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el do Nápoles á su hermano José, y al comunicarlo secamente á Cárlos IV. Ie insinua que tal vez le obliguen las circunstancias á tomar igual resolucion con la Etruria, donde reinaban los hijos del rey de España por la gracia de Dios y la voluntad de Napoleon. ¿Alzará este nuevo desengaño la venda que cubria los ojos de Cárlos IV.? ¿Podrá pensar ahora en reclamar sus derechos al trono de Nápoles, como cuando se formó de él la república Parthenopea, ó tendrá que cuidar de que no corra el suyo propio la misma suerte? ¿Quién puede señalar los límites de los proyectos de Napoleon? ¿Quién conoce su pensamiento, y qué soberano puede decir: «Yo estoy seguro en mi solio?» De contado el que en el tratado de Paris de 4 de enero de 1805 garantizó á S. M. Católica la integridad de su territorio de España (artículo 6.), ofreció en 1806 á Rusia dar las Islas Baleares al príncipe real de Nápoles, y así se estipuló en el tratado de 20 de julio entre los dos imperios. ¿Qué era para él la fé de los tratados, qué los compromisos solemnes, qué la palabra imperial empeñada, y en qué código fundaba su derecho de regalar á otro el territorio de un soberano amigo, y cuya integridad habia además garantido?

Algo abrieron con esto los ojos Cárlos IV. y el príncipe de la Paz. Pero en tanto que ellos discurren el dificilisimo medio de salir de este camino de perdicion, Napoleon emprende la prodigiosa campaña de Prusia, y con la memo. rable batalla de Jena castiga duramente el inoportuno y loco entusiasmo patriótico de aquel reino, deshace la secular monarquía de Federico el Grande, ocupa á Berlin, y ébrio de ambicion, de poder y de orgullo, dá el terrible y monstruoso decreto del bloqueo continental, Encuentra estrecha y mezquina para la grandeza de su genio la dominacion de Italia, de Holanda y de Alemania, y remontando su vuelo como el águila que ha tomado por emblema, avanza al Vistula y al Niemen, triunfa en los nevados campos de Eylau, gana á Dantzick, ahoga el ejército ruso en Friedland, y despues de humillar á los dos soberanos Alejandro y Federico Guillermo, los obliga á firmar la famosa paz de Tilsit (1807), en uno de cuyos artículos secretos se pactó que José, rey ya de Nápoles, lo seria de las Dos Sicilias, cuando los Borbones de Nápoles hubiesen sido indemnizados con las Islas Baleares ó la de Candía, despues de lo cuál tornóse á Francia rodeado de brillo, y considerado como el dominador del continente

De esta manera, si desde el tratado de San Ildefonso hasta la paz de Campo-Formio, y desde la de Campo-Formio hasta la de Amiens, no habia sacado España de su malhadada alianza y su leal amistad á la república francesa sino desaires, humillaciones y descalabros, desde la paz de Amiens hasta la de Tilsit no recogió sino desdichas é infortunios. Y si funesta le fué la union con la Francia republicana, en sus formas de Con

vencion, de Directorio ó de Consulado, ibale siendo todavía mas funesta la union con la Francia imperial.

Teniendo por aliado al grande emperador de los franceses, que todo lo subyugaba en Europa, tuvo España que defender ella sola, y con sus propias fuerzas, sus colonias del Nuevo Mundo, contra las espediciones marítimas de la vengativa y codiciosa Inglaterra. Debido fué, no á auxilio alguno que recibiéramos de nuestro poderoso aliado, sino al heróico patriotismo del ilustre Liniers, al arrojo de nuestros marinos y á la lealtad y decision de nuestros hermanos de América, que los ingleses fueran escarmentados y que se salvára Buenos-Aires. Napoleon felicitó por ello á Cárlos IV.; ¿pero dónde estaban las escuadras francesas que con arreglo al tratado de París debian obrar en combinacion con nuestras fuerzas marítimas para mantener la integridad de los dominios españoles? El emperador felicitaba, pero no socorria; enviaba parabienes, pero no cumplia los tratados. ¡Ah! El que se obligó en París á mantener la integridad de nuestro territorio, disponia en Tilsit de nuestras Baleares como si fuesen propiedad suya de libre dominio!

TOMO XIII.

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V.

Aunque la marcha política de los gobiernos en sus relaciones con los do otros paises, y los acontecimientos esteriores, que son resultado de aquella en una época dada, suelen influir poderosamente en el estado interior, político, económico é intelectual de un pueblo, y guardar entre sí analogía grande, ni siempre ni en todo hay la perfecta correspondencía que algunos pretenden encontrar. Sin salir de nuestra España, reinados y períodos hemos visto, en que la nacion, al tiempo que estaba asombrando al mundo con sus conquistas, con su engrandecimiento esterior y su colosal poder, sufria dentro, ó las consecuencias desastrosas de un errado sistema económico, ó los efectos de una política estrecha y encogida, ó el estancamiento intelectual producido por medidas de gobiernos fanáticos ó asustadizos, ó por la influencia de poderes apegados á todo lo antiguo y rancio y enemigos de toda innovacion. Mientras hay períodos en que una nacion, sin el aparato y sin el brillo de las glorias esteriores, crece y prospera dentro de sí misma con el acertado desarrollo de las fuerzas productoras bajo el amparo de una ilustrada y prudente administracion.

