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quiere lugar preferente y porque se refieren à uno de los pocos problemas del derecho penal positivo en que toma parte la opinión general y en que, por convinción ó por sentimien. to, todos tienen formado juicio y están en disposición de pronunciar su laudo. Y ya que de las condenas hablo haré algunas indicaciones acerca de la oportunidad, la justificación y la conveniencia de la sujeción á la vigilancia de la autoridad como pena ó como secuela y condición del castigo impuesto. En el terreno de los principios hay que confesar que no está demostrada su ilegitimidad. No es más opuesta á las libertades individuales que la Constitución reconoce y consagra que otra pena cualquiera. Algunas legislaciones contemporáneas la establecen y no cabe lógicamente condenarla si se tiene en cuenta que las corrientes modernas van quitando á los antiguos sistemas el carácter exclusivamente represivo atribuído á la ley penal para imprimirle una dirección más defensiva del orden social y dar entrada á la prevención en proporción y cuantía que no desnaturalice la indole de la función punitiva.

La sujeción á la vigilancia, en sí misma considerada, no es más que una limitación de la libertad que, en cuanto al penado, no transciende más allá de la obligación de presentarse periódicamente donde se le designe y de participar sus cambios de domicilio y de residencia. Habría de circunscribirse además á cierta clase de delincuentes: à aquellos que por sus antecedentes penales ó por las circunstancias del hecho criminoso de que se hicieron reos inspiraran fundada desconfianza de corrección y debiera entenderse que podían consti tuir una amenaza y un peligro para la seguridad de cosas y personas. Está bien; pero, entre nosotros, esa medida de policía tiene precedentes que la hacen odiosa, y la opinión públi ca la recibiría de fijo con repugnancia, porque su cumplimiento sale de la esfera judicial para entrar en la gubernativa, quedando encomendada à un organismo policíaco que, aun cuando haya mejorado notablemente en los grandes centros

de población, ó está rudimentariamente organizado en el resto de España, ó no lo está de ninguna manera, con lo cual se daría margen á que se supusiera que se abría la puerta á la vejación, á la arbitrariedad y al abuso.

Además, esa pena de sujeción á la vigilancia de la autoridad, aun cuando sea un resorte para prevenir atentados contra el derecho, se concilia difícilmente con la idea de justicia y con el respeto á la personalidad del ciudadano que ha liquidado su cuenta con la sociedad y con el perjudicado por el delito, una vez cumplido el castigo que la ley y el tribunal le impusieron. La vigilancia posterior es un sello infamante que in. habilita al que es objeto de ella y le señala como un ser peligroso y de contacto vitando, con lo que se estorba é impide, dada la sequedad egoísta de la condición humana, que entre en la normalidad de la vida para adquirir trabajo y para la honrada realización de los fines à que aspira. Y ved por esta ligera indicación como lo que se cree un recurso previsor y una medida de seguridad, podría convertirse en causa de recaída en el crimen por la necesidad de procurarse el sustento y por la natural reacción contra procedimientos depresivos y vejatorios. Más justo, más previsor y, sobre todo, más cristiano es dar impulso à las sociedades de protección, à los patronatos de presos y de libertos, á las instituciones filantrópicas que eduquen y amparen, que regeneren y rediman llenando los vacíos de la ignorancia y estimulando y fortaleciendo á los caídos para hacerles practicable la senda de la virtud y del bien.

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Rechazado unánimemente por la opinión el sistema de penas que en la actualidad rige, tanto respecto á su número como á su calidad y graduación, bien se puede asegurar que la reforma en eɛa parte del Código, con las orientaciones que acabo de insinuar, es la más urgente y la más universalmente sentida de las necesidades.

Tuvieran los propósitos del Gobierno ese solo objeto, y la grandeza y la bondad del empeño prestaría alientos para proseguir en su ejecución; pero no era posible circunscribir á esos límites el enunciado de la reforma si se fija la atención en que ya en la remota fecha que hace poco he citado, el actual señor Presidente del Consejo de Ministros exponía que era un compromiso de Gobierno la total reforma del Código penal, porque así lo exigían las mudanzas políticas y constitucionales y los progresos científicos y técnicos que entonces nos separaban dəl período de su promulgación, aparte de reclamarlo la reforma parcial de 1876, seguida por cierto de otras varias más profundas y transcendentales que con posterioridad se han intro. ducido en el aludido texto.

