto, porque nuestro Estudio vaya á formarse de tradiciones, por más que éstas tengan siempre muy alta valía en el país clásico de aquellas verdades cuya noticia ha venido de mano en mano, y que, comunicándose de padres á hijos y de mayores á menores hasta los siglos presentes sin intervención de la escritura, son primeras en tiempo y mayores en dignidad. No encomiamos la tradición porque en ella solamente descanse el culto inmemorial de Nuestra Señora de Montesclaros, sino porque deseamos que sea vista y analizada por todos, con el mismo amor y respeto con que nosotros la miramos. Por otra parte, cuando una piadosa creencia no se opone á la fe católica ni á las buenas costumbres ni á la razón ni á la historia, ¿qué consiguen las presunciones, las conjeturas, los juicios más ó menos arbitrarios, los argumentos más ó menos sútiles con turbar la piadosa fe del pueblo cristiano? ¿Qué provecho realiza la destrucción de una creencia que el amor á la Reina del cielo ha cimentado en el corazón de los fieles? ¿Se mejorará por ello la sociedad? ¿Resultará algún beneficio de que los habitantes de la merindad de Campóo no tengan este consuelo? Nosotros no encontramos ventaja ninguna en que se destruya este concepto universal y se combata á título de preocupación: por el contrario, echar por tierra estas creencias, introduciría ese pirronismo fatal, esa duda maléfica que es el cáncer de la sociedad moderna.

Hablando en tesis general, destrúyase la tradición, y sin el poderoso auxilio de esta luminosa antorcha, ¿quién podría ocuparse de ciertos hechos á quien todos conceden una antigüedad remotísima, cuando los historiadores

que florecieron en épocas anteriores á la nuestra, careciendo de noticias positivas y de documentos incontrovertibles escritos, no se remontaron hasta su origen en alas del exámen crítico, ni rasgaron el misterioso velo que los envolvía?....

Sería poco menos que imposible la existencia real de muchas verdades históricas que poseemos, una vez hecha pedazos esa tierna y poética serie de sucesos que se escuchan en la cuna y se refieren después con trémulo labio junto al hogar, sosteniendo entre los brazos á los hijos de los hijos!....

A esta clase de tradiciones con que se excita el fervor de los fieles para adherirse con más empeño á la observancia de la virtud, pertenece la que nos habla de la portentosa imagen de Nuestra Señora, venerada en su Santuario de Montesclaros. En efecto, si hemos de dar crédito á esa cadena de hechos íntimamente enlazados, cuyos primeros eslabones nos hacen vislumbrar allá en la oscuridad de los tiempos el testimonio de cien generaciones, nos encontramos con que esta veneranda efigie de la Reina de los cielos, es una de las más antiguas que hoy recibe nuestros cultos en España. Muy anterior, ciertamente, al precioso templo que le sirve de pabellón y en que recibe la obsequiosa adoración de sus fieles montañeses, descúbrense en ella todos los caractéres de una obra escultórica correspondiente al siglo VI ó poco posterior á él, de formas poco correctas y resentida como es natural, de la decadencia que por aquellos tiempos dominaba en el arte: adelantándose aún más aquella voz poderosísima cuyo eco ha llegado hasta nosotros, rompiendo el silencio de los siglos é interrogando á las artes y á lo pasado, que parece corroboran esta afirmación tradicional, no se hace difícil el

creer que el augusto simulacro de María fué venerado en Toledo durante la época visigoda. hasta que vino sobre nuestra querida patria aquel castigo severo de Dios, llamado invasión sarracena, para purificar el suelo español manchado con tantos crímenes, hacer a sus hijos dignos de recibir nuevas y más grandes mercedes, y disponerlos al descubrimiento de un Mundo-Nuevo, siendo portadores á la vez de la Buena-Nueva, á aquel hemisferio obscurecido hasta entonces tras la inmensa mole del Océano, é iluminadas desde ahora sus inmensas tribus por el esplendente sol del cristianismo.

Pero, cuando después de la desastrosa batatalla del Guadalete en que, derrotadas las huestes cristianas, perdió España su trono y su independencia, los agareños se apoderaron de nuestra nación, esparciéndose como una tromba asoladora por toda ella, y destruyendo á su paso cuanto recordaba la fe del pueblo vencido, viendo los católicos españoles convertidas las iglesias en mezquitas y profanados por seres impíos los objetos más venerandos, apresuráronse á esconder entre las oquedades de las rocas y en los lugares más apartados y seguros las imágenes de María y las reliquias sagradas antes de que los hijos de Ismael se apoderaran de las aterradas poblaciones en que eran veneradas, hasta que el cielo dispusiera su aparición, pasado el rigor de tan terrible prueba. La capital del imperio godo, poseedora de insignes estátuas marianas y de inapreciables reliquias, no podía permanecer indiferente ante el avance de los fieros conquistadores que no iban á tardar mucho en ocuparla una vez franqueado el paso del Estrecho.

El Arcediano Urbano que gobernaba la iglesia primacial, viuda por la fuga del Arzobispo Sinderedo, deseando evitar las injuriosas pro

fanaciones que inevitablemente debían sufrir los objetos más venerandos del culto católico, tomó la preciosa Caja (1) de las innumerables reliquias, y dirigióse sin perder tiempo hacia las ásperas montañas de Asturias, donde ya por aquellos días habían empezado á reunirse los valientes españoles en torno de D. Pelayo, noble nieto de Chindasvinto, dispuestos á emprender aquella epopeya de ocho siglos que Ilamamos Reconquista, y en la cual, lo maravilloso en lo humano rayaría en lo imposible, sino fueran españoles los que combatían por su fe y por su patria. A imitación de Urbano, entre otros muchos cristianos, un fervoroso amante de la Reina del cielo, antes de ocultar sus riquezas, tomó á su cuidado la custodia de una de sus venerandas imágenes, y en busca de altísimos y escabrosos montes, de gargantas intransitables y peñascos de difícil acceso, tomó también como el piadoso Arcediano el camino de Monsagro; pero Dios dispuso que, al cruzar los sitios más agrestes de las montañas de León, dejando éstas á la izquierda, tomase las escabrosidades más inaccesibles de la sierra septentrional de Burgos, é internándose por el valle de Amoka hacia las cordilleras cantábricas, anduvo al azar algunos días trepando riscos y breñas espantables, buscando siempre un lugar á propósito, donde pudiera ocultar su preciosa carga, con probabilidades de que no sería descubierta y profanada de los crueles agarenos.

A este fin rogaba encarecidamente al Señor, se dignara ofrecerle el sitio que con tanto an

(1) Esta Caja, precioso relicario que encierra tan venerandas reliquias, se halla en la Cámara Santa que D. Alfonso el Casto mandó erigir para su custodia en la Catedral de Oviedo.

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