No se encontraba exactamente y de lleno en ninguna de estas dos situaciones la España de Cárlos IV.; pero tampoco correspondia en todo la marcha y el espíritu de la política interior al sistema de perdicion y de ruina que se habia seguido en lo de fuera. La impresion de los desastres y desventuras que este último trajo sobre la infeliz España preocupó, y no lo estrañamos, á los escritores que nos han precedido para juzgar con cierta pasion y deprimir

y decoro del trono, ó por especiales resentimientos, aborrecian su administracion y su privanza; la aversion nuevamente producida por su enlace con princesa de régia familia, y aumentada con el escándalo de otras amorosas y simultáneas relaciones; los planes de loca ambicion que con más ó ménos verosimilitud le eran atribuidos; los celos del príncipe de Asturias, y el partido que en palacio y en la córte á la sombra del heredero del trono se habia ido formando; las acusaciones bochornosas para la magestad misma, de que sin miramiento á la honra ni al recato se le hacia objeto; los crímenes, acaso inventados por el ódio femenil, y denunciados por la princesa de Asturias, á cuyo matrimonio con Fernando se habia opuesto el de la Paz; todo esto movió al odiado favorito á buscar apoyo y proteccion en el soberano de aquella nacion aliada, amigo cuando era cónsul, enemigo cuando vistió la púrpura imperial, enojado por el convenio de Badajoz, é irritado por ciertos rasgos de entereza de Cárlos IV. y de Godoy.

No venia mal á Napoleon este cambio de conducta del monarca y del valido español. Amenazábale una nueva coalicion europea, y conveníale tener por amiga á España y que sirviese de distraccion á Inglaterra: el matrimonio del príncipe Fernando con la princesa napolitana María Antonia sé habia hecho á disgusto suyo: era María Antonia hija de la reina de Nápoles, de la imprudente Carolina, la amiga de los ingleses y enemiga irreconciliable de la Francia, que tan inoportuna y locamente provocó las iras de Napoleon, expiando su locura con la pérdida de la corona; la madre y la hija se correspondian y conspiraban contra Napoleon y contra Godoy; el emperador francés interceptaba las cartas y las denunciaba al ministro español; el valido las confiaba á la reina María Luisa; en este horno de intrigas y de peligros, era de recíproca conveniencia de Bonaparte y de Godoy entenderse y aunarse deponiendo recientes desabrimientos. Esto esplica el tratado de enero de 1805, en que, bajo la apariencia de iguales garantías para asegurar mútuos intereses, quedaba, como siempre, sacrificado el mas débil. ¿Qué importaba á Godoy atar de pies y manos la España al carro de Napoleon, si en él encontraba un escudo para guarecer su persona de las conspiraciones de palacio?

Un vago ofrecimiento de Napoleon al principe de apoyarle y protegerle contra todos sus enemigos interiores y esteriores, si le ayuda con celo y eficacia en la lucha con Inglaterra, despierta en Godoy un pensamiento ambicioso, verdadero principio de aquel desvanecimiento que le perdió á él y puso á España al borde de su total pérdida y ruina. Su agente diplomático en París alimenta sus delirios y acalora más su fantasía. Ya se figura poder privar de la sucesion de España al príncipe Fernando de acuerdo con Napoleon; ya se considera con títulos á ser uno de los participes en el repartimiento de

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estados y coronas que aquél estaba haciendo. Esto esplica la cicga sumision de Godoy á Napoleon desde enero de 805 á octubre de 806; como aquél «cuyo reconocimiento bácia Su Magestad Imperial y Real era ilimitado:» como quien «estaba dispuesto á hacerse objeto de las bondades de S. M. I. y R. y la obra de su benevolencia.» Entonces volvieron las finezas y presentes do cruces, bandas y loisones, como ántes lo fueron de retratos y caballos. Entonces no se reparaba en sacrificar tesoros y armadas, con tal que el holocausto sirviera á mantener propicio el ídolo.

¿Pero eran acaso estas esperanzas sueños ó ilusiones del príncipe de la Paz? Podrian en último término quedar, como quedaron, en ello convertidas. Mas es lo cierto que entretanto eran objeto de sérias y formales negociaciones entre uno y otro, en que intervenian tambien de una y otra parte ministros y agentes diplomáticos; negociaciones largo tiempo seguidas, y que comenzaron por un proyecto de regencia en Portugal ó en España para el príncipe de la Paz, y acabaron por destinarle una soberanía y un estado independiente en aquel reino, cuya conquista habia de hacerse por las armas france sas y españolas reunidas. El partido era tentador, halagüeño el incentivo, el aliciente grande, y más para quien estaba sosteniendo aqui incesante y fatigosa lucha con tantos y tan porfiados enemigos, trabajando sin tregua por derribarle.

Mas como Napoleon diera un corte á estos tratos, dejándolos, más que pendientes, abandonados al parecer, por atender con preferencia á lo que le importaba más, que era lo de Inglaterra, Alemania y Rusia, y para emprender aquellas prodigiosas campañas que le hicieron casi el árbitro de las niciones y casi dueño del continente europeo, túvose Godoy por burlado, vió escapársele de entre las manos la corona y soberanía de los Algárbes que ya creia tocar, enojóse con su mismo negociador Izquierdo á quien tachaba y reconvenia de descuidado y flojo, agrióse con el emperador, á quien acusaba de falaz y de embaidor, y todos los halagos, y todos los rendimientes, y toda la sumision de ántes se trocaron otra vez en ódio y animosidad. Esto esplica el nuevo cambio de politica del favorito de los reyes españoles, y que entonces debió parecer incomprensible novedad; su conato de unir la España á las potencias coaligadas contra Napoleon, el envío de un comisionado especial á Londres para entablar tratos de paz con la Gran Bretaña, y la famosa proclama á los españoles (octubre, 1806); vergonzante grito de guerra, mezcla estraña de cobardía y de desesperada resolucion, especie de logogrifo, que sorprendió á todos, y cuyo objeto sin darse á entender se dejaba traslucir.

De dos graves errores procedia este temerario paso del príncipe de la

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