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cultura de las naciones, y para la organizacion que más puede convenir á sus adelantos y á su prosperidad.

Si después vino otro reinado, en que se hicieron esfuerzos por restituir á aquella institucion gran parte de su quebrantado poder, de su debilitada influencia, y de sus antiguos brios, tambien veremos en ese reinado fatal sofocarse de nuevo la libertad del pensamiento, privar de la suya á los hombres de doctrina y de ciencia, retroceder el movimiento literario, y cerrarse los canales de la pública instruccion; especie de paréntesis del progreso social, semejante á las enfermedades que paralizan por algun tiempo el desarrollo de la vida. Pero no anticipemos nuestro juicio, llevándole mas allá del período que ahora abarca nuestro exámen.

Cúmplenos por último advertir, bien que pudiera tambien hacerlo innecesario la discrecion y clara inteligencia de nuestros lectores, que cuando esponemos y aplaudimos el desenvolvimiento de los gérmenes de ilustracion y cultura que hemos notado y hecho notar en el siglo XVIII. y principios del XIX. en nuestra España, ni queremos decir, ni podria ser tál nuestro intento, que aquella ilustracion y cultura se hallára de tal modo difundida en la nacion, que pudiera ésta llamarse entonces un pueblo ilustrado. Por desgracia faltábale mucho para ello todavía; que las luces que alumbran el humano entendimiento no son como los rayos del sol que se difunden instantáneamente por toda la haz del globo: la condicion de aquellas es propagarse lentamente á las masas; la instruccion popular, como todo lo que está destinado á influir en la perfeccion del género humano, es obra de los tiempos y del trabajo asiduo y perseverante de los hombres á quienes la suerte y el talento colocan en posicion de servir de guía á los demás y de transmitirles el fruto de sus concepciones. Harto era, y es lo que hemos aplaudido, que al abrigo de sistemas do gobierno cada vez mas espansivos y templados, se viera crecer el número de estos ilustradores de la humanidad, y que si un siglo antes lucian como entre sombras el genio y el saber de muy escasas y contadas individualidades, se vieran después multiplicadas estas lumbreras, y resplandeciendo en la esfera del poder, en los altos consejos, en las academias, en las aulas y en los libros; semillas que habian de producir y generalizar la civilizacion en tiempos que hemos tenido la fortuna de alcanzar, y cuyo fruto y legado nunca podremos agradecer bastante á nuestros mayores.

IX.

Tál era el estado social de España, y tál habia sido la conducta de los hombres del gobierno, en lo político, en lo económico, en lo religioso y en lo intelectual, cuando las legiones de nuestra antigua aliada la Francia, cuando las huestes del poderoso emperador que se decia nuestro amigo, se derramaron por nuestra península, cándidos é incautos iberos nosotros, nuevos cartagineses ellos, que venian fingiéndose hermanos para ser señores. El gran dominador del continente europeo, el que como abierto enemigo y franco conquistador habia subyugado tan vastas y potentes monarquías, solo para enseñorear la nuestra creyó necesario vestir el disfraz de la hipocresía. Sin quererlo ni intentarlo confesó una debilidad y nos dispensó un privilegio.

¿Habrian sido bastantes los desaciertos políticos de Carlos IV., del principe de la Paz y de los demás ministros de aquel monarca para inspirar á Napoleon el pensamiento de apoderarse del trono y de la nacion española, ó fueron necesarias las intrigas, las discordias y las miserias interiores para atraer sobre ella las miradas codiciosas del insaciable conquistador? Aun dado que aquellas no hubieran existido, no es de suponer que fueran los Pirineos mas respetable barrera á su ambicion que lo habian sido los Alpes y los Apeninos, y que se detuviera ante el Bidasoa quien no se habia detenido ante el Rhin y el Danubio; no es de creer que quien habia derribado los Borbones de la península itálica, dejára tranquilos en su sólio á los Borbones de la peninsula ibérica; no es de presumir que quien estaba acostumbrado á humillar tan poderosos soberanos y á derruir tan vastos y pujantes imperios, pensára en hacer escepcion de un monarca debil y de un reino que tanto él mismo babia enflaquecido. Lo único que habria podido servir de dique al torrente de

su ambicion, y de freno á su desmesurada codicia, hubiera sido la gratitud á una alianza tan constante y leal, tan útil al imperio como funesta á España, el reconocimiento á tan inmensos servicios, tan beneficiosos al emperador como costosos á los españoles. ¿Mas quién podia descansar en la confianza de un agradecimiento de que nunca se habian visto señales, ni cómo podia España prometerse que sus complacencias fueran mas generosamente correspondidas que las de Parma y de Cerdeña?

