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IV

Ciertamente hubiera dado un primer paso decisivo desechando el carácter normativo de la ética: por lo abstracto de las leyes hubiera podido encontrar la unidad concreta del espíritu y en éste los dos momentos fundamentales ó formas de la práctica, la actividad económica y la actividad ética, la utilidad y la moralidad, la volición de lo particular y la del universal. Reconocidos los dos aspectos primarios y absolutos de la práctica, necesariamente ha de resultar la posición y el valor que las leyes y normas de conducta toman en el terreno de la práctica en su significación especulativa. Consideradas por el lado filosófico toman carácter empírico en cuanto constituyen nuevos auxilios y guías, subjetivos y contingentes, que guían en la vida las acciones humanas. Su alcance es psicopedagógico, creado por la necesidad que el individuo pensante y obrante tiene de miras muy claras y determi nadas, de ordenamientos, de organizaciones. De esta necesidad relativa y psicológica surgen las normas y resulta su verdadera naturaleza y significación.

El derecho es únicamente una forma de las normas de conduc ta. De esta premisa se desprende la consecuencia acerca de la posición del derecho frente á la ética. Esta no es actividad sino regla y como á tal es ley, reflejo contingente de los dos momentos necesarios del espíritu, guía normal de la acción humana.

Lo que comunmente se llama actividad jurídica no es una realidad desde el punto de vista filosófico: espiritualmente y como actividad es ética ó económica; abstractamente ó empíricamente es conforme ó contraria á la ley jurídica. Así, por ejemplo, yo compro un objeto, dice Biamonti, cumpliendo las prescripcio nes legales: realizo un acto plenamente conforme al derecho, pero la actividad desplegada por mi no es, desde el punto de vista filo sófico, una actividad jurídica, sino antes bien económica ó ética, según la naturaleza de la voluntad: podré haber adquirido el ob jeto para satisfacer un gusto personal ó para socorrer, aunque sea con sacrificio por mí parte, una necesidad ajena. Del mismo modo yo corto un árbol de mi vecino: he cometido una acción contraria al derecho, pero mi actividad resultará espiritualmente una acción evaluable como económica ó como ética. En efecto, dicha acción antijurídica (la corta del árbol del vecino), puede depender de muy diversos móviles espirituales: hacerle un daño, robar una cosa ajena, calentar á un hombre enfermo.

Estas consideraciones que ponen de manifiesto el carácter del derecho como disciplina positiva de relaciones sociales, no como criterio universal de evaluación de acciones, le quitan el carácter que algunos le han dado para elevarlo á concepto filosófico. La relación entre el ego y el alter, mientras no sale del terreno particular, del común, del normal, mientras se reduce al socius, es una relación empírica que no se eleva al espíritu: y el derecho es únicamente relación de coexistencia y más bien de concurrencia de poderes activos individuales y colectivos. Cuando á la vez la relación entre los hombres designa elevación sobre lo particular, sobre lo meramente social, referencia práctica al universal, humanidad y no únicamente colectividad, entonces es ética y como tal, no es derecho.

Para terminar: únicamente por una clara noción de la práctica puede deducirse, en su verdadera posición especulativa, el concepto del derecho. Este aparece como una norma de conducta que no puede diferenciarse filosóficamente de las otras, que tiene valor empírico y contingente, auxilio y guía del obrar. Por lo tanto, es absurdo hablar de exigencias éticas del derecho. Puede, por el contrario, bajo ciertos aspectos, hablarse de exigencias prácticas, es decir, económicas y éticas, con respecto al derecho: en el sentido de que la norma, creada para guiar á los hombres en la aplicación de su actividad, cesa lógicamente en su misión cuando se opone á esta aplicación. En esta oposición que en algunos períodos de la vida jurídica es muy viva y estridente, se pone claramente de manifiesto la naturaleza del derecho, su contingencia con relación á la actividad humana que obra en la historia respecto al progreso. Y esto explica la necesidad del llamado dere→ cho natural, que no es más que la comprobación de la insuficiencia de las leyes frente á la vida que se desarrolla. He aquí de qué modo la filosofía del derecho entra en el terreno de la filosofía de la práctica.

La conclusión de Biamonti está, como se ve, muy distante de las ideas fundamentales y más corrientes de los moralistas del derecho y sobrepasa también las conclusiones formuladas por Ravá. Este ha reconocido en parte la función meramente normativa del derecho, pero, no firme del todo en una concepción antilegalista y antipreceptística de la práctica, se ha quedado en parte dentro del antiguo orden de ideas al dejar parɔialmente la norma ligada á la finalidad ética é intentando en vano de este modo, convertirla en universal.

FRANCISCO GARCÍA DE CÁCERES.

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ALEMANAS

2. F. GREBE, Asesor judicial en Dortmund. -Para la cuestión. del castigo de la llamada «mentira procesal».

El autor combate la proposición del Presidente Pinoff, el cual no sólo aplaudé que en el anteproyecto de Código penal alemán se castigue toda deposición falsa, aunque no se haya hecho bajo juramento, sino que se lamenta de que este castigo no se extienda á la llamada mentira procesal (1).

