La gloria de Don Ramiro: una vida en tiempos de Felipe Segundo

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Suárez, 1908 - 446 páginas

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Página 440 - Su primer aliento difundió en su morada un hálito del paraíso. Es la azucena conventual, bendecida por Dios en la tierra y en la simiente. Diríase que los ángeles mueven y aderezan todo lo que ella pone bajo su intento.
Página 445 - El Caballero Trágico quiso ponerse en su lugar, y disfrazado de salvaje pasaba todos los días más de cinco horas en las entrañas de la tierra. Contrajo, de esta suerte, una fiebre tan brava que en menos de una semana le privó de todo movimiento. Yo no hallé cosa mejor que cargarle sobre una muía y...
Página 235 - Una cascada de sol, traspasando los vidrios, entraba de sesgo en la estancia. El don rutilante y divino chispeaba en los objetos de plata, en el nácar y el metal de las incrustaciones, en el galón de las colgaduras, cayendo sobre el tapiz como una lluvia de oro de la mitología.
Página 10 - La ventana de una casa frontera acababa de alumbrarse, y veíase ir y venir, por delante de la luz, la sombra de un hidalgo que rezaba sus horas.
Página 8 - Todas miraban con respetuosa ternura al párvulo triste y hermoso, que no había cumplido aún doce años y parecía llevar en la frente el surco de misterioso pesar. Todas rivalizaban en complacerle, en agasajarle. Durante el trabajo, entre el zumbo de las ruecas, hablábase de cosas fáciles que él comprendía y, casi siempre, al anochecer, se contaban historias. Añejas historias, sin tiempo ni comarca. Unas sombrías, otras milagreras y fascinadoras.
Página 25 - Sirva de ejemplo cierto memorabilísimo rasgo de La gloria de Don Ramiro: ese aparatoso caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado para defenderlo de la voracidad de los pajes, tan insinuativo de la miseria decente, de la retahila de criados, del caserón lleno de escaleras y vueltas y de distintas luces.
Página 432 - ¿Sería verdad? ¿Sería, en efecto, hijo de moro? ¡Ah! Más le valiera entonces romperse las venas y dejar que toda su sangre se derramase sobre el lodo de la ignorada caverna. Su razón cayó en espantosa vorágine. Las ideas parecían ulular y remolinear como los vientos en una noche de vendaval.
Página 133 - Cuando Ramiro hallóse de nuevo en su casa, entre los objetos familiares de su aposento, y, desceñida la espada, quitado el capotillo, desajustado el jubón, se arrojó sobre la cama, parecióle que su existencia se internaba en el enredo de una historia novelesca (I, 15).
Página 67 - Era de aventajada estatura. Los ojos grandes y algo salientes. Los cañones de la barba, casi siempre a medio rapar, daban un tinte azul a toda la parte baja del rostro. Los demás canónigos le envidiaban, entre otras cosas, sus hermosos ademanes en el pulpito y aquella bizarría con que manejaba el manteo, aquellos sus diversos estilos de arrebozarse con él y de derribarlo de súbito, a modo de capa soldadesca, como quien va a desnudar varonilmente la espada.
Página 382 - Hoy día, ¡voto a Cristo!, no hay escudo que defienda como el que suena en la bolsa, atambor que haga marchar mejor que los doblones, reales más lucidos que los de plata. Antaño se arriesgaba la vida por la gloria del rey, hogaño por su rostro acuñado en Segovia. Gánanse los ducados con ducados, las plazas de Francia con sus propias pistolas, ¡y juro por San Andrés!, que antes que hacer cuartos a los herejes holgárame hacer cuartos de mis ochavos.

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