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bien estos arrebatos de españolismo y de independencia se ejecutaron en algunas partes mas ordenada y pacificamente de lo que fuera de esperar, en otras se mancharon con escesos y demasías, con actos abominables de injustas y sangrientas venganzas, con asesinatos y ejecuciones repuguantes. Los deploramos, pero no los estrañamos; nos afligen, pero no nos sorprenden; los condenamos, pero reconocemos que son por desgracia inherentes á estos desbordamientos. Afortunadamente pasó pronto este triste período. A veces tambien daban ocasion á estas lamentables tropelías las mismas autoridades á quienes incumbia reprimirlas, mostrándose ya tibias é irresolutas, ya vacilantes y sospechosas, ya temerariameute contrarias al movimiento, siendo ellas las primeras víctimas de su imprudente resistencia, ó de su desconfianza en la fuerza de la insurreccion nacional. Algunos distinguidos generales, algunos ilustres ciudadanos fueron horriblemente inmolados por un error, que en la lógica comun parecia ser el mejor y mas acertado discurrir. Mas para el pueblo en aquellos momentos la tibieza era deslealtad, la perplejidad traicion, la desconfianza alevosía, y la resistencia crímen capital que reclamaba una expiacion pronta y terrible.

¡Qué contraste el de estos arranques populares de frenético ardor patrio que se propagaban y cundian por toda España, con lo que entretanto estaba aconteciendo en Bayona! Alli un pequeño grupo de obcecados españoles, aristócratas, clérigos, magistrados y militares, apresurábanse á reconocer y felicitar y doblar la rodilla á José Bonaparte como rey de España; y desde alli exhortaban á sus compatriotas á que desistieran de su temeraria insurreccion, y obedecieran sumisos al nuevo soberano que los iba á hacer felices; y aceptaban, y suscribian, y juraban, llamándose diputados españoles, la Constitucion que Napoleon les habia presentado; y de entre aquellos desacordados españoles nombraba el nuevo rey su ministerio y sus empleados de palacio. Mas no está en esto ni lo grande, ni lo escandaloso del contraste. Mientras acá se alzaban los pueblos, y se preparaban á perder y sacrificar, en desigual y desesperada lucha, reposo, haciendas y vidas á la voz de: «¡Viva Fernando VII. y muera Napoleon!» allá ese mismo Fernando VII. escribia desde Valencey á aquel mismo Napoleon y á aquel mismo José, al uno felicitándole "por la satisfaccion de ver á su querido hermano instalado en el trono de España, que no podia ser un monarca mas digno por sus virtudes para asegurar la felicidad de la nacion,» al otro dándole el parabien, y tomando parte en sus satisfacciones. Y los personages que const tuian su comitiva escribian tambien al rey José, «considerándose dichosos con ser sus fieles vasallos, prontos á obedecer ciegamente la voluntad de S. M.» Y hasta el cardenal infante do Borbon arzobispo de Toledo, decia á Napoleon que «Dios le habia impuesto la

dulce obligacion de poner á los pies de S. M. I. y R. los homenages de su amor, fidelidad y respeto.» ¡Qué abismo entre la altivez independiente y dig. na del pueblo español, y la degradacion bochornosa de los principes y de su córte! ¡Y sin embargo aquel pueblo se alzaba colérico en vindicacion de los `derechos de sus príncipes y de sus reyes!

