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inmensa poblacion flotante, suavemente mecida por las pacificas ondas: los buques iban perfectamente abastecidos de víveres y municiones, llevando á su bordo entusiastas y aguerridos soldados.

Los almirantes Pedro de Valdés y Miguel Oquendo. éste con la divisa de Guipúzcoa y aquel con la de Andalucía, formaban respectivamente las alas derecha é izquierda; iba en el centro el duque de Medinasidonia asistido de un consejo en el que figuraban los almirantes Antonio Menendez Valdés, Juan Martinez de Rocaldio, Diego Florez de Valdés, Diego Pimentel, Alonso de Leyna, Diego Maldonado, Jorge Manrique, y otros renombrados capitanes, que el rey habia designado para que se consultara su opinion en todos los casos árduos.

Favorecidos por un tiempo bonancible, llegan en breve á las costas inglesas, donde quedan absortos los enemigos al contemplar tan formidable armamento: era ya tiempo de obrar; reune el duque su consejo; Pedro Valdès, Leyba, Pimentel y otros, opinan que debe acometerse á Plimouth, donde la escuadra podria encontrar seguridad y abrigo en caso necesario; batir ó quemar una flota inglesa que en él estaba, llamar allí la atencion y fuerza de los enemigos, facilitando de este modo la union con el duque de Parma, que al frente de 26.000 infantes y 4.000 caballos esperaba en Dunquerke, para atacar en seguida á Lóndres. El duque, Oquendo y otros decian, que debian cumplirse las órdenes dei rey, dando fondo en Calais, donde se les reuniria Farnesio, é inmediatamente subir por el Támesis y ocupar la capital: no se vino por el pronto á un acuerdo decisivo, que la súbita aparicion de la escuadra inglesa, disolvió el consejo para atender á las necesidades apremiantes y del momento.

Era esta inferior en número y fuerza, aunque nos llevaba ventaja por la ligereza de sus naves; desde luego las españolas largaron pabellon proponiéndola el combate, que no quisieron aceptar manteniéndose á una prudente distancia, con el fin de apresar algunos buques, que por su mal andar se separaban del resto de la flota. El tiempo, que hasta

entonces y durante toda la travesia se habia mantenido sereno, cambia de repente levantándose un furioso huracan; á su favor cañonean impunemente los ingleses á una parte de la armada española: embravécese el mar, crece la tempestad y acercase sombría y tenebrosa noche; ya no se piensa en la forma y manera de atacar, sino en salvarse del inminente riesgo, que con furia amenazan los desencadenados elementos: para colmo de males se incendia el navio que montaba Oquendo; Pedro de Valdès y otros capitanes corren prontamente en su auxilio, con-iguiendo salvar la vida del almirante y algunos caudales; el navio de Valdés choca con otro, quedando desarbolado y en imposibilidad de seguir á la armada; al siguiente dia se mira cercado de enemigos; Drake le intima la rendicion, Valdés pide capitular, y se bate denodadamente hasta que por fin harto ma! tratado el buque y sin la menor esperanza de socorro, reune su consejo que decide rendirse, no sin espresar antes al alinirante inglès, que en su triste suerte les acompañaba el consuelo de ponerse en manos de un tan distinguido general. A estos sentimientos correspondió Drake, dispensando á sus prisioneros un trato afectuoso y benèvolo, llevándoles á Plimouth, donde fué muy celebrada esta presa, considerándola como un gran triunfo.

Convencidos los ingleses de su inminente derrota, caso de empeñarse general combate, prudentemente lo evitaron, procurando tan solo capturar las naves rezagadas: bien atrás se quedó la que inontaba Rocaldio, pero este hábil marino se defendió con firmeza, dando lugar á que el duque de Medinasidonia se acercara con la capitana en su socorro; estos dos solos navios hicieron tan vivo fuego contra una gran parte de la flota inglesa, que ésta creyó conveniente retirarse, con no mucha honra de su pabellon. Continuó la de España sin ser inquietaada hasta cerca de Dunquerke, donde sobrevino una calma que le obligó á tender anclas, impidiéndola acercarse mas á esta plaza; operacion que imitó la inglesa, manteniéndose ambas inmóviles;el duque de Medinasidonia avisa al de Parma su proximidad, y que le aguarda con urgencia, para cumplir las órdenes

del rey; contesta que no siendo batida primero ó alejáda la escuadra holandesa, que bloqueaba los puertos de Dunquerke y Nieport, no podia salir sin evidente riesgo de poner al arbitrio de los enemigos su lucido y valiente ejército, aña liendo que sería temeridad reprensible cruzar delante de estos en unos barcos chatos, fabricados solo para trasportes y no para combate.

