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Antonio Bernabeu y don Joaquin Maniau. Y estendiéndose la proscripcion á las provincias, fueron traidos arrestados á Madrid hombres tan esclarecidos como don Juan Nicasio Gall go, don Vicente Traber, don Domingo Dueñas y don Francisco Golfin. De esta manera se iban llenando las cárceles de la capital de diputados y hombres tan ilustres é inocentes, y esta era la recompensa que empezaban á recoger de sus sacrificios por la libertad del pueblo español y por la de su rey, observándose el fenómeno singular de ser el presidente de un Congreso conspirador contra el Congreso mismo, y de ser diputados algunos de los ejecutores de las prisiones de sus compañeros.

Con tan fatal ejemplo, y con haberse adelantado, segun indicamos atrás, el conde del Montijo á preparar los ánimos de la plebe de Madrid, levantóso en la mañana siguiente (14 de mayo) un tumulto popular, prorumpiendo la clase mas baja en furiosos gritos contra los liberales, arrancando y destrozando la lápida de la Constitucion, sacando del salon de Córtes, sin que la guardia lo impidiese, la estátua de la Libertad y otras figuras alegóricas, y arrastrándolas por las calles con demostraciones de insulto y de ludibrio, intentando acometer las cárceles en que se hallaban los ilustres presos, y pidiendo que les fueran entregados. Por fortuna no pasó mas allá el motin; pero aquel mismo dia apareció fijado en las esquinas el famoso Manifiesto y decreto del rey fechado el 4 de mayo en Valencia y firmado por don Pedro Macanáz, que hasta aquel dia se habia tenido reservado y oculto, y en el cual, no obstante los párrafos que hemos copiado, habia otro en que se ofrecia reunir Córtes y asegurar de un modo estable la libertad individual y real, y en que se estampaban aquellas célebres frases: «Aborrezco y delesto el despotisumo: ni las luces y cultura de las naciones de Europa lo sufren yá, ni en «España fueron déspotas jamás sus reyes, ni sus buenas leyes y Constitucion «lo han autorizado:» que parecian puestas como para befa y escarnio, visto lo que despues de ellas se decia y lo que se estaba resuelto á hacer (1).

Bajo tales auspicios hizo el rey Fernando su entrada en Madrid (13 de mayo), precedido de la division de Wittingham, y cruzando desde la puerta de Atocha y el Prado, las calles de Alcalá y Carretas, hasta el convento de Santo Tomás, donde entró á adorar la imágen de Nuestra Señora de Atocha allí depositada, y prosiguiendo después por la Plaza Mayor y Platerías al Real Palacio, que volvió á ocupar al cabo de seis años de ausencia. No le faltaron en la carrera ni arcos de triunfo, ni vivas, ni otras demostraciones y feste

(1) Afirmase haber sido escrito este Manifiesto por don Juan Perez Villamil, auxiliado por don Pedro Gomez Labrador, lle

vando la pluma y haciendo como de secreta

rio don Antonio Moreno, ayuda de peluquero que habia sido en palacio, y después consejero de Hacienda.

jos, que nunca falta quien los ofrezca en casos tales, ni quien muestre contentamiento y júbilo, no viéndose entre aquel oleage las lágrimas ni oyéndose entre aquella gritería los sollozos de las familias de los que yacian en los calabozos y lóbregos encierros, en premio de haber libertado al rey de la csclavitud en que aquellos seis años habia vivido, y restituídole al trono do suз mayores.

Tambien hizo su entrada pública en Madrid á los pocos dias (24 de mayo) el duque de Ciudad-Rodrigo, lord Wellington, siendo recibido con los honores que correspondian á su elevada clase y á los servicios hechos á España. Su venida infundió á los encarcelados y proscriptos alguna esperanza, ya que no de ver modificado el sistema de gobierno que se inauguraba, por lo menos de que influyera en que cesasen sus padecimientos, habiendo sido amigos suyos varios de ellos, y miembros algunos de un gobierno de quien tantas distinciones habia él recibido. Mas si bien al despedirse para Lóndres parece dejó una esposicion dando consejos de moderacion y templanza, ni durante su permanencia en Madrid ni despues de su ida se notó variacion, ni se sintieron los efectos de su influencia en este sentido. Allá se fué á gozar del abundoso galardon con que su nacion acordó remunerarle, mientras aqui sufrian penalidades sin tasa los que más á esta nacion habian servido (1).

Con la misma fecha del célebre decreto de Valencia de 4 de mayo habia el rey formado un ministerio, que modificó después (31 de mayo), quedando definitivamente constituido con las personas siguientes: el duque de San Carlos para Estado; don Pedro Macanáz para Gracia y Justicia; don Francisco Eguía para Guerra; don Cristóbal Góngora para Hacienda, y don Luis de Salazar para Marina. «Cabeza de este ministerio el duque de San Carlos (dice un his ́toriador), el hombre de los tumultos de Aranjuez y el consejero íntimo de Valencey, que tanto impulso habia dado á la máquina politica para que volviera al escabroso camino de donde la sacaron las revoluciones, habia de seguir el comenzado rumbo con el apoyo del brazo de hierro de Eguía, el encarcelador de los representantes del pueblo.» Asi sucedió, «creciendo (como dice otro escritor), cada dia más las persecuciones y la intolerancia contra todos los hombres y todos los partidos que no desamaban la luz y buscaban el progreso de la razon: siendo en verdad muy dificultoso, ya que no de todo punto imposible á los ministros salir del cenagal en que se metieran los primeros y malhadados consejeros que tuvo el rey.»

