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de él hasta lograr su propósito. Cuando tuvo las bulas de confirmación fué á hacer una visita á Guidiccioni, y le agradeció el consejo (1).

Tratábase el año 1554 de buscar alguna renta para sustentar á los estudiantes del colegio romano. Vió el santo que lo único factible era que el papa diera lo principal, y añadiesen algo los cardenales. Para entablar, pues, este negocio, escribió á los Padres de España, encargándoles que le alcanzasen cartas de recomendación del príncipe D. Felipe para el Sumo Pontífice y para algunos cardenales. Cuando llegaron estas cartas á Roma, ya el príncipe era partido á Inglaterra para casarse con María Tudor, y se seguía con vivísimo interés el gran negocio de reducir al seno de la Iglesia el reino de Inglaterra, arrastrado al cisma por Enrique VIII. San Ignacio guardó la carta para el papa hasta el momento oportuno. Por Diciembre llegó á Roma la gran noticia de la reducción de Inglaterra, y al punto hubo en la ciudad una explosión de alegría y festejos para celebrar tan alegre acontecimiento. Todos daban gracias á Dios y bendecían el nombre de D. Felipe, á cuyo influjo se atribuía en gran parte tan glorioso resultado. Entonces Ignacio coge la carta del príncipe, corre á buscar al embajador español, y ruégale sea servido de poner aquella carta en manos de Su Santidad. ¿Cómo había de recibir Julio III en aquellos instantes una recomendación de D. Felipe? Fué, naturalmente, acogido con suma benevolencia el negocio recomendado. No se contentó con esto nuestro santo Padre. Pidió al embajador le escribiese las expresiones de benevolencia y favor que hubiera escuchado de los labios pontificales. Hízose así. Toma luego Ignacio este autógrafo del embajador, y hace que corra de mano en mano por los cardenales que habrán de intervenir en el negocio ó podrán dar alguna limosna. Dispuestos así los ánimos del papa y del sacro colegio, presentóse la petición en debida forma, y fué perfectamente recibida. En el consistorio de 6 de Febrero de 1555 anunció Julio III que había determinado aplicar al colegio romano una reserva de dos mil ducados de renta, y cada mes cincuenta sobre sus rentas, empezando desde aquel mismo mes (2). La muerte inesperada del Sumo Pontífice frustró por completo estos planes, pero esta desgracia final no nos impedirá el reconocer la gran destreza con que San Ignacio había conducido el negocio.

(1) Cámara, Memorial, 15 de Marzo de 1555.

(2) lbid., 26 de Febrero de 1555.

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El P. Luis González de Cámara, explicando el carácter, digámoslo así, de la prudencia de San Ignacio, se expresa de esta suerte: «El Padre, en las empresas que toma, muchas veces parece que no usa de prudencia humana, como fué en hacer aquí este colegio [el romano], sin tener ninguna renta para él, y otras cosas símiles; mas parece que todo lo hace fundado en sola la confianza en Dios. Mas así como en el tomarlas parece que va sobre la prudencia humana, así en el seguirlas y buscar los medios para llevarlas adelante, usa de toda prudencia divina y humana. Parece que cualquiera cosa que emprende, primero la negocia con Dios, y como nosotros no vemos que la ha negociado con Él, espantámonos de cómo la emprende» (1).

11. Á esta prudencia tan singular en resolver las dudas y arreglar los negocios, acompañaban una firmeza y constancia invencibles. Excusado es aducir pruebas de esta virtud, pues el establecimiento de la Compañía, logrado con un esfuerzo no interrumpido de treinta años, atestigua de sobra la fortaleza del hombre que condujo hasta el fin una empresa tan costosa. «Suele nuestro Padre, dice Cámara, ser tan constante en todas las cosas que emprende, que hace espantar á todos. Las causas que de esto me ocurren, la primera es, porque considera mucho las cosas, antes que las determine; la segunda, porque hace sobre ello mucha oración, y tiene lumbre de Dios; la tercera, porque ninguna cosa que toque á particulares hace, sin oir los pareceres de aquellos que entienden en ello, los cuales pide en las más cosas, si no es en algunas en las cuales tiene plena cognición» (2). Esta fortaleza de Ignacio, que no se mostraba en arrebatos coléricos, sino que, al contrario, iba acompañada de gran serenidad, era la fortaleza de los hombres superiores, que, seguros de su fuerza, saben aplicarla cuando y como conviene, para lograr los fines que se proponen. ¡Hermosa cualidad, en que imitan los hombres á aquella eterna Sabiduría que llega de fin á fin con fortaleza, y lo dispone todo con suavidad!

