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helo buscaba, cuando llegó á la vertiente oriental de una escarpada montaña poco distante de Reinosa, en las primeras estribaciones de la cordillera ibérica, rodeada de sombrías colinas entre cuyos valles se desliza el Ebro que nace á corta distancia en las últimas depresiones de los pirineos cantábricos; entonces, guiado por luz del cielo llegó á la empinada falda de un monte que circuye en gran parte el caudaloso río, cubierto de espléndida y exhuberante vegetación, y descubriendo entre las oquedades. de un enorme peñasco, la angosta entrada á una tenebrosa cueva apenas franqueable por hallarse oculta entre la maleza y asperezas de aquella montaña desconocida, creyó ser aquel punto, lejos de toda vía de comunicación, de difícil acceso y hallado providencialmente, el más á propósito para ocultar en él aquel celestial tesoro, hasta que el cielo, enviando sobre España días mejores, facilitase los medios convenientes para que el pueblo fiel, ante el objeto de su tierna devoción, tributase á la Soberana Emperatriz del cielo, los religiosos cultos que

se merece.

No quedaron defraudados los deseos del noble godo; los añosos árboles y malezas silvestres que rodeaban aquella cavidad que la naturaleza había dejado abierta en la enorme roca, se extendieron formando un hermoso sudario de plantas aromáticas sobre aquellos peñascos, hasta tal punto, que, sin un milagro del cielo, no era posible descubrirlos ni dar con el rico tesoro que ocultaban en su seno.

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LEGÓ por fin la época término de la ominoIsa caŭtividad en que los islamitas hicieran gemir por largas centurias á la noble España; llegó el tiempo en que los victoriosos pendones cristianos habían de ondear sobre los muros y las almenas de aquellas ciudades moriscas, donde antes se alzara orgullosa la media luna: llegó también el día en que la excelsa Virgen, cuya veneranda efigie había estado oculta por tantos siglos en las escabrosas montañas de la Merindad de Campóo, iba á mostrar de un modo visible y portentoso cuán gratas le son las oraciones puras que llegan á su trono cual olorosa nube de aromático incienso que se eleva hacia el firmamento llenando el espacio de suavísimos perfumes.

Brilló sobre nuestro horizonte el sol de las misericordias divinas, y los sarracenos, impotentes en el campo de batalla, ahogaban su furor afligiendo á los cristianos cautivos en su poder con los tormentos más atroces que podía inspirarles su fantasía exaltada por una desmedida sed de venganza. Hasta el vértigo ico

noclasta parecía despertarse en los hijos de Ismael con nuevos bríos y más desconocida impiedad, sobre todo ensañándose bárbaramente en aquellas sagradas imágenes de la Reina del cielo, que, habiendo podido ser preservadas de una horrenda profanación en los primeros años de Muza y Abderrahman, venían siendo durante aquellos tiempos aciagos en demasía para los pobres mozárabes el sostén de su combatida virtud, como antes, mientras duró la dominación goda, habían recibido las tiernas confidéncias del corazón cristiano todo el homenaje del más respetuoso cariño que concebirse puede en un pecho español, mariano por antonomasia. Como en los primeros días en que nuestro infortunado país cayó en manos de los supersticiosos adoradores del falso profeta, fueron entregados al populacho soez, cual objetos de burla é irrisión, los hermosos simulacros de María, en tanto que sus venerandos templos conservados trabajosamente y á costa de mil sacrificios eran pasto de las llamas ó convertidos en mezquitas para satisfacer el odio esencialmente sectario de los agarenos.

Era tal el horror del fiero islamita para con la Santísima Virgen en aquellas circunstancias, que, cuando los portentos del cielo le impedían destrozar los divinos simulacros de la celestial Señora, ponía un empeño especial en borrar hasta el recuerdo de su dulcísimo nombre. ¡Cuántas veces misteriosamente arrojados lejos de la veneranda imagen sin serles posible afear aquel puro y bellísimo semblante, se sentían heridos con los rayos de su divina luz, que confundía sus creencias y patentizaba la gloria del Dios de los cristianos!... La divina Providencia, empero, no permitió que desaparecieran completamente aquellas portentosas efigies, y ante sus soberanos designios debían

malograrse todos los esfuerzos humanos. Así aconteció en efecto; pues aunque los árabes intentaron repetidas veces acabar con el recuerdo venerando de la Inmaculada Madre de Dios, siempre hubo cristianos bastante celosos para salvar de tan impías profanaciones los preciosos simulacros de María, multiplicando sus cuidados á proporción que redoblaban sus esfuerzos los viles secuaces de Mahoma.

Entre tanto, los hijos del desierto miraban acorralados dentro de sus poblaciones amuralladas cómo se iba mermando su dominio por la bravura de los bizarros españoles; veían sus moriscas medias lunas pisadas en la sangrienta lid, y contemplaban con dolor que el astro del Guadalete perdía su brillo, eclipsado por los rayos de otro astro que despuntaba refulgente en el horizonte del porvenir; ¡el astro de Granada!

Había sonado la hora en que debía ser reprimida la recia borrasca que por tantos siglos venía combatiendo á nuestra nacionalidad española. El cielo iba á disipar las formidables tempestades levantadas contra ella, á fin de que no pereciese entre nosotros la fulgente antorcha de la fe cristiana, como en las célebres iglesias de Alejandría y de Antioquía, de Nicea y de Cartago, de Inglaterra y de Suecia, reducidas á un escaso número de fieles que no han doblado su rodilla ante Baal.

La última esperanza de los muslines iba á desaparecer para siempre al ser enarbolados los victoriosos pendones cristrianos en la Torre del Homenaje, cuyas moriscas almenas dibujaban sugallarda silueta festoneada de caprichosos arabescos sobre las tranquilas corrientes del Genil, como más tarde debía perderse entre la candente brisa de las playas africanas el postrer suspiro de los moriscos andaluces.

Las montañas de la cordillera ibérica hacía mucho tiempo que se veían libres de la irritante presencia y envilecedora dominación de los hijos de Agar. Corría el año 1178: el cetro de Castilla lo empuñaba Alonso VIII, el destructor de la morisma en las Navas de Tolosa; Fernando II reinaba en León; y la Silla de San Pedro hallábase ocupada por el Papa Alejandro III. Iban á terminar los meses estivales y la tierra parecía conservar toda la belleza de sus majestuosas galas como en los primeros días de Mayo, después que el enfriamiento de los continentes ha permitido á los rayos del sol fecundizar las semillas y dar vitalidad á los gérmenes, á la vez que la densa atmósfera de vapor que la envolvía, ciñéndose en torno de los polos, dejaba penetrar efluvios de luz sobre las extensas vegas, las agrestes montañas y los turbulentos mares.

Era una de esas mañanas hermosas que, aun en medio de los calores del abrasador estío, recuerdan á veces la más encantadora primavera tendiendo sus perfumadas alas sobre los extensos valles y las laderas de las colinas, lo mismo que sobre las peladas cimas de los más elevados montes, mientras las plantas cubiertas de pintadas flores se mecen al impulso de suave brisa, contrastando admirablemente la dulce paz de aquellos días con el duro rigor de las pasadas escarchas de invierno, cuando un pastor de los Carabeos se hallaba apacentando una vacada entre las escabrosas sinuosidades de la vertiente oriental de Soma-Loma, cerca del caudaloso Ebro. Apesar del exquisito cuidado con que desempeñaba su oficio para que no se le extraviase alguna res entre las oquedades de las rocas, observó que uno de los toros separándose de la manada se dirigía hacia un matorral poco menos que infranqueable,

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