Grebe no puede asentir al proyecto de que se imponga una pena á toda afirmación falsa y consciente de las partes. Aparte de la extrañeza que esta disposición causaría en una práctica Bacostumbrada á no ver prosperar sino en contadísimos casos las denuncias de tal clase, hay que tener en cuenta los peligros de semejante novedad.

He aquí el ejemplo que pone el autor:

A. demanda á B. en un asunto de carácter contractual suscitado entre ambos. A. ó B. haría de denunciante ó denunciado, según á quien favoreciera el fallo del pleito. Además, no sería raro el caso de que apenas comenzado el proceso civil, una de las partes, ó ambas, formulase denuncia por falsas manifestaciones de la contraria, para lograr así en contra de ésta un triunfo aparente. Y es de esperar que el deudor moroso que tuviera interés en desviar del pleito, usaría también este medio para suspender el procedimiento civil hasta la terminación del criminal.

Si A. defiriese juramento decisorio á B., demandado, por no existir otro medio de prueba, el espectáculo resultaría más desagradable aún. A., creyéndose defraudado en su legítimo derecho, -denunciaría á B. por perjurio y B. formularía, á su vez, denuncia contra A. por falsa afirmación como parte, hecha á sabiendas, y ́por inculpación falsa de perjurio. B., vanagloriándose de su juramento, diría: «El Procurador del Estado (2) tiene el mejor de los fundamentos para la acusación contra A. Yo, B., el hombre honrado que jamás cayó bajo la ley penal y contra el que no existe lo

(1) Falsa afirmación de las partes, hecha, á sabiendas, en el pleito. (2) Ministerio fiscal.

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más mínimo, he jurado. El Procurador del Estado debe creer mi juramento; no puede ser de otro modo.>

Si el Ministerio fiscal resolviera negativamente, despertaría una vana extrañeza. B., irritado, preguntaría: «¿No me considera digno de fe el Procurador del Estado? ¿Cree que he cometido perjurio? El Juez civil, en el pleito, dijo expresamente que mi juramento haría prueba plena respecto del hecho jurado que A. solamente discutía. ¿Por qué mi juramento vale en la Sala 18, ante el Juez civil, y no ante el Fiscal, en la Sala 19?» Y cuando se dijera á B. que si su juicio fué aceptado en el pleito, esto obedecía á los principios del procedimiento civil, en el cual, muchas veces, basta y debe bastar con la verdad formal; B. no entendería esta explicación, y menos esa doble manera de investigar la verdad usada. por los juristas.

El autor reconoce que aun cuando las denuncias infundadas, y hasta culpables, por perjurio y por inculpación falsa, sean el pan nuestro de cada día, tales abusos no permiten prescindir de las disposiciones penales á cuya sombra se cometen; pero no cree que esta argumentación pudiera aplicarse tratándose de una disposición que castigara la mentira de las partes en el pleito, porque la. mentira procesal no tiene la misma categoría que los hechos gravísimos del perjurio y la falsa inculpación.

La proposición de Pinoff constituye una novedad en Alemania, así desde el punto de vista de la ley penal como respecto de la opinión dominante, sin que, á juicio de Grebe, pueda decirse que la falta del precepto que Pinoff echa de menos sea una lamentable laguna del derecho penal vigente.

El autor conviene en que la impunidad de la parte que con su meztira ha perjudicado á la otra puede y debe parecer injusta á esta última; pero entiende que tal estado de cosas es más tolerable, que aquellos otros fenómenos que, seguramente, habrían de acompañar á una ley que dispusiera el castigo de la mentira procesal. Esta ley ofrecería al vencido en el pleito la ocasión para dar rienda suelta á su deseo de venganza y satisfacción á otros móviles no menos impuros. El vencido en todas las instancias tendría siempre la posibilidad de envolver al vencedor en un procedimiento penal, con la esperanza ilusoria de obtener como resultado una modificación de la sentencia civil. Y aun no sería difícil-en el ejemplo propuesto que A., al ver que todo dependía del juramento deferido á B., pensase del siguiente modo: «B., según toda probabilidad, jurará, y entonces la denuncia presentada contra mí, á raíz de la demanda, por afirmación falsa, recibirá un refuerzo con

siderable. Prefiero renunciar á todo procedimiento ulterior. La consecuencia sería que, con ó sin fundamento, A. perdería su legítimo derecho.

Estas posibilidades no caben en el derecho alemán vigente. Hay sobre todo, á juicio del autor, un argumento decisivo para no aceptar la innovación, y es que cuando no se trata de la simple mentira procesal, sino del falseamiento de los fundamentos de la prueba, los artículos de la ley penal relativos al engaño ofrecen el medio de perseguir una conducta procesal desprovista de honradez.

Por mi parte, reconozco á la mentira procesal una mayor importancia de la que parece otorgarle el autor, y creo que constituye un verdadero engaño, á cuyo castigo debe aspirarse; pero desde el punto de vista de la influencia moral en el procedimiento civil de una ley que penase la mentira procesal, considero que, en efecto, en el estado actual, una ley en tal sentido aumentaría los daños, favorecería al litigante de mala fe y sería aún menos eficaz para reprimir la temeridad y asegurar la lealtad de la conducta que nuestros antiguos juramentos de malicia y de calumnia é mancuadra.

RAFAEL ATARD.

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