12. ¿En qué estado dejó, al morir, San Ignacio la Compañía? En muy próspero ciertamente, no sólo por el número de sujetos recibidos, sino principalmente por el extraordinario fruto que ya entonces hacían los Nuestros en la Iglesia. Á todas las personas prudentes asombraba el súbito florecimiento de una religión recién nacida. Oigamos esta curiosa observación del P. Ribadeneira: «Tuve yo cuen

(1) Cámara, Memorial, 26 de Febrero de 1555.

(2) Ibid., 13 de Marzo de 1555.

ta algunas veces, y noté que cuando en alguna conversación familiar se hablaba de cuán extendida se hallaba la Compañía, ó del fruto que ella hacía, nuestro beato Padre luego se recogía dentro de sí, llenando de lágrimas y de vergüenza su rostro» (1). Debía reconocer el santo (y ¿cómo no?) que aquel éxito era superior á sus fuerzas. Estaba la Compañía establecida sólidamente en Italia, España, Portugal, Francia, Flandes, Alemania, Brasil, Indostán, Malaca, Las Malucas y el Japón. Estaba en camino, al morir el santo, la expedición á Etiopia. Habíanse hecho entradas parciales, aunque sin lograr todavía establecimiento fijo, en Irlanda, en Polonia, en Marruecos, en Trípoli, en el Congo y en Mozambique.

¿Cuántos eran los jesuítas al tiempo de morir su santo fundador? Refiere el P. Cámara, que á principios del año de 1555, poniéndose Ignacio y él á contar los individuos de la Compañía, hallaron que pasaban de novecientos (2). No será, pues, exagerado el número de mil jesuítas que ponen varios autores á la muerte del santo. Estaban distribuídos en doce provincias, que llevaban los nombres siguientes: Roma, Toscana, Sicilia, Aragón, Castilla, Andalucía, Portugal, Francia, Alemania alta, Alemania baja, Indias y Brasil. «Los colegios y casas, dice Polanco, que viviendo nuestro Padre se han ordenado, pasan de ciento. Dios sea loado» (3). Concretándonos á España, teníamos, á la muerte de San Ignacio, colegios en Barcelona, Valencia, Zaragoza, Gandía, Oñate, Valladolid, Ávila, Monterey, Medina del Campo, Salamanca, Alcalá, Plasencia, Murcia, Córdoba, Sevilla y Granada. Un noviciado en Simancas. Los jesuítas españoles, sobre todo contando los que vivían fuera de España, no bajarían de trescientos.

Pero más que el número de los jesuítas, sorprendía á los católicos la importancia de los servicios prestados á la Iglesia por la Compañía. Era la última de las religiones, y el primero de sus misioneros, Javier, había llevado la fe hasta el centro del Japón; otros se derramaban por islas de la Oceanía, nunca visitadas por el celo apostólico; otros, en fin, penetraban en los senos del Indostán, del Brasil y de la Etiopia, donde nunca se había oído la voz del Evangelio. Apenas era nacida la Compañía, y Fabro santificaba con los Ejercicios á lo más granado de las cortes del emperador, del rey de Portugal y del

(1) Vida de San Ignacio, 1. v, c. III.
(2) Memorial, 29 de Enero de 1555.
(3) Cartas de San Ignacio, t. vi, p. 366.

príncipe, después rey Felipe II. Laínez y Salmeron asombraron con su talento y sabiduría en la más augusta asamblea del orbe; á los hijos de Ignacio se encomendaba la reforma de monasterios relajados, de cuyo remedio desesperaban los obispos; Ignacio se encargaba de educar en Roma al clero católico para reanimar la fe en el Septentrión; jesuítas dotados de fervoroso celo arrastraban con su predicación á ciudades enteras, como lo hacía Laínez en Venecia, Parma y Florencia; Doménech en Palermo, Monreal y Mesina; Estrada en Oporto, Salamanca y Zaragoza; Araoz en Valladolid, Valencia y Madrid. Al mismo tiempo, con abrir por todas partes colegios y educar á la juventud, empezó la Compañía á prestar un servicio preciosísimo, que siempre agradecieron y agradecerán todos los padres de familia.