Pero si es cierto que habria bastado la desastrosa política esterior do nuestros gobernantes para atraer sobre la nacion la tempestad que del otro lado del Pirineo estaba siempre rugiendo y amenazando, no lo es menos que las miserias del palacio y de la córte fueron como aquellas materias que llaman hácia sí la nube cargada de electricidad y atraen el rayo. Si cuando ésto se desgaja, abrasára solo á los que provocan el estampido, casi no moverian á compasion las víctimas; pero Dios sabrá por qué los pueblos están destinados á expiar los crímenes ó las flaquezas de sus príncipes y de sus gobernantes, y esto es lo que acrecienta el dolor del infortunio. La córte de Cárlos II. tan vituperada no ofrecia un cuadro tan aflictivo como la córte de Cárlos IV. Allí eran cortesanos corrompidos y partidos politicos estrangeros los que abusaban de un monarca de flaco y perturbado entendimiento; aquí, además de cortesanos inmorales, eran reyes y príncipes los que dentro del régio alcázar, divididos entre sí en odiosos bandos y urdiendo abominables intrigas, daban escándalo á la nacion, y comprometian el trono y el reino. Allí se disputaba Ja herencia de un soberano sin sucesion, y conspiraban las facciones en pró de cada aspirante á la corona. Aquí, habiendo sucesores legítimos, y ántes de la época legal de la sucesion, hablábase de hijos que aspiraban á suplantar á los padres, de padres á quienes se atribuian intentos de desheredar á los hijos, de privados que soñaban en escalar tronos y sustituirse á las leyes de la naturaleza y del reino, de reinas que postergaban el fruto de sus entraños al objeto de sus ilícitos favores. Allí se aborrecian los partidos contendientes, y nadie aborrecia al rey; aquí mostraban odiarse consanguíneos y afines del que ocupaba el trono, se achacaban reciprocamente designios criminales, temian ó fingian temer cada cuál por su existencia, y todos ¡oh baldon! invocaban humildemente contra sus propios deudos el auxilio y proteccion de un potentado estraño. ¿Qué habia de hacer este destructor de imperios, y este usurpador de coronas? Casi le disculparíamos si no se hubiera puesto máscara de amistad para encubrir y cometer una felonía.

Hay, sin embargo, en esta repugnante galería, un personage, que se destaca por la apacibilidad de su carácter, por el fondo de probidad que se dibuja en los rasgos de su rostro, y hasta en los errores de su proceder. Este per

sonage es el rey. Honrado Cárlos IV., como Luis XVI, amante como él de su pueblo, pero débil como él, no escaso de comprension, pero indolente en demasía, y confiado hasta lo inverosimil, vivió y murió teniendo constantemento á su lado dos personas, y vivió y murió sin haberlas conocido, la reina y Godoy. No se comprende en quien ni era imbécil, ni careció de avisos imprudentes que le hicieran cauteloso. Solo puede esplicarse por una dósis tál de fé, que le representára cosa imposible la infidelidad. No fué el mayor mal, aunque lo era muy grande, de esta obcecacion, el haber fiado al valido la direccion de una política que se veia ser ruinosa, y la suerte de un reino que se veia caminar por sendas de perdicion. Lo peor era la mancilla que caia sobre lo que debe servir de espejo en que se mire el pueblo, la herida que se abria á la moral pública, la ocasion que se daba á calificaciones propias para desprestigiar el trono, y sobre todo, el mal ejemplo para un hijo á quien sobraba ya malicia para conocer, y faltaba generosidad ó prudencia para disimular. ¿Qué estraño es que Carlos IV., tan confiado en la reina y en Godoy, confiára tambien en Napoleon, y creyera de buena fé que venía á hacerle emperador....?

