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de una manera tan rápida y violenta, que sin poderle contener no tardó mucho en perderle de vista. Al principio sólo creyó que el animal huía en busca de pasto más abundante, y llegó á confirmarse en esta opinión al observar que pasado algún tiempo volvía otra vez por el mismo camino sin ninguna dificultad: debió repetirse esta huída en varias ocasiones desapareciendo siempre la res por el mismo sitio; y movido de superior impulso, determinó averiguar la causa de aquel misterio.

Siguió un día el pastor la misma dirección que el toro había tomado, pero á pesar del gran cuidado con que se propuso descubrir las huellas del animal, no lo consiguió hasta después de mucho tiempo. Buscábale por entre aquellas asperezas que por momentos se iban revistiendo de cierto aire misterioso que llenaba de pavor al alma, aumentando la convicción cada vez más poderosa en su exaltada fantasía de que, á no ser un fantasma, no parecía posible haber penetrado por ellas la res, que había visto trepar ligera pocos momentos antes y desaparecer como una sombra fugitiva entre los espesos matorrales. Fatigado y sediento el pastor, sentóse sobre una roca para descansar un poco; mientras divertía su vista contemplando la espléndida y exuberante vegetación del monte en que se hallaba, oyó cerca de sí ese ruido parecido al que se produce en la espesura de un bosque al apartar las entrelazadas ramas de los árboles añosos para facilitar el paso, y el tenue crugir que producen las plantas silvestres al caer sobre ellas un cuerpo pesado.

Fijó su atención, y á los pocos pasos descubrió al toro en cuya busca iba, dobladas las piernas delanteras en actitud de adoración como si estuviera delante de un ser invisible, y

Las montañas de la cordillera ibérica hacía mucho tiempo que se veían libres de la irritante presencia y envilecedora dominación de los hijos de Agar. Corría el año 1178: el cetro de Castilla lo empuñaba Alonso VIII, el destructor de la morisma en las Navas de Tolosa; Fernando II reinaba en León; y la Silla de San Pedro hallábase ocupada por el Papa Alejandro III. Iban á terminar los meses estivales y la tierra parecía conservar toda la belleza de sus majestuosas galas como en los primeros días de Mayo, después que el enfriamiento de los continentes ha permitido á los rayos del sol fecundizar las semillas y dar vitalidad á los gérmenes, á la vez que la densa atmósfera de vapor que la envolvía, ciñéndose en torno de los polos, dejaba penetrar efluvios de luz sobre las extensas vegas, las agrestes montañas y los turbulentos mares.

Era una de esas mañanas hermosas que, aun en medio de los calores del abrasador estío, recuerdan á veces la más encantadora primavera tendiendo sus perfumadas alas sobre los extensos valles y las laderas de las colinas, lo mismo que sobre las peladas cimas de los más elevados montes, mientras las plantas cubiertas de pintadas flores se mecen al impulso de suave brisa, contrastando admirablemente la dulce paz de aquellos días con el duro rigor de las pasadas escarchas de invierno, cuando un pastor de los Carabeos se hallaba apacentando una vacada entre las escabrosas sinuosidades de la vertiente oriental de Soma-Loma, cerca del caudaloso Ebro. Apesar del exquisito cuidado con que desempeñaba su oficio para que no se le extraviase alguna res entre las oquedades de las rocas, observó que uno de los toros separándose de la manada se dirigía hacia un matorral poco menos que infranqueable,

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El pastor retrocedió algunos pasos sin saber cómo explicarse aquel prodigio, pero pasados los primeros momentos de admiración y pasmo, se halló sumergido en los rayos de una luz, sin comparación más brillante que la del sol, que le atraía con suavidad inefable hacia el interior de la gruta, para admirar aquel foco de portentosos resplandores, en donde tuvo la dicha de ver, procedían de una imagen de María que le miraba con amor y dulzura incomparables.

¡Oh cuán grata, cuán dulce, cuán inefable sería la visión que las castas miradas de aquel hombre sencillo contemplaron, para delicia de su alma y agradable solaz de su inocente corazón! Ver aquella hermosísima efigie de la Madre de Dios, colocada allí entre las oquedades de la roca, como en una antecámara del cielo; contemplar aquellos ojos purísimos que le miraban con ternura, percibir el suave movimiento de aquellos labios que le sonreían con maternal bondad, y morir al punto, hubiera sido la felicidad más colmada del afortunado pastor. ¿Cómo expresar los encendidos afectos de su enamorado pecho, cuando fijase sus miradas en la peregrina hermosura y celestial belleza de aquella divina Pastora que él amaba tanto, que era su constante idea, su perpétuo pensamiento, su sueño arrebatador? ¡Gozaba tanto ante aquella bellísima imagen de la Reina de las vírgenes, de aquella divina Señora á la que él mismo se complacía en llamar su Madre!....

CAPÍTULO VI.

LAS TRASLACIONES MILAGROSAS.

LEGRE el venturoso pastor con el hallazgo de tan feliz tesoro, después de haber ofrecido su corazón á los pies de la imagen sagrada de María, y abrigando en su pecho toda la ventura de que un hombre puede ser capaz en este mundo, dirigióse lleno de gozo á los Carabeos, preocupados sus sentidos de una suma alegría que le impedía hablar, al verse elegido por el cielo para ser el paraninfo del milagroso suceso que la divina Piedad pusiera delante de sus ojos.

Sin pensar en el ganado que quedaba vagando por el monte, rápido como una flecha, se apartó del celestial tesoro dejando depositado en él su afectuoso corazón. El celo por la gloria de la Reina de los cielos conducía sus pasos; y ¿quién cuenta las horas ni repara en obstáculos cuando siente que ese celo bendito y salvador abrasa su pecho y llena de inefables consuelos su alma!....

Llegó al pueblo afortunado en cuyo término se había realizado la portentosa aparición, y tan poseído se hallaba del asombro que no

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