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tario. Entró, pues, la reina doña Leonor en Tudela con sus dos hijas: el rey la abrazó, dice la crónica, como si fuera el dia de las primeras bodas: hubo en Navarra con este motivo grandes fiestas, y el noble rey don Cárlos trató desde aquel dia á la reina su esposa conforme lo habia capitulado y jurado, olvidándose con el tiempo la memoria de sus desavenencias pasadas (1395).

La salida de aquella reina era un gran descanso para Enrique III. de Castilla. Restábale terminar el pleito con el conde don Alfonso su tio. En virtud del tratado de Gijon envió don Enrique sus representantes al rey de Francia. Don Alfonso, aunque bastante tarde, fué en persona á París, dejando encomendada la defensa de Gijon á la condesa su esposa. Todo le salió mal al díscolo y rebelde conde: el monarca francés, oidas las razones de ambas partes, declaró, que si queria volver al servicio y obediencia de su soberano, interpondria su amistad con el rey de Castilla para que le recibiese, pero sinó, que no esperára de él favor ni ayuda, antes espidió cartas á los gobernadores de Francia para que nadie le auxiliára ni le permitiera sacar de aquel reino, ni gente, ni armas, ni barcos, ni viandas, ni socorro de ningun género. Por otra parte el rey don Enrique, habiendo espirado el plazo del compromiso, volvió á Asturias, cercó otra vez á Gijon por mar y tierra, y obligó á la condesa á rendirle la villa; hizo demoler la villa y el

castillo, y entregando á la condesa el hijo que tenia en rehenes, partió aquella señora de Asturias y fuése á Francia á reunirse con su marido. Don Enrique regresó á Madrid. De esta manera se iba desembarazando de los magnates que le inquietaban (1).

Pudo entonces, ya mas tranquilo, dedicarse á los cuidados de gobierno y administracion. De tiempos atrás venia haciéndose sentir en Castilla la falta de caballos para el ejercicio de la guerra. Los anteriores monarcas habian dado diferentes providencias prohibiendo el uso de las mulas y otorgando esenciones y privilegios á los que mantuvieran caballos, ó de otro modo contribuyeran al fomento de la cria caballar, pero todas habian sido poco eficaces (2). Enrique III., hallándose en Segovia, espidió tambien á este objeto una célebre ordenanza, prescribiendo el número de mulas que podia tener, como por privilegio especial, cada una de las personas que alli nombraba, pero mandando por punto general que nadie pudiera tenerla,

(1) Por este tiempo acaeció la muerte desastrosa de don Juan I. de Aragon y la proclamacion del rey don Martin, de que hemos dado cuenta en los capítulos correspondientes á la historia de aquel reino.

(2) Ya se habian concedido privilegios de este género en los fueros de Toledo, Cáceres y Sevilla. Alfonso el Sábio los hizo estensivos, no solo á los caballeros, sino á sus criados y á los labradores que mantuvieran caballo. AlfonHabíase hecho tambien la elec- so XI. prohibió absolutamente el cion del antipapa Pedro de Luna, uso de las mulas: luego se limitó ó sea Benito XIII., y comenzaban esta prohibicion y se fijó el númelos ruidosos sucesos de Avignon, ro de las que podian tener los prede que tambien hemos dado noti- lados, los grandes y los ricos-homcia. Por tanto, en la historia de bres y caballeros; y posteriormeneste reinado nos limitaremos á late en las leyes de sacas se impuparte que en aquellos aconteci- sieron graves penas á los que esmientos le tocó á Castilla. trajeran caballos del reino.

salvo los que mantuviesen caballo de precio de seiscientos maravedís arriba. Y empleando con mucha sagacidad uno de los resortes que suelen ayudar mas á un fin, á saber, la vanidad de las mugeres, mandó que ninguna casada, de cualquier clase y condicion que fuese, cuyo marido no mantuviera caballo de seiscientos maravedís, pudiera vestir paños de seda, ni tiras de oro, ni de plata, ni cendales, ni peñas grises, ni veras, ni aljofar, y si lo trajese, pagase por cada vez los mismos seiscientos maravedís. Con este estímulo todas se interesaban en que sus maridos tuvieran caballos de aquel precio y coste (1).

