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da al cuidado del esposo como del único ser que le interesára en la tierra, y como si no tuviese unas hijas queridas cuya suerte la traia zozobrosa, la reina Cristina era una de esas figuras sublimes, de esos tipos angelicales de cuya realidad dudan las almas comumes, creyendo que solo la poesía las puede inventar. Acaso á Fernando, que todavía notaba aquella solicitud admirable, afligia en aquellos momentos más que á ella misma el presentimiento de la horfandad en que quedarian sus tiernas hijas, y cuál seria su suerte en medio de las pasiones de sus ya pronunciados enemigos. Porque enemigos eran casi todos los que á la sazon circundaban aquel trono que parecia tan próximo á vacar. El 17 (setiembre, 1832) los médicos, la régia esposa, todos desesperaban ya de salvar á Fernando.

¡Qué momentos tan terribles aquellos para la angustiada reina! Sin confianza en nadie, ni aun en la guardia del mismo palacio, sola y abandonada al lado de un esposo y de un padre moribundo, asaltando á su imaginacion el triste porvenir de sus dos desvalidas niñas........! En tál turbacion, de acuerdo en lo posible con Fernando, llama al ministro Calomarde, y le pregunta qué providencias deberian adoptarse para el caso en que el rey en una de aquellas mortales congojas exhalase el último suspiro. El ministro le responde, que el reino se pronunciaría en favor de don Cárlos, porque los doscientos mil realistas armados, y

aun el ejército, le amaban, y que el único medio de poder acaso sostener la sucesion directa seria interesar al príncipe dándole participacion en el poder. Lo mismo confirmó el obispo de Leon. Todo en aquei conflicto era aceptado. El ministro de Estado, conde de la Alcudia, recibió la mision de presentar á don Cárlos un decreto firmado por el rey, autorizando á la reina para el despacho de los negocios durante su enfermedad, y al infante en calidad de consejero de la misma. Poco era esto para quien confiaba en empuñar el cetro por derecho divino. Don Carlos se negó en pocas palabras á semejante acomodamiento. Tampoco dió respuesta más favorable á otra proposicion que después se le hizo de ejercer la regencia del reino, en union y á la par con la reina, siempre que empeñase su palabra de sostener los derechos de la infanta Isabel. Mal conocian lo que es la ambicion sostenida por el fanatismo los que táles transacciones proponian y llevaban (").

Creció aquella noche el peligro del rey, y creció con él la tribulacion de la reina, que apenas tenia á quién volver los ojos. La familia real, los ministros, los consejeros, el cuerpo diplomático, todos, con pocas

(1) La respuesta de don Cárlos á esta segunda proposicion parece que fué: «Mi conciencia y mi honor no me permiten dejar de sostener los derechos legítimos que Dios me concedió cuando fué su santa voluntad que naciese.» Palabras, dice un es

critor contemporáneo, que pronunciadas por un príncipe de tál pertinacia, y repetidas después por quien las habia escuchado con júbilo, desvanecieron luego la esperanza que aun tenian algunos de acomodamiento.

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escepciones, favorecian la tendencia de los carlistas, y en el cuarto de don Cárlos andaba un movimiento, en que se revelaba la confianza y no podia disfrazarse el alborozo. Calomarde, el conde de la Alcudia Ꭹ el obispo de Leon, hechura del primero, pintaron con colores táles á los augustos consortes los peligros que correrían la reina y sus tiernas hijas, si no se derogaba la Pragmática-sancion, y la guerra que de otro modo se encenderia en la nacion, que Cristina hubo de esclamar: «Pues bien, que España sea feliz, y disfrute tranquila de órden y de paz.» Fernando con apagada voz y la razon casi turbada, tembló tambien, y accedió á las indicaciones de sus consejeros, y firmó con trémula mano (18 de setiembre, 1832) un codicilo en forma de decreto que le presentaron, en que se decia: «Que haciendo este sacrificio á la tranqui»lidad de la nacion española, derogaba la Pragmática»sancion de 19 de marzo de 1830, decretada por su » augusto padre á peticion de las Córtes de 1789, y > revocaba sus disposiciones testamentarias en la par» te que hablaban de la regencia y gobierno de la mo»narquía. Y se mandó guardar sobre ello completo sigilo. Los carlistas habian triunfado: los vencidos eran una jóven atribulada de pena, y un moribundo con las facultades mentales perturbadas.

Un letargo parecido á la muerte sobrevino á Fernando. Tuviéronle por muerto sus consejeros, y suponiéndose ya relevados de guardar sigilo, mandaron

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á

que se publicára el decreto. Pero el ministro de la Guerra marqués de Zambrano, y el consejero don José María Puig, negáronse á autorizar la publicacion mientras no les constase de un modo auténtico la muerte del rey. Por todo atropelló la impaciencia de los vencedores, y facilitando algunas copias manuscritas, fijáronse en varios sitios públicos de la Córte, donde cundió rápidamente la voz de que el rey habia muerto. No era estraño, porque se difundió tambien en el mismo Real sitio. Los palaciegos saludaban ya don Cárlos con el tratamiento de Majestad. Su esposa doña María Francisca, el obispo de Leon su confidenla princesa de Beira y otros personajes de su bando, se felicitaban mútuamente saboreándose con la victoria. Calomarde paseaba cavíloso y meditabundo, ni del todo satisfecho de su anterior conducta con don Cárlos, ni tranquila su conciencia de su proceder de ahora con Cristina, é inquieto y receloso sobre su porvenir. Y la bella Cristina, considerándose viuda y sin arrimo, y sus inocentes hijas huérfanas y sin amparo, preparábase á abandonar aquella mansion de dolor, de amarguras y de tristes desengaños, y á dejar un país donde en vez del sólio que la naturaleza Ꭹ el derecho habian destinado á su hija, solo la esperaban los sinsabores con que la usurpacion triunfante mortifica la justicia escarnecida.

Pero el rey no habia muerto. La Providencia, que con misteriosa sabiduría dirige desde lo alto la mar

cha de la humanidad y los destinos de los reyes y de los pueblos, quiso que el príncipe sobre cuya creida muerte se habian fundado tan inmoderadas é injustas alegrías, presentára síntomas de un inesperado alivio, y que fuera recobrando y despejándose su razon. Fuéronse sabiendo tambien los manejos empleados en aquella terrible crísis por el bando realista. Varios jóvenes de la nobleza, movidos por un impulso generoso en favor de la justicia, de la belleza y de la inocencia, ofrecen á la jóven reina sus corazones y sus brazos. Cristina respira. Al propio tiempo su hermana doña Luisa Carlota con su esposo el infante don Francisco, noticiosos de los sucesos de San Ildefonso, han partitido apresuradamente de la bahía de Cádiz donde se hallaban, y con prodigiosa rapidez han volado á Madrid, al palacio de la Granja, al lado de Cristina, á la cabecera del monarca doliente. La aparicion de la infanta Carlota en la régia cámara de San Ildefonso (22 de setiembre, 1832), es la aurora del consuelo para unos, el rayo aterrador para otros.

Señora de ánimo esforzado la infanta Carlota, vehemente en el sentir, amiga de la justicia, amante de su hermana, rival y aun enemiga en política de la mujer de don Cárlos, informada de todo lo ocurrido, reconviene cariñosamente á su hermana por la debilidad de haberse dejado aterrar por el artificio de sus enemigos, se llega á la cabecera del rey, á quien encuentra ya con su razon recobrada, aunque no fuera

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