Resuelve al fin José hacer su entrada en España, y se dirige á la capital de la monarquía, y entra en ella, y es proclamado, y se instala en el regio alcázar. Sin inconveniente ni tropiezo ha cruzado desde el Bidasoa hasta el Manzanares, porque desde el Bidasoa hasta el Manzanares fué pasando por entre tropas francesas escalonadas para su seguridad y resguardo. ¿Pero qué ha visto José en los pueblos del tránsito y en la córte de lo que Haman su reino? José ha visto lo que no ha visto el emperador su hermano, lo que no ha visto la Junta suprema de Madrid, lo que no han visto los mismos españoles que le acompañaban. Ha visto José el verdadero espíritu del pueblo español, y le ha visto mejor que todos ellos, y no se ha engañado como ellos. Ila visto en los pueblos y en la córte más que tibieza frialdad, más que retraimiento desvío y desamor á su persona y á todo lo que fuese francés. Con su claro talento lo ha reconocido asi, lo confiesa con laudable despreocupacion, y con franqueza recomendable le dice á su hermano: «No encuentro un español que se me muestre adicto, á escepcion de los que viajan conmigo y de los pocos que asistieron á la junta... Tengo por enemiga una nacion de doce millones de habitantes, bravos y exasperados hasta el estremo... Nadie os ha dicho hasta ahora la verdad: estais en un error: vuestra gloria se hundirá en España.»

de

Un rey que tan pronto y con tanto claridad comprendió su posicion y el espíritu del pueblo que venia á mandar, y que asi lo confesaba, no era un rey apasionado ni de escaso entendimiento. Estas y otras recomendables prendas comenzó á mostrar pronto José Bonaparte, y con la afabilidad de su carácter y con la suavidad de ciertas medidas se esforzaba por atraer, y acaso esperó captarse la voluntad de los españoles. Pero era esfuerzo vano: los españoles no veian en él ni condicion buena de alma, ni cualidad buena de cuerpo; representábansele vicioso y tiranc, porque era hermano de Napoleon; feo y forme, porque era francés. Para ellos Fernando de Borbon, con su historia del Escorial, de Aranjuez, de Bayona y de Valencey, era un principe acabado y completo; José Bonaparte, con su historia de Roma, de París, de Amiens y de Nápoles, era un príncipe detestable y monstruoso, porque aquél era español y legítimo, éste francés é intruso. Con estos elementos, José conoció que tenia' que ser aborrecido en España, José conoció que iba á ser sacrificado en España. Asi sucedió.

XI.

Cuando José llegó á la capital de la monarquía, habíase encendido ya la guerra, casi tan instantánea y universalmente como habia sido la insurreccion. Que en los primeros reencuentros y choques entre las veteranas y aguerridas legiones francesas, y los informes pelotones mas o menos numerosos, ya de solos paisanos, ya mezclados con algunas tropas regulares, salieran aquellas victoriosas, y fueran éstos derrotados, muriendo unos en el campo, y huyendo otros despavoridos, ciertamente no era un suceso de que pudieran envanecerse los vencedores ¿Qué mérito tuvieron Merle y Lassalle en dispersar los grupos y forzar los pasos de Torquemada, Cabezon y Lantueno, ni qué gloria pudo ganar Lefebvre porque batiera á los hermanos Palafox en Mallen y en Alagon? Y aun la misma batalla de Rioseco, tan desastrosa para nosotros, perdida por imprudencias de un viejo general español temerario y terco, ¿fué algun portentoso triunfo de Bessières, y merecia la pena de que Napoleon hiciera resonar por él las trompas de la fama en Europa, y se volviera de Bayona á París rebosando de satisfaccion y diciendo: «Dejo asegurada mi dominacion en España?»

Lo estraño, y lo sorprendente, y lo que debió empezar á causarle rubor, fué que sus generales Schwartz y Chabran fueran por dos veces rechazados y escarmentados por los somatenes catalanes en las asperezas del Bruch; sué que Duhesme tuviera que retirarse de noche y con pérdida grande delante de los muros de Gerona; fué que Lefebvre se detuviera ante las tapias de Zaragoza; fué que Moncey, con su gran fama y con su lucida hueste, despues de un reñido combate y de perder dos mil ho nbres, tuviera que retroceder de las puertas de Valencia. Y lo que debia ruborizarle más era que sus generales y soldados, vencedores ó vencidos, se entregáran á escesos, demasías, asesinatos, incendios, saqueos, profanaciones y liviandades, como los de Duhesme

en Mataró, como los de Caulincourt en Cuenca, como los de Bessiéres en Rio seco, como los