(1) Generoso anduvo el parlamento inglés con lord Wellington; ademas del título de duque que le confirió la reina, otorgóle el parlamento la enorme suma de 300,000

libras esterlinas para que pudiera formarse un estado, abonándole aparte las arcas públicas otras 17,000 por sueldos y otras mercedes.

Pero hemos llegado á donde nos habíamos propuesto en este capítulo y libro, á dejar al rey Fernando sentado de nuevo en su trono, despues de la gloriosa revolucion que la nacion habia hecho para conservársele, que es cuando verdaderamente comenzó á reinar en España. Dejémosle en él, inaugurando la funesta política que distinguió su reinado, cuya historia trazarémos y darémos á luz el dia que las circunstancias nos lo permitan, y hagamos ahora la reseña crítica del interesante período comprendido en los dos últimos libros de nuestra narracion histórica, tomándola desde el punto en que la dejamos pendiente

CAPITULO XXX.

DESDE CARLOS III. HASTA FERNANDO VII.

De 1788 á 1814.

I.

En nuestra ojeada crítica sobre el reinado de Cárlos III, y hablando de la influencia que en sus últimos años habia ejercido su política en todas las naciones de Europa, dijimos: «En el caso de que la Providencia hubiera querido diferir algun tiempo su muerte, no sabemos ni es fácil adivinar cuánto y en qué sentido hubiera podido influir en los grandes aeontecimientos que en Francia y en Europa sobrevinieron á poco de descender Cárlos III. á la tumba.>>

Y ya en nuestro Discurso Preliminar habíamos dicho: «No sabemos cómo se hubiera desenvuelto Cárlos III. de los compromisos en que habria tenido que verse si le hubiera alcanzado la esplosion que muy luego estalló del otro lado del Pirineo. Fortuna fué para aquel monarca, y fatalidad para España, el haber muerto en vísperas de aquel grande incendio.>>

De contado no es difícil pronosticar que Cárlos III., con todas sus prendas y virtudes de rey, con todos los grandes hombres de Estado de que habia tenido el acierto de rodearse, con toda aquella juiciosa y hábil política á que sc debió que en los últimos años de su vida todas las naciones de Europa volvieran á él sus ojos como al único soberano que podia conjurar los conflictos que las amenazaban, no habria podido seguir ejerciendo aquel honroso ascendiente que le dió la atinada direccion de los negocios públicos, con la prudente apli

cacion de los principios que entonces servian de pauta y norma á los gobiernos para el régimen de las sociedades. Trastornados estos principios por la revolucion francesa que estalló á poco de su fallecimiento, conmovidos con aquel sacudimiento todos los tronos, destruidos ó cambiados en el vecino reino todos los elementos del órden social, abierto aquel inmenso cráter revolucionario cuya lava amenazó desde el principio derramarse por toda la haz de Europa y abrasarla, ¿habrian seguido, habrian podido seguir Cárlos III. y sus hombres de Estado aquella politica sensata y firme, vigorosa y desapasionada, que les dió tanto realce á los ojos del mundo, y engrandeció tanto la nacion que dirigian?

Señales evidentes dieron los dos eminentes varones que despues de haber sido ministros de Cárlos III., siguieron siendclo de su hijo y sucesor Cárlos IV., de haberles alcanzado la turbacion que en los espiritus mas fuertes y en los repúblicos mas enteros y esperimentados produjo aquel asombroso trastorno. Al primero de ellos, el conde de Floridablanca, el solo amago de la revolucion le hizo receloso y timido, el impetu con que comenzó á desarrollarse le estremeció, sus violentas sacudidas le encogieron y apocaron: el varon en otro tiempo imperturbable, el anciano esperto, trocóse en asustadizo niño que se representaba tener siempre delante de sí la sombra de un gigante terrible asomado á la cresta del Pirineo, y amenazando ahogarlo todo entre sus colosales brazos. El iniciador de las reformas en España retrocedió espantado de la exageracion de las reformas en Francia. El libertador de las trabas del pensamiento en la península, proclamóse enemigo abierto de la libertad de ideas del vecino reino. El propagador de la moderna civilizacion en nuestra patria cambiósé en perseguidor inexorable de toda doctrina ó escrito contrario al antiguo régimen. La propaganda democrática de fuera le hizo absolutista intransigente dentro, y la demagogia francesa le convirtió en apasionado sostenedor del más exagerado monarquismo universal.

Haciendo á Cárlos IV. el más realista de todos los soberanos de Europa, el más interesado de todos por la suerte del infortunado Luis XVI, el más enemigo de la revolucion francesa; dirigiéndose á la Asamblea legislativa con todo el desabrimiento de un viejo mal humorado, y con toda la imprevision de un diplomático novel é inesperto; retando á una nacion grande é impetuosa en los momentos de su mayor exaltacion; faltándole en el ocaso de la vida la prudencia que le habia distinguido en años juveniles; declarando que la guerra contra la Francia revolucionaria era tan justa como si se hiciese á piratas y malhechores, sus indiscretas notas, leidas en la Asamblea, fueron contestadas con una sarcástica sonrisa y con un desdeñoso acuerdo; su conducta comenzó por resentir á los nuevos gobernantes, indignó después á los parti

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