Interesábale al rey no desatender la frontera de los moros, á cuyo fin emprendió su viage á Andalucía. Saliéronle al encuentro en el camino mensageros del rey de Granada solicitando la prolongacion de la tregua. El rey les dijo que en Sevilla les responderia; y continuando su camino entró en aquella ciudad en medio de públicos regocijos. Uno de sus primeros ac

(4) Es sobremanera curioso este ordenamiento, que inserta Gil Gonzalez Dávila en la Historia de este rey, cap. 50. Por él se ve las riquezas de que disfrutaba el alto clero, relativamente á otras clases del Estado. Despues de dispensar que pudiesen tener mula la reina y el infante don Fernando, dice: que el cardenal de España pueda tener veinte y cinco mulas; los arzobispos de Toledo y Santiago, veinte; los otros arzobispos y obispos, diez: los abades, dos; las dignidades de las iglesias catedrales,

dos; ministros generales y provinciales, una; el capellan mayor del rey y de la reina, cada uno dos mulas; los capellanes de la reina, del infante don Fernando y su muger, cada uno una mula; los colectores del papa, cada uno una, los oidores, alcaldes ordinarios y contadores mayores, cada uno dos; los físicos del rey y de la reina, cada uno dos; los del infante y su muger cada uno una mula. Los embajadores y otros estrangeros no estaban comprendidos en esta ordenanza.

tos fué prender y castigar al arcediano de Ecija, el imprudente predicador contra los judíos, el que con sus escitaciones habia amotinado contra ellos la plebe, y sido causa de lamentables escesos y desórdenes: obró don Enrique de esta manera para evitar que otros con achaque de piedad y celo religioso volviesen á alborotar los pueblos. Renovó alli la tregua con Yussuf II. de Granada. Este príncipe, que habia sucedido pací ficamente en 1391 á su padre Mohammed V., tenia cuatro hijos, de los cuales el segundo, llamado Mohammed como su abuelo, conspiraba contra el mayor, nombrado tambien Yussuf como su padre; en su impaciencia de reinar, habia sublevado en una ocasion el pueblo de Granada, acusando á su padre de mal musulman, vendido á los cristianos. Aquella sedicion la sosegó un enviado del rey de Fez, que se hallaba en Granada. Pero mas adelante (en 1395), sin duda á poco de haber renovado la tregua con Castilla, murió el emir granadino Yussuf, y su muerte se atribuyó á un pérfido ardid de aquel mismo rey de Fez, Ahmed ben emir Selim, el cual dicen que entre otros presentes le envió una aljuba (vestido), impregnada de un veneno tan sútil, que desde el dia que la vistió, habiendo hecho algun ejercicio violento á caballo, comenzó á sentir agudos dolores en su cuerpo acabando con su vida en poco mas de un mes de padecimientos. Las intrigas y artificios de su segundo hijo Mohammed dieron entonces su resultado, decla

rándose todos en su favor, y con perjuicio de su hermano primogénito, y á pesar de la disposicion testamentaria de su padre, quedó proclamado emir con el nombre de Mohammed VI., recluyendo á su hermano en el castillo de Salobreña al sur de las Alpujarras.

Este Mohammed, receloso á su advenimiento de que le hiciera guerra el de Castilla, partió de Granada so pretesto de visitar las fronteras de sus estados, y de incógnito, fingiéndose embajador de sí mismo, acompañado de veinte caballeros de su confianza se vino en persona á Toledo, donde el rey de Castilla se hallaba ya; presentóse á don Enrique, que le recibió muy cumplida y cortesmente, comieron juntos y renovaron las treguas. El rey moro, muy satisfecho del cristiano, regresó tranquilamente á su reino, donde se ignoraba su arriesgado viage. Con este miramiento y consideracion se trataban ya los príncipes de las dos creencias en este siglo (1).

y

Libre don Enrique de enemigos dentro y fuera del reino, continuaba dedicando su atencion al buen régimen de su Estado. Administrada la justicia por alcaldes elegidos por los pueblos mismos, observábase cierta blandura en los castigos de los delincuentes, muchos delitos quedaban impunes, con lo cual naturalmente se alentaban y crecian los malhechores. Esto movió al rey á crear unos magistrados, que estraños á las afecciones de vecindad ó de familia pudieran ha(4) Conde, Dominac. de los Arab. part. IV, cap. 27.

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