No soy, pues, más que el continuador de la obra iniciada por el Jefe del Gobierno, aun cuando vosotros y yo hayamos de lamentar que me sea dado poner en ella los soberanos talentos y las esclarecidas dotes que à aquél adornan; y esa obra, por tanto, no ha de tener, en lo que de mí dependa, otra di rección que la que aquél la imprimió: ausencia completa de todo espíritu de escuela y de parcialidad; aproximación, en cuanto las circunstancias de historia y raza lo permitan, á los Códigos de las naciones que marchan á la cabeza de la civili. zación; afirmación de las libertades públicas é individuales, con las precisas garantías para el orden moral y material, como requisito indispensable para el desenvolvimiento de todas las actividades y la seguridad de todos los intereses; en una palabra, una obra nacional digna del estado de cultura en que ambicionamos vivir.

Con ese punto de partida, habrá de darse al concepto del delito un mayor y más vivo acento espiritualista, atenuando el predominio del elemento objetivo de que hoy se resiente y que produce la impunidad en casos de marcado carácter criminal que deben ser castigados no sólo en mérito à la perversa intención del agente, sino al contenido de la acción que ejecuta, que lleva en sí virtualidad dañosa aun cuando el daño

no sea concomitante ni materialmente tangible en el momento de realizarse el hecho. Me refiero, como habréis adivinado, á la definición de la tentativa de la que hoy queda excluído el acto criminal que, contra la voluntad y la previsión de su autor, resulta frustrado por la ineficacia, total o parcial, del medio empleado. Es éste, sin duda, un defecto de redacción, pero que quita al precepto sentido ético y conduce à consecuencias que debemos creer no precavió el legislador, de las que se encuentran dolorosos ejemplos en la jurisprudencia del Tribunal Supremo. A esa impunidad injusta, que lesiona el derecho y atenta á la seguridad de que la ley penal ha de ser escudo y sostén, se trató de poner remedio en otros proyectos y se pondrá en el que ahora está en vías de ultimarse.

Lo tendrá de igual manera la deficiencia que se advierte en las categorías de la responsabilidad por participación en el hecho punible. Aparte de la rectificación de detalles en la enumeración que el Código vigente hace de los autores, hay que suplir una omisión que no pocas veces habrá mortificado vuestra conciencia de juzgadores.

Una de las formas de esa responsabilidad es la inducción. No diré si fué del todo feliz el concepto que de los inductores escribió el Código de 1870, pero no hay inconveniente en que diga, por haberme tocado discutirlo y tratarlo para fijar actitudes del Ministerio público ante la Sala de casación, que en la práctica ha ocasionado incertidumbres y hasta fluctuaciones de doctrina y criterios diversos en las resoluciones del Tribunal Supremo. Acaso no consiste sólo en imperfecciones del precepto legal, porque será preciso contar también con que los textos no siempre tienen el mismo valor en el juicio de quienes los aplican que el que tuvieron en la mente del legislador, pues el temor de la arbitrariedad y el rigorismo de ciertas reglas de interpretación, que obligan á restringir lo

adverso y ampliar lo que puede favorecer al presunto culpable, batan para suscitar dificultades y crear conflictos, aun cuando esto mismo justifique y aconseje la reforma.

Que el que induce directamente á otro á cometer un delito sea de él responsable cuando éste se ejecute por virtud de la inducción, está conforme con los eternos principios de justicia y con las máximas más elementales de la moral; mas, que esa responsabilidad se desvanezca cuando el hecho, por motivos ajenos al inductor, no se realiza, es contrario á toda noción de moral y de justicia y se aparta de los fundamentos en que descansa el derecho de penar. Con intención dolosa se verifica un acto externo intrínsecamente malo y extrínsecamente perturbador del orden jurídico; nada le falta, pues, para que el legislador lo incluya en el sitio que merece ocupar. Eso se hizo en otros proyectos y eso se hace en el actual, si bien con la excepción, sino justa, razonable y prudente, del propio y voluntario desistimiento.

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Sistemas distintos se pueden adoptar respecto á las causas que eximen, atenúan ó agravan la responsabilidad. Establecer sobriamente simples principios que tienen su desenvolvimiento y desarrollo al definir y penar cada especie de delito, que es el método que emplea el Código italiano, ó catalogar aquéllas con separación asignándoles orden numérico, que es como los trata el maestro y lo hacen la mayoría de los extranjeros. El primer sistema, acaso más científico y que deja margen más amplio á la libertad de criterio judicial, constituiría entre nosotros una novedad no exenta de peligro, por lo que parece mejor el segundo de los indicados sistemas que, aparte de respetar lo que la experiencia no ha demostrado que sea perjudicial ó en algún sentido reparable, ofrece mayor claridad y limita en la medida apetecible los riesgos del arbitrio.

Verdaderamente no puede afirmarse que adolezca de erro

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