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Una de las cualidades que el público leyente exige al historiador con más empeño es el don de la amenidad. Pero para ser ameno es indis pensable poder de estilo, y no todos los investigadores lo tienen, sino tan sólo aquellos á quienes Dios se sirvió favorecer con ese privi legio, verdaderamente envidiable, de dar vida á las cosas muertas y sacar de la letra seca de los documentos viejos algo orgánico y palpitante, algo que no puede adivinar quien no tenga ojos y corazón de artista. Detrás de la ver· dad material de los hechos se esconde su ver dad moral, aquella fuerza interna en cuya virtud existen. Y por más que el investigador no alcance á ver esas intimidades recónditas y misteriosas, hace bien en consignar lo que dis tinguen sus ojos, pues estos datos, 6 la relación material de estos hechos, servirá el día de mañana para que otro, más inspirado ó más feliz, llegue á percibir esa verdad moral y la mues. tre de realce en páginas encendidas y vibrantes.

Pero en esto de exigir amenidad al investigador histórico, hay por parte del público mucho que no merece alabanza. Se pondera enormemente la aridez de los trabajos de exploración de Archivos, no para reconocer noblemente el mérito de quien los lleva á cabo, sino

para excusarse de leer el fruto de esas labores, que desde luego se supone que ha de ser poco apetecible. Y así, con esa resistencia á enterarse de los esclarecimientos que tales trabajos aportan para la mejor y más perfecta inteligencia de la historia, se perpetúan determinados errores, y nadie, se entera, por ejemplo, de que en manera alguna cabe llamar Easo á San Se bastián, sino que se sigue calificándola de bella Easo, cuando la antigua Easo no pudo estar situada donde hoy está situada la capital de Guipúzcoa. Aquella población romana pudo hallarse en Fuenterrabía ó en Oyarzun, más ó menos cerca del promontorio Olearso, 6 sea del monte Jaizquíbel; pero después de los admirables esfuerzos hechos por los arqueólogos y críticos que se han dedicado á ilustrar la geografía antigua de la Península Ibérica, no cabe, sin un sistemático desconocimiento de la verdad, afirmar que Easo ocupaba la desembocadura del Urumea, ni colocarla en el lugar en que más tarde se levantó San Sebastián. Acaso no haya rectificación que más tarde en ser del dominio público que las rectificaciones de errores históricos que hayan adquirido en un pueblo cierto carácter de naturaleza. Por eso mismo es más plausible la tarea de quien desinteresadamente busca la verdad, en la seguridad de que mu chas veces no logrará desvanecer patrañas y deshacer fantasmas, por muy de veras que en

ello se empeñe. La acción del tiempo es la única que puede restablecer la verdadera noción de los hechos históricos, á medida que vaya derrocando las ficciones que usurparon indebidamente el puesto de la verdad. Para ello es menester ir realizando con paciencia una menuda y perseverante labor de investigación y de análisis, y depurar á la luz de la crítica los materiales que se van reuniendo.

Claro es que sería preferible que el historiador lo reuniese todo, y fuese, á la par, investigador, filósofo y artista; pero hay que tener presente que, como decía Macaulay, cuyo voto es de calidad para estas materias, ser gran historiador, en la verdadera acepción de la palabra, es acaso el mayor de los méritos intelectuales. «Historiador, tal y como debe serlo, es, en concepto del mismo ilustre crítico, aquel que reproduce en miniatura en las páginas de sus libros el carácter y el espíritu de una época, y que no consigna un hecho ni atribuye á sus personajes la menor palabra que no compruebe antes, y que sabe desechar y elegir y combinar tan discretamente que dé á la verdad el encanto que usurpó la ficción... Ese historiador no descubrirá solamente á los hombres, sino que los hará conocer en su vida interior. Los cambios que se verifiquen, así en las costumbres como en el modo de ser de los pueblos, los indicará también, no con algunas frases ó citas

de documentos estadísticos, sino por medio de imágenes apropiadas al asunto, y que habrá de poner delante de nuestros ojos á cada línea que vaya escribiendo.» (1)

Un historiador así, si algún día llegase á poseerlo el país euskaro, nos haría asistir en es píritu á todos los sucesos importantes de la vida del pueblo vasco, desde los más remotos que se pierden en la noche de los tiempos, hasta los más próximos á nuestros días; nos mostraría las gentes de cada siglo y de cada época, no como entes de razón, ni como figuras de retó rica, sino como seres vivos que hablan, se agitan y obran; penetraría en lo interior de sus almas, y repensaría lo que ellos pensaron; re constituiría el cuadro del hogar y de la familia, y nos enseñaría las mutaciones que ha sufrido en el curso de las edades; acompañaría al guerrero á las batallas, al marino á sus expediciones náuticas, al labrador á los campos, al obrero á sus talleres más o menos rudimentarios, al predicador de la fe de Cristo á los lugares en que vierte los divinos tesoros del Evangelio; pintaría el paisaje, no tal como hoy se presenta á nuestros ojos, sino tal como se ostentaba en el tiempo á que la narración se refiere; pondría

(1) De la historia. Este estudio apareció en la Edinburgh Review del mes de Mayo de 1828, con motivo de la obra de Enrique Neel, titulada La novela de la historia. (Londres, 1818.)

de relieve el desarrollo de la agricultura, los progresos de la industria, la elaboración de las leyes, la transformación de las costumbres, el desenvolvimiento de las artes, el pensar y el sentir de cada generación y el origen de las innovaciones que se van introduciendo; distinguiría lo permanente de lo transitorio, y lo que es alma de la raza, y obedece á leyes históricas y á la fuerza de tradición secular, de lo que es efecto de modas pasajeras y en vano pretende arraigar en un suelo que no está preparado para recibirle; sabría ver en cada detalle lo que debe verse, y no acumularía pormenores inútiles, sino que obraría á la manera de los grandes pintores que saben imitar maravillosamente á la Naturaleza, sin detenerse á copiarla minuciosamente. Porque como dice el insigne crítico á quien he citado hace poco, «quien ignora el arte de la elección produce los efectos más groseramente falsos sin faltar por eso á la verdad.. De aquí que sea necesario representar ciertos sucesos en gran escala, y reducir las proporciones de otros, dejando los más medio velados en las nieblas del horizonte, pero con algunos ligeros toques que den idea general del efecto que produjeron en conjunto.» (1)

(1) MACAULAY. De la historia.

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