Imágenes de páginas
PDF
EPUB

pasar una excelente noche en aquel sitio bien hechor, comenzaba de nuevo á galopar, sin detenerme hasta San Pablo, donde despedí la berlina.

Una vez en San Pablo, presenté mis cartas de recomendacion á los Sres. Silveira da Motta, Baron, de Iguape, Marquesa de Santos, Condesa de Iguazú, y á los jóvenes Alburquerques, que entonces estudiaban allí. Ninguna de estas personas, las más importantes de la localidad, queria creer que yo estuviese apénas convalecido de tan grave dolencia, y todas ellas se esmeraron á porfía en obsequiarme y distraerme con frecuentes excursiones á Icú y Sorocaba, con agradables reuniones por las noches, no escaseando, en fin, medio alguno de complacerme, y haciéndome dar por bien empleado el padecimiento que allí me habia conducido y hecho entrar en relaciones con amigos tan distinguidos, cariñosos y solícitos, cuyo recuerdo querido conservaré con gratitud indeleble mientras dure mi vida.

Terminado mi restablecimiento, hube de regresar á Santos, y ensanchadas allí mis relaciones comerciales, logré realizar negocios provechosos. Mas, conocida ya aquella plaza, así como las de Rio-Grande, Santa Catalina y Parnaguá, vínome el deseo de conocer igualmente las del Norte, á cuyo fin, provisto de buenas recomendaciones, fuí recorriendo Bahía, Pernambuco, Pará y Maranhon, y áun me extendí por el Amazonas hasta Santarem, regresando luégo á Rio-Janeiro, con el propósito de no moverme ya de allí. Dediquéme de nuevo con ardor á los negocios, y el primero que llevé á cabo fué la compra de todos los enseres de una fábrica de cola, que revendí luégo con razonable ganancia. Valiéndome despues de las relaciones que te

nía en las legaciones de Francia é Inglaterra, fuíme con Mr. Grime á la costa, en las inmediaciones de Campos, y compré allí en 2.800 duros dos buques perdidos con todo su cargamento en los bajos de Santo Tomé, teniendo la suerte de salvar hasta el forro de cobre de los cascos. Verdad es que no cabe ponderar cuánto hube de trabajar para lograrlo, ayudado por cuarenta hombres, en aquella costa desierta y semisalvaje, viviendo casi todo el dia dentro del agua, y no pudiendo apenas abrir la boca para respirar, sin sentirla llena de arena, cuyos granos se adherian de tal modo, que me veia obligado á masticarlos al tomar cualquier alimento. Concluido al fin lo más penoso de este trabajo, dirigíme al convento de San Benito de Campos, cuyo superior, el P. Rogerio, no sólo me trató á cuerpo de rey durante tres dias, sino que me facilitó cuarenta carretas y me ofreció cerca de mil esclavos de ambos sexos, caso de que me fuesen necesarios. Embarcado, en fin, todo mi salvamento en San Juan de la Barra, volvíme á Rio-Janeiro, creyendo ya esta vez que de allí no habria de salir más.

⚫ Alquilé un escritorio en la rua do Hospicio, tomando para vivir la casa de la Condesa de Sarapuí, en Botafogo, y durante dos años trabajé sin cesar con bastante éxito. Ocho horas del dia dedicaba á los negocios, y el resto lo pasaba siempre en casa rodeado de amigos, de artistas y dilettantis distinguidos, tales como Sivorí, Robbio, Wallace, Miss Stupings, Winen y su graciosa señora, Carrozzi, Marotta, y otros. Aquella reunion casi cuotidiana constituia á la playa situada frente á mi casa en punto de reunion de los habitantes de Botafogo, allí congregados para escuchar la deliciosa música ejecutada por los artistas más notables que existian en Rio-Janeiro.

Eran aquellos dos años los primeros felices de mi vida, contribuyendo á ello, no solamente la sociedad de tan buenos amigos, sino la aficion que muchos de ellos tenian á los cuadros de paisaje, de los que yo mismo pinté varios, viéndoseme casi todos los domingos amanecer, acompañado de dos alemanes, aficionados como yo, en la cumbre de algun cerro, donde generalmente pasábamos el dia, haciendo al efecto un escote. Aquellos agradables ratos tuvieron no poca parte en el cariño que tomé á un país, al que por otros muchos conceptos tengo tambien no poco que agradecer.

Echaba, sin embargo, muy de ménos á mi familia, á la que no habia vuelto á ver desde que huí de Buenos-Aires, siendo infructuosas hasta entonces cuantas tentativas habia hecho para sacar de allí y traer á mi lado á mi esposa é hija. Por fin, y al cabo de cuatro años y nueve meses de ausencia, logré mi deseo, hice en seguida tambien venir de España á mi padre, y rodeado de seres para mí tan queridos, túveme ya por el más feliz de los mortales.

