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otros inclinados al casuismo particularista; ellos á la abstracción generalizadora; nosotros, como positivistas, aferrados al hecho; ellos como idealistas, propensos á elevarse á la filosofía del Derecho. Indudablemente,

to; sin embargo, la Historia y los modernos trabajos antropológicos me permiten sostenerlo. La lengua de Castilla, propia de Aragón, y su asimilación en Valencia, son ya por poco que se reflexione, un testimonio en mi favor; la Historia por su parte nos enseña que casi nunca se vieron unidas Valencia y Cataluña en discrepancia con Aragón; en cambio, siempre se encuentra esta unión entre Aragón y Valencia, aun en discrepancia con Cataluña. Durante la Confederación, nuestra unión fué material y moral con Mallorca, asignada como dependencia de nuestro Principado; solo moral con Aragón y Valencia. La influencia que sobre esta última ejerció Aragón fué directa; indirecta la que nosotros sobre ella ejercimos.

Cuando la unión con Castilla, pronto Valencia y Aragón confraternizaron con ella, dejándonos aislados; actualmente no hay que decir que los lazos de unión son más íntimos con Castilla que con su antigua hermana.

La Antropología nos demuestra que guardan más analogía étnica entre sí Aragón y Valencia que ninguna de ellas con Cataluña. El sistema craneal es el dólico-céfalo en aquellas regiones lo mismo que en Castilla; en Cataluña, el mixto de dólico y braquicéfalo.

La producción intelectual (dejando la de este siglo en que todo anda revuelto y desequilibrado) fué idealista siempre en Aragón y Valencia; analítica en Cataluña.

de los catalanes habían de ser preferidos los razonamientos fundados en cláusulas testamentarias que había que esclarecer, labor propia de talentos analíticos; para los valencianos y aragoneses habían de tener mayor estima las disertaciones filosóficas con que se iban á fijar reglas á la trasmisión de la herencia real, que hasta entonces no las tenía: trabajo muy propio de talentos sintéticos. Calcúlese ahora el efecto que había de causar en semejantes hombres la sólida argumentación escolástica de Arias de Valbuena, que había merecido ya unánime aplauso de la Junta magna de teólogos y juristas reunida por D. Fernando en Sevilla para estudiar el fundamento de sus derechos á la corona de Aragón. Se comprenderá aquel en toda su fuerza, estudiando la base que tal argumentación tenía en nuestra historia y en la alta filosofía que informa al Derecho romano, cuyas luces empezaban á brillar ya sin contraste en las escuelas de jurisprudencia de casi todo el mundo latino.

En efecto: lo mismo en Aragón que en Cataluña, era la corona (condal ó real) he

reditaria. Sancho el Mayor de Navarra había dispuesto de Aragón en testamento en favor de su hijo Ramiro ó Ranimiro; en Cataluña Vifredo había recibido del Rey de Francia el privilegio de ser hereditario en su familia el título de Conde de Barcelona, que equivalía á decir de la Marca.

De esta manera, por modo natural, así los Reyes como los pueblos, habían llegado á considerar la Soberanía, como institución de derecho privado, y por ello miraban como cosa regular el disponer de ella en testamento, y aún dividirla entre sus hijos, de lo que se habían dado casos.

Al sentar, pues, los abogados de D. Fernando el principio de ser la Soberanía un derecho privado de los reyes, con carácter hereditario, no chocaban con el criterio histórico del ilustrado Tribunal de Caspe, ni tampoco con el criterio popular; antes los corroboraban y precisaban hasta el punto de declararlo oficio varonil, que era como he dicho anteriormente el mismo concepto que de la Soberanía tenía el pueblo en la Corona aragonesa; de donde provenía la autoridad que se daba al testamento de

D. Jaime el primero, y el olvido en que había caido el de su antecesor D. Alfonso, por excluir aquél en sus substituciones à las hembras y admitirlas éste á la sucesión. Además, tal criterio había de ser también simpático á hombres de nuestra raza siempre ávidos de justa libertad y enemigos de todo despotismo, pues coartaba el proceder arbitrario de los Reyes de disponer á su talante de la corona, heredando hijas, como Pedro IV, dividiendo y desmembrando los reinos, ó bien perjudicando el mejor derecho de los primogénitos, todo lo cual hizo el Rey D. Jaime.

No menos luminosa había de parecerles la doctrina de la vinculación de la Soberanía en la persona del Soberano, ya que por muy admitido tenían en filosofía escolástica ser el derecho una facultad moral que compete á una persona, la cual en este caso es ά singular, porque singular es la Soberanía. De donde perfectamente admisible había de parecerles la deducción apuntada por los abogados castellanos, de absorber el derecho todo, quien ejerce la Soberanía, y en tal manera, que lo vincula en su posteridad

hasta la más remota rama transversal; sin que por ello quede perjudicado derecho alguno de los hermanos, pues quedan excluidos por la posesión personal que obtiene el rey, de su derecho soberano.

El mismo sistema de substituciones que de tal doctrina se desprende por lógica consecuencia, no podía menos de ser admitida por aquellos hombres, no solo devotos admiradores del Derecho romano sino discípulos de Aristóteles, cuyo es el principio que informa la ley de sucesión legítima establecida por Justiniano, á saber: que el amor suele descender, y si no puede descender, asciende; pero si no puede ascender ni descender, se extiende por los lados: principio que fundado en el amor presunto de la persona de cuya sucesión se trata, vinculó entre los romanos los bienes en la familia natural, como consecuencia legítima del carácter del matrimonio cristiano; y que aplicada al caso que se debatía, en que el amor presunto y hasta natural del Rey D. Martín no podía bajar ni subir por falta de descendientes legítimos y ascendientes, debía extenderse por la línea transversal, y por tanto,

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