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que el matrimonio crea, puede y debe conocer el marido esos secretos. Siendo así, debe admitirse igualmente el caso reciproco: si la conveniencia es la única razón restrictiva de esos actos, y si la confianza mutua les autoriza, ¿por qué ha de ser el marido para su esposa un misterio impenetrable? Observando estas diferencias, bien se nota que en la redacción de los códigos sólo intervinieron los hombres. ¡Por algo se trata del sexo fuerte; y en la vida, la fuerza es casi siempre el derecho, aunque jamás debiera serlo!

Faltas.

En este punto sólo haremos referencia á una de ellas, que interesa á nuestro objeto. Dice el art. 603: «Serán castigados con la pena de cinco à quince días de arresto y reprensión: ... 2.° Los maridos que maltrataren á sus mujeres, aun cuando no les causaren lesiones de las comprendidas en el párrafo anterior (ó sean las que no impidan al ofendido dedicarse á sus trabajos habituales ni exijan asistencia facultativa).

En general, todo el que maltrata á otro sin causarle lesión, incurre en la pena de uno à cinco días de arresto ó multa de 5 á 50 pesetas (art. 604, caɛo 1.o). Pero siendo el marido quien acomete á su mujer, la penalidad ha de agravarse un tanto, con relación á la que corresponde cuando se trata de personas extrañas; y así, lógica es la imposición de la misma pena de arresto, pero elevada al período de cinco à quince días y acompañada de reprensión.

Según el art. 57 del Código civil, «el marido debe proteger á la mujer; y el que cobardemente la maltrata, aunque no llegue à lesionarla, debe quedar sujeto á una sanción penal por esas acciones inconsideradas. En raras ocasiones, empero, llegan á alcanzar efectividad práctica estas previsiones legales: unas veces por la propia ignorancia de la mujer-única á quien compete perseguir los actos en cuestión (art. 104, párrafo 2.o, de la ley de Enjuiciamiento criminal)-y casi siempre por la

resignación y el espíritu abnegado del sexo femenino para soportar su adversa suerte, la iracundia y la grosería varonil cam. pan por sus respetos en muchos hogares que, si merecen en estos casos el nombre de domésticos, es sin duda porque en ellos hay un látigo que doma y muchos siervos con las carnes cubiertas acaso de sedas y de joyas, pero con las almas ayunas de felicidad..., y, lo que es peor, de esperanza.

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Hemos recorrido las páginas del Código penal y llegamos al término de nuestro trabajo. Sintetizaremos en unas preguntas la pasada labor: ¿Qué significa la mujer ante el Derecho que ampara y que castiga? ¿Es el sexo femenino una mitad del género humano equiparada á la otra media? Si es débil, ¿encuentra en ese Derecho seguridades y garantías bastantes para el desenvolvimiento regular de su vida social y jurídica? Si su capacidad es inferior, ¿atrae hacia sí una mirada compasiva y benévola de la ley?

No es difícil responder à estas interrogaciones. Hemos visto á la mujer constreñida por la ley civil á la obediencia y castigada en la ley penal por todos sus conatos de rebeldía contra el dueño y señor que el matrimonio le impone. La hemos visto quebrantar la fe conyugal ó rendir su virtud y su inocencia à un hombre que la traiciona; y en el primer caso, ha sido declarada adúltera y ha provocado las iras del legislador, que considera como pecado venial el crimen del esposo que le da muerte; y en el segundo, se ha concedido también al padre la facultad de arrebatarle la vida, al precio de una leve condena de destierro La hemos visto protegida por una disposición que agrava las acciones cometidas con ofensa ó desprecio del respeto que por su sexo merece, y sin embargo, sufriendo, en todo su abrumador imperio, el peso de la ley, la severidad de los tribunales, el martirio de las prisiones, la ignominia y la fiereza sanguinaria del cadalso. Sólo el respeto de su honra

detuvo un tanto los impulsos de hosca é inflexible justicia que animara á los fautores del Código. Como rayo de luz que penetra fugitivo en las oscuridades de la intolerancia, el honor pudo recabar cierto protectorado legal, no todo el que le es debido, y supo imponerse como razón suprema y única para atenuar un poco la perversidad de ciertas acciones.

