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DE PSICOLOGÍA CRIMINAL

con especial aplicación á nuestro derecho legislado.

(Continuación.)

Conforme ya se ha dicho, cuando del problema penal se trata-lo mismo que cuando se trata de otro cualquier linaje de acción ejercida por unos hombres sobre otros, llámese esa acción gobierno, administración, educación, dirección consciente, castigo, reacción de ésta ó de la otra clase-, se encuentran siempre en recíproca contraposición dos almas, que son: la del sujeto que obra de una determinada manera, queriéndose regir por sí mismo y reclamando su independencia para ello; y la de otro sujeto que pretende imponerse al primero, sometiéndole hasta por la fuerza á las directivas de conducta que él le marque y ahogando la autonomía del propio obrar, por lo menos en ciertas esferas. Todo delito, como toda pena, implica la discordancia de dos almas, ambas las cuales pretenden y desean marchar de acuerdo, pero sin renunciar de buen grado ninguna de las dos á los que cada cual estima constituir los fueros de su privativa personalidad independiente; y por eso la concordia no puede lograrse sino de un modo violento, sobreponiéndose una de las dos almas á la otra, y consiguiendo de tal suerte, á lo menos en un principio (1), una armonía pu

(1) Digo así porque, con el tiempo, lo que comenzó por realizarse á la fuerza concluye por convertirse en normal, y hasta en agra. dable. La mera contigüidad y proximidad engendra trato, y del trato se origina una nueva posición estructural de los elementos entre quienes aquel se produce, ó lo que es lo mismo, un camblo de estructura. La simple opresión se torna bien pronto en contacto íntimo y en conexión ineludible. Ninguno de los que al prin cipio eran enemigos irreconciliables sabe ahora ya vivir separado

ramente material y forzada, que es la que envuelve siempre toda esclavitud en el instante de ser establecida, y aun en los posteriores, hasta tanto que se haya connaturalizado con los restantes elementos é instituciones sociales con los que tiene que convivir. Claro está que si el delincuente encontrara diɛpuestas las cosas del mundo exterior en el cual se mueve tal y como á él le parece que debieran estarlo, tendría por ordenada y justa la posición de las mismas, y no haría absolutamente nada por cambiarlas de conforme están. Su orden interno de justicia, su representación mental de cómo han de comportarse entre sí los varios factores constitutivos del orden social, coincidiría con el orden interno de aquella otra mentalidad á cuyos designios responde el orden existente; y entonces, nada le llevaria á poner actos que tiendan á quebrantar ó infringir este orden. Y sí, por su parte, el alma colectiva, lo que se dice opinión pública y conciencia social, así como los representantes oficiales de ella (que es lo que apellidamos leyes, poderes públicos, gobierno, tribunales de justicia, organismos administrativos), reconociesen que la conducta de un miembro de la colectividad social responde à las aspiraciones que dicha alma abriga, la reacción denominada pena, cuyo objeto es, ya se sabe, contrarrestar los impulsos y los actos de quienes contraríen semejantes aspiraciones, no tendría fundamento en qué apoyarse, ni finalidad que perseguir.

La falta de armonía entre las dos almas es la que hace posible el delito. Qué sea éste, cuáles sus elementos y condiciones y los actos que lo constituyan en todos los instantes y circunstancias, independientemente de las apreciaciones subjetivas, no lo sabemos, ni nadie lo sabe en realidad, aunque muchos tengan la ilusión de saberlo. Lo que si es un hecho positivo es que, obrando todos los hombres, en cuanto

del otro. La acción mecánica, de aproximación material, ejercida de afuera á dentro, llega á revestir, al cabo del tiempo, el carácter de una acción interna, espontánea, que brota y empuja de dentro á fuera.

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tales, teleológicamente, sin poder pasar por otro punto, porque á ello les lleva su condición de inteligentes, cada cual mira y aprecia las cosas y las acciones desde su personal punto de vista y con arreglo á sus aspiraciones, á sus fines y apetencias: considerando que aquéllas están dentro del orden y que son, por lo tanto, justas, cuando se forman con su subjetivo criterio, y tachándolas de injustas y violadoras del orden en el caso contrario. Es seguro, por consiguiente, que, para cada sujeto que obra, su conducta es, ante su propia conciencia, perfectamente ordenada y ajustada á derecho, aun cuando haya muchos de sus convecinos y semejantes, ó quizás todos, que no la estimen tal.

Inútil parece añadir que, si las múltiples y á menudo encontradas apreciaciones relativas à los actos propios y á los ajenos coexistieran unas al lado de otras, teniendo todas el mismo valor social y no imponiéndose ninguna de ellas á las restantes, la persecución penal sería imposible. Habría recí procos juicios (como fuera del horizonte legal y oficial los hay ahora mismo en todas partes) sobre el ser y el obrar de cada miembro asociado, pero sin prevalecer ninguno frente à los otros. Cada individuo ó grupo de individuos con idéntico criterio guardaría éste para sí, no pudiendo ó no creyendo que debía acompañarlo de violencia imperativa que reclamara la obediencia ajena. La discordancia de almas no daría lugar, ni á la existencia de acciones punibles, ni á la existencia de reacción penal contra dichas acciones.