El cielo que habia vuelto á mostrarse claro y despejado, comienza a encapotarse de nuevo dibujándose en el espacio grandes y siniestros nubarrones; la violencia del viento aumenta y el mar empieza á alterarse; son señales de una próxima y furiosa tempestad: todos se dán prisa á evitar sus efectos, apartandose los españoles de las costas enemigas, y retirándose á sus puertos los ingleses; al hacerlo estos. despiden ocho brulotes incendiarios que tenian á prevencion, los cuales impélidos por el ahuracanado y favorable viento marchan en direccion de las naves españolas, sus tripulantes en vista de la inminencia del peligro acaban de levar anclas, pican cables, y procuran apartarse de las infernales máquinas: parecía que los elementos todos se annaban en contra de la Invencible: los vientos la arrojan contra los peñascos y hechos pedazos los navios, mueren los tripulantes sepultados en las olas y los que de ellas escapan, á manos de los habitantes... ¡noche terrible!... con sus sombras crece la confusion y el estrago. El dia siguiente se presentó oscuro, una espesa niebla impedia que ri aun sobre cubierta se distinguiesen los objetos... e tonces separados, solos, errantes, sin gobierno, naufragan unos en las costas de Escocia, otros en las de Irlanda. Pimentel y Toledo se encuentran solos en medio de los enemigos y batidos por estos al par que por la tempestad, se defendieron con tanto teson, que se mantuvo indecisa la victoria hasta que una furiosa ráfaga les arrojó sobre bancos de arena, donde Toledo y los suvos naufragaro, viéndose Pimentel por esta causa precisado á rendirse: la galera de Nápoles, que mandaba D. Diego de Moncada, se fué á pique cerca de Calais, pereciendo en el naufragio todos sus tripulantes.

El almirante Rocaldio con catorce navíos que le siguieron, fué arrastrado por los vientos hasta las costas de Irlanda, algunos sin timon ni velas; otros sin mástiles y abiertos: lejos de recibir estos náufragos los humanitarios socorros que en tales casos se dispensan, fueron víctimas de la feroz barbarie de aquellos naturales y ¡cosa estraña! hasta los católicos que debieran recibirles como amigos, puesto que habian tenido gran parte en la empresa contra Inglaterra, que hacia largo tiempo solicitaban, se ensañaron como fieras en los abatidos é inermes españoles. Richard Binghan señor de un castillejo sobre aquella playa, hizo degollar cuantos náufragos cayeron en su poder. Fueron muchísimos los bajeles y tripulaciones que se perdieron, señalándose entre los marinos de mas distincion á Alonso de Leyna general; de la escuadra de Sicilia; Diego Florez de Valdés, Diego Maldonado, Francisco Benavides, Tomás Perrenol y otros muchos caballeros. Rara fué la casa que en España dejó de arrastrar luto, que en tal catástrofe pocas fueron las familias que no lloraron la pérdida de un padre, de un hijo ó de un esposo. Rocaldio despues de arrojar al mar caballos, cañones y bastimentos arribó á Santander á cuyo puerto consiguió llegar igualmente Oquendo, ambos en el mas deplorable estado: estos fueron los únicos restos que consiguieron salvarse de aquella inmensa flota, que dos meses antes ostentaba su poderío y el de España, al cruzar el Occéano en demanda de Inglaterra.

El duque de Medinasidonia, que habia entrado tambien en Santander, envió de seguida á la córte al almirante Antonio Menendez Valdés, para enterar al monarca del inmenso desastre de su armada. Valdés, rudo marino, alma templada en el sufrimiento, y cuyo valor habia probado en cien combates, apenas pudo referir al rey entre lágrimas y congojas el motivo triste de su mision. Entonces fué cuando Felipe II, sereno pero sin altivez, pronunció aquella célebre frase que dejamos atras reproducida, y que trasmitida por la historia ha conseguido los aplausos de la posteridad.

El almirante Antonio Menendez Valdés poseido de profunda melancolia y acometido de una lenta calentura, falleció en Madrid en los últimos dias de Diciembre, del mismo año de 1588.

D. PEDRO DE VALDÉS; caballero de Santiago, comendador de Oreja y alferez mayor de dicha órden, á quien hemos visto figurar en la espedicion contra Inglaterra; almirante de la escuadra de las Indias en tiempo de Felipe II, sirvió con el mas acreditado valor, llegando por solo sus merecimientos, á la alta graduacion de general de mar y tierra. Desempeñó asimismo los cargos de capitan general del reino de Andalucia, gobernador y capitan general de la isla de Cuba, durante cuyo mando, hizo construir en la Habana el famoso castillo del Morro; tomó parte en las guerras de Flandes, y por último fué general de la armada que desde el puerto de Lisboa salió á conquistar las Terceras y la Florida. Despues de su vuelta de Inglaterra, vivió aun muchos años en su retiro de Gijon, donde murió cargado de laureles en el de 1614.

JUAN GONZALEZ CORNELLANA; Almirante; sirvió con gloria á las órdenes del marqués de Santa Cruz, y se encontró en el gran combate ganado por la escuadra española á la portuguesa, en que fué herido: achacoso y viejo se retiró á Gijon, donde falleció, siendo enterrado en la iglesia parroquial de Roces y en el mismo sepulcro que su primo D. Pedro de Valdés.

Tambien florecieron por este tiempo los almirantes Diego de Valdés, de Fresno y Juan de Valdés, de Somonte. personas del mayor lustre y distincion, que prestaron á la patria señalados y distinguidos servicios.

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