Es este el solo tributo rendido à la justicia; pero no fué la culpa de la ley sino de los hombres. En nuestra inercia hacia las obras legislativas serias y hondas, cuando la ociosidad ó la displicencia no lo enerva todo, el eterno tejer y destejer polí tico se consume y esteriliza en edificar y destruir sucesivamente lo que después ha de volverse á recomponer y desbara. tar, según las tendencias, el capricho ó el interés del partido triunfante. Sojuzgados por el principio dura est lex, sed lex, continúan indefinidamente rigiendo nuestras relaciones sociales y jurídicas, las añejas preocupaciones de nuestros antepasados y los tradicionalismos de un Derecho que se fosiliza, pensando, insensatos, que una es la esfera real de la vida y otra la puramente abstracta y oficial en que la ley se inspira y los tribunales han de desenvolverse.

Las mujeres no tienen categoría, dijo Napoleón; y hasta hoy resulta axiomática la frase, si la categoría supone un valor justamente estimado. La esclavitud femenina, que levantó el genio de Stuart Mill, estremeciendo los cimientos sociales del mundo entero, continúa aún en pie, sin que llegue nunca su Mesías redentor. Leyes que no confieren derechos, pero que imponen duras obligaciones, conviven inconscientemente en nuestro seno, mientras los tribunales juzgan por la fuerza de la velocidad adquirida, el humanismo palidece, la justicia se eclipsa y las energías del espíritu se agotan. Siguen imperando las creencias que José de Maistre recogió en una frase gráfica: «la espada de la justicia no ha menester vaina, puesto que à todas horas debe ó amenazar ó herir», y las penas continúan siendo un mero azote del culpable, una venganza social. El tan decantado correccionalismo no aparece por ninguna

parte, cuando, respecto á la mujer, por lo menos-más dulce, más sumisa y más fácil de dirigir por el camino recto, fomentando discretamente sus elevadas dotes - debiera ser, de tiempo atrás, un hecho consolador, un triunfo positivo del progreso, una verdadera obra de redención y de justicia...

Mientras que, levantando el espíritu de las costumbres y harmonizando con estas la legislación, ó partiendo la iniciativa de las leyes, no sea la mujer para el Derecho y para la vida compañera y no sierva del hombre y la humanidad no sepa rendirle el tributo que, por ser madre de ella, reclama la misma Naturaleza, con razón se nos podrá repetir el dilema con que nos acusó la inmortal poetisa americana:

«Queredlas cual las haceis,

ó hacedlas cual las buscais».

EMILIO LANGLE RUBIO.

Madrid, Mayo de 1210.

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Muy diversas son las clasificaciones que de las sociedades pueden hacerse: estudiadas en un sentido genera!, su fin las diversifica de tal modo, que puede decirse que son de tantas clases cuantas son las tendencias de la actividad humana; dicho se está que no nos hemos de ocupar especialmente de todas ellas por no ser objeto de nuestro estudio. Una primera distinción, teniendo en cuenta su fin, las separa en civiles y mercantiles; en su lugar oportuno nos ocupamos de ella, y ahora, partiendo de las que caen bajo la base del derecho mercantil, hemos de referirnos á las diferentes formas que pueden afectar, dada la responsabilidad que pesa sobre los socios.

Comenzamos este estudio desde el punto de vista de la legislación española, pero indicaremos antes los términos que deben servir de base á la clasificación. Picardá distingue las sociedades en dos clases, de personas y de capitales, según que la asociación se funde en la confianza mutua que se inspiren los asociados, ó bien en el deseo de reunir los capitales necesarios á una Empresa, abstracción hecha de las personas que

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