Pues en medio de esta Orden religiosa consideremos á Ignacio dirigiendo lo sumo y lo ínfimo de todo este gran movimiento, obedecido y adorado dentro por sus hijos, venerado fuera por Sumos Pontífices, como Paulo III, Julio III y Marcelo II; por soberanos, como Juan III, Felipe II, Fernando, rey de romanos, y los duques de Baviera y de Florencia; por diplomáticos y gobernantes, como Juan de Vega, virrey de Sicilia; el duque de Francavila, virrey de Aragón; el duque de Monteleone, virrey de Nápoles; por cardenales insignes, como el portugués D. Enrique, el español Mendoza, el francés de Lorena, el inglés Polo, los italianos Carpi y Morone; por prelados celosos y prudentísimos, como Santo Tomás de Villanueva, Pedro Guerrero y Guillermo de Prat; en una palabra: por lo más santo, noble y excelso que había en Europa; y cuando recordamos que este hombre, hoy tan respetado, era ayer un estudiante andrajoso que mendigaba por las calles de Barcelona y Alcalá, y anteayer un pobre soldado del castillo de Pamplona, al contemplar un éxito tan superior á todas las fuerzas humanas, debemos con razón exclamar, como Paulo III: «Digitus Dei est hic.»>

CAPÍTULO XXII

JUICIO DE LOS CONTEMPORÁNEOS SOBRE LA NACIENTE COMPAÑÍA

SUMARIO: 1. Aceptación general de la Compañía entre el pueblo católico.-2. Dudas y sospechas suscitadas contra ella y expuestas á nuestros Padres por Santo Tomás de Villanueva.-3. Juicio de este santo sobre la Compañía manifestado en su testamento.-4. Estima que Santa Teresa de Jesús hacía de nuestros Padres.5. El beato Juan de Ávila y la Compañía.-6. El beato Juan de Ribera y su elogio de los Nuestros hecho en Gandía.-7. El Cardenal de Carpi y Juan de Vega.8. San Luis Beltrán y el venerable Juan Micó.-9. Opinión de Fr. Luis de Granada y del Dr. Navarro.-10. Los cordobeses Juan Ginés de Sepúlveda y Ambrosio de Morales.-11. Manifestaciones de respeto en el pueblo mismo.12. Elogio de nuestros colegios hecho por Cervantes.

FUENTES CONTEMPORÁNEAS: 1. Valencia, Archivo de protocolos del Real Colegio de Corpus Christi. Protocolos de José Alamany.-2. Epistolae mixtae.—3. Obras de Santa Teresa.— 4. Cartas de San Ignacio.-5. Epistolae principum.-6. Archivo histórico nacional.-7. Morales, Historia de Córdoba.-8. Sepúlveda, De rebus gestio Caroli V.-9. Litterae quadrimestres.-10. Simón Rodríguez, De origine et progresu S. J.--11. Obras de Cervantes.

1. La impresión que causó en el pueblo cristiano y en todas las personas prudentes la aparición de la Compañía de Jesús, fué en general muy grata y favorable. Decimos en las personas prudentes, porque claro está que no puede haber obra buena, contra la cual no se levanten malos juicios entre los hombres. Si el mismo Jesucristo nuestro Redentor hubo de sufrir tantas calumnias y ser juzgado tan temerariamente por los hijos de este mundo, no es de esperar que sus imitadores alcancen siempre benignidad en los juicios humanos. Hubo, pues, personas que vituperaron á la naciente Compañía de Jesús. Por de pronto, los herejes y enemigos de la Iglesia no podían aprobar una institución levantada para defender á la Iglesia y al romano Pontífice. Sabido es el odio satánico con que los protestantes del siglo XVI persiguieron y calumniaron á la obra de San Ignacio, y este odio continuó y continúa en nuestros días entre los hombres que heredaron el mal espíritu de aquellos herejes. Pero de

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