Si el delito y la pena tienen vida, no se debe ello á otra cosa sino á que una conciencia, suficientemente poderosa para salir adelante con su empeño, impide coactivamente que otras conciencias à ella sometidas desplieguen sus actividades libremente y por los procedimientos que mejor les plazca. Delinquir no es hacer ú omitir esto ó lo otro, ejecutar ó dejar de ejecutar determinados actos; es sencillamente desobedecer una imposición ó mandato de persona más fuerte que el desobediente; es, como se dice con suma frecuencia, quebrantar una

ley, una regla ó precepto que ha trazado el superior, el soberano, el poder, para que se atengan obligatoriamente á ella y se gufen por ella-y no por su propia ley interna, autonómicamente las conciencias sometidas de los súbditos. Y así resulta que unos mismos actos ú omisiones son justos ó injustos, son delitos, acciones punibles, contrarias al derecho, ó son, al revés, penas, es decir, medios jurídicos con los que se enmiendan los yerros en que los delincuentes incurren y se reparan las dañosas consecuencias de sus delitos, según quien los ejecuta. Privar de la vida, de la integridad corporal, de la libertad personal, del honor, de la propiedad, ejercer coaccionesamenazar, falsificar (v. g., el nombre: art. 343 del Código penal común), arrogarse atribuciones, etc., etc., son, a veces, delitos, y á veces penas ó acciones lícitas: según quien las practique y según las circunstancias en que hayan sido practica, das. Si la individualidad oprimida y sometida á mandatos obligatorios ajenos mata, roba, encarcela, infama, ó de cualquier otro modo perjudica à algún ciudadano, será considerada como delincuente, y se reaccionará contra ella, matándola, privándola por la fuerza de sus propias cosas muebles ó inm 1ebles (confiscación, multas, comisos, embargos, responsabilidadad civil ...), encarcelándola ó infamándola (degradación, inhabilitaciones y suspensiones de derechos, interdicción civil sin contar la muerte civil, la picota, la argolla, la marca, los azotes, el emplumamiento, los paseos y distintivos infamantes, con las mil otras formas de estas penas); pero como estas reacciones las lleva á cabo el poder, es decir, una entidad dominadora y sometedora, aquello mismo que antes, mirado por un prisma, era vitando, ahora, mirado por otro prisma, lo considera obligatorio y conforme à justicia la propia conciencia juzgadora, con eficacia bastante para hacer respetables de todo el mundo sus juicios.

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Resulta, pues, ineludiblemente, siempre que de delitos y de penas se trata, una lucha de ideales, de aspiraciones, de fines, de conciencias, de almas. El tejido de toda la vida his

tórica, que es como decir de toda la vida humana, se compone de luchas semejantes en las diferentes esferas, y por lo tanto en la llamada penal, que es una de las más importantes, como que en ella vienen á resumirse las otras. El alma colectiva, que anhela ante todo, como es natural, que las cosas marchen á su gusto, y que cuando así no suce de hace cuanto le es posible por imponerse á los disidentes y rebeldes, trata á estos últimos como enemigos suyos; y por eso los aniquila, cuando no encuentra otro medio más à propósito para lograr su sumisión, ó los adapta forzosamente al gérero de vida que ella impone como justo, sin hacer el menor caso de las protestas de los interesados. Para la conciencia social, y para su encarnación más típica y visible, la ley y el poder público, son delincuentes, ó bien digamos elementos contra los cuales es preciso estar en guardia y ejercitar en su caso los debidos rigores, todos los individuos ó grupos que á ella le parece bien motejar de tales; y son por la misma declarados delincuentes cuantos observen una conducta irregular, desordenada, injusta, de la que resulte algún perjuicio á los intereses que la ley y las autoridades han tomado bajo su custodia (1). Hay orden social, según dicha conciencia, cuando estos intereses se mueven y entrecruzan conforme ella lo manda ó lo consiente. Lo que el alma social persigue es el disfrute tranquilo de las adquisicio nes tradicional é históricamente hechas, de lo que se llama patrimonio social, instituciones y elementos imprescindibles del orden, juzgados tales, ya por todos los miembros de la agrupación, ya solamente por una porción de ellos, que son los llamados dominadores (2).

(1) En posteriores trabajos quedará mejor explicado esto que aquí no hego sino indicar.

(2) No son nunca ó casi nunca los intereses de todos los asociados y el criterio de todos los asociades los que representan y protegen las leyes y los individuos que ejercen de instrumentos de las mismas. Ya se sabe que las mayorías imponen sus res➡ luciones á las minorías, ahogando la opinión de éstas y declarándola pecaminosa. Lo mismo hacen los partidos, facciones o claseg que consiguen conquistar el poder y usufructuario. Hay siempre,

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