Pronto, sin embargo, habia de empañarse aquel cielo sin nubes habia yo comprado un magnífico buque, el Regina Hill, construido recientemente en los Estados-Unidos, y al que cambié este nombre por el de La Angelita, que era el de mi hija mayor. Pues bien, aquel bajel, en que yo cifraba mil lisonjeras esperanzas, al hacer su primer viaje al Rio de la Plata, perdióse con otros treinta en el Buceo, el 7 de Mayo de 1851, y con él se hundió mi fortuna toda. Dióme de repente esta noticia, en la rua Direita, un Sr. Anitúa, á quien áun tuve serenidad bastante para convidar á vino y pasteles, cual si fuera digna de albricias y regocijo.

Lleno de resignacion y apelando á todo mi valor У actividad, en término de cuatro meses hube liquidado todos mis negocios y vendido para pagar cuanto poseia, y me embarqué para Montevideo, llevando conmigo á mi señora, á la sazon en cinta, á mi padre, mi hija, mi suegra, mi fiel negro Pablo, y por todos recursos para tan numerosa familia el pasaje pagado, cien duros de capital y una carta de D. José Romaguera á D. Jaime Cruzet para que, en caso de necesidad, me facilitase otros quinientos pesos.

A mi llegada á Montevideo, el general Pozolo, antiguo y fiel amigo de mi carrera política y militar, acogióme con los brazos abiertos é hizo que me hospedase en su casa con toda mi familia; al siguiente dia monté á caballo, y corriendo al alcance del Conde de Caxias, que marchaba en direccion á la Colonia, conseguí que allí se firmase en mi favor el contrato de abastecimiento del ejército brasilero. Quince dias despues y gracias á la Providencia, yo, poco ántes arruinado, recibia del Sr. Buschental, por conducto del mismo general Pozolo, una oferta de mil onzas de oro por una firma con la cual cediese las dos terceras partes de aquel contrato. No contaba yo aún con un solo real para emprender el negocio, si bien la casa de German da Costa, hermanos, me habia ofrecido los medios para llevarlo á cabo, aunque sin compromiso alguno escrito. Rehusé, sin embargo, la oferta de Buschental, no queriendo faltar á mi primera palabra, y cumpliendo la suya los da Costa, púseme de seguido en campaña.

En ocho dias tan sólo, organicé el servicio para las fuerzas que estaban en la costa de Santa Lucía, como tambien el de las que acampaban en la Colonia, y subiendo con tres buques el Paraná, acudí á aprovisionar el cuerpo que á las

órdenes del general Urquiza marchaba á combatir á Rosas, y seguíle hasta el Arroyo del Medio, viniendo en seguida por la costa con el fin de proporcionar nuevos recursos á aquellas tropas. Atroz fué aquella marcha, y penas indecibles hubo de costarme cumplir mi cometido; pero al fin nada faltó á aquella division, con la cual asistí á la batalla de Monte Casero. Al dia siguiente de ésta logré desembarcar nuevos víveres en Palermo, suministrando cuantos hicieron falta, y ántes de llegar la noche entraba yo mismo en Buenos-Aires, estando aún en la plaza las fuerzas de Rosas.

Regresé satisfecho á Montevideo, á los pocos dias y allí supe que mis socios se habian dejado arrebatar la contrata por un tal Ferreiriña, y cuando contaba segura una ganancia de cuarenta mil pesos, tocáronme sólo seis mil, parte de los cuales estaban ya gastados. Fué aquélla acaso la primera y única vez de mi vida en que de tal modo me afecté, que hube de creer me volvia loco. Hicieron mis socios la liquidacion como bien les pareció, y hasta me entregaron en pago recibos ya cobrados, que fueron causa de que más de una vez pusiese mi cara en vergüenza. Verdad es que cuando firmé la tal liquidacion, no supe lo que me

hacia.

Entregué á mi familia todo el dinero que me restaba, y enviándola á Buenos-Aires, quedé solo y por todo capital con una máquina de picar tabaco, que habia cedido en RioJaneiro á mi amigo Domingo Veracierto, con más quinientos duros para empezar el trabajo, quien, temeroso de perder aquellos recursos, habíalo todo depositado en casa de D. Manuel José Eneas, de la plaza de Montevideo. Agarréme con fe á mi máquina, hícela colocar en una cochera y comencé personalmente á trabajar en ella. Y con

« AnteriorContinuar »