No queremos recargar las sombras del retrato de la reina. Pero culpablo de la elevacion del favorito, causa y fuente de la animadversion popular, de los desaciertos politicos, de los disturbios domésticos, y de la cadena de desastrosas consecuencias que de ellos se derivaron; perseverante á tal estremo que si lo fuera en la virtud, como lo fué en la pasion, hubiera pocos tan recomendables modelos; nada cuidadosa de la cautela que tanto habria podido atenuar la fealdad del proceder; generosa en desprenderse de sus joyas para subvenir á las necesidades y peligros de la patria, y solo obstinada en no desprenderso de un afecto, que habria sido el sacrificio mas acepto á Dios, á la patria, y á los hombres, nos es imposible, aunque lo desearíamos, relevarla de la responsabilidad de las calamidades que de su conducta emanaron.

Menos culpable aparece á nuestros ojos el príncipe de la Paz como ministro que como privado. Hémosle juzgado ya en el primer concepto. Funesta y vituperable como fué su política, podia nacer de error, y el error no es crimen; y hemos visto además que tuvo períodos de dignidad y entereza como diplomático, rasgos de acierto como gobernante, y arranques plausibles como administrador. Ni malvado en el fondo, ni de inclinacion tirano, solo apare cia lo uno ó lo otro, cuando alguno intentaba quebrantar y él pugnaba por mantener su valimiento. Cególe en la última época la ambicion, y no queriendo ni pensando vender la patria, la iba entregando á un dominador, y por hacerse soberano de una parte de la península ibérica, perdia á todos los soberanos y á todos los principes de ella, y caia él mismo envuelto en la ruina

general: prueba grande de la ceguedad que padecia. Y asi y todo la privanza fué mas funesta que el ministerio, mas fatal el valimiento que el poder. Cabe consuelo y perdon para la pérdida de un trono por desgracia ó error en el gobernar; no cabe resignacion ni indulgencia para el desprestigio del sólio por haberle á sabiendas mancillado. El mal ministro podia escitar el descontento y el disgusto del pueblo; el favorito provocaba su cólera y su enojo. Otros ministros que lo fueron con él, ó cuando él no lo era, podian compartir con él los desaciertos de gobierno; en los escándalos de la privanza no habia compartícipes, reflejábanse todos en él solo. Las faltas del gobernante no habrian producido las discordias de la real familia; los favores del privado concitaban los celos y el ódio de príncipes y princesas; y estas discordias trajeron maš males que aquellas faltas. Godoy ministro hubiera podido traer sobre España una guerra de invasion; pero Godoy favorito, príncipe, almirante, pariente del rey, y mas íntimo amigo y confidente de la reina que su propio hijo, hizo que la invasion y la guerra encontráran flaco y quebrantado el trono, enemiga entre sí la real familia, desprestigiado y sin fuerza el gobierno, y todos anticipadamente sometidos al invasor.

Sobraban al príncipe Fernando motivos de justa animadversios hácia el valido de sus padres, y sobrábale razón y derecho para procurar su caida, Aspirára ó nó el de la Paz á representarle indigno del amor paternal, á privarle de la sucesion al trono, y aun á suplantarle en él: fueran ó nó exactos otros abominables propósitos que se le atribuian, no era menester tanto para atraerse la malquerencia del de Astúrias, y bastaban los escándalos del valimiento para que éste pugnára por alejarle del poder y por apartarle del lado de sus padres, y reducirle á la nulidad, y aun someterle á un juicio de cargos. Si á esto se hubieran concretado los conatos y esfuerzos de Fernando, habria procedido como hombre pundonoroso, y obrado como príncipe celoso de la dignidad del trono, como heredero solícito de la integridad de sus derechos, y como hijo cuidadoso de la honra paterna. Pero poner de manifiesto las flaquezas de sus reyes y de sus padres por desacreditar al valido, como lo hizo en más de un documento célebre; pero sacar á plaza, más de lo que ya estuvieran, las miserias interiores de la régia cámara so pretesto ó con el fin de hacer patente la criminalidad de las intimidades del privado; pero solicitar de un soberano estrangero como la suprema felicidad la honra de poder llamarse su hijo mas obediente y sumiso; pero pedirle como la más señalada merced y el mas insigne favor que le otorgára por esposa una princesa de su imperial familia, la que fuese más de su agrado, y poner en sus manos toda su suerte, que era como poner la del reino, y todo esto á espaldas y á escondidas de sus reyes y de sus padres, como lo hizo en las famosas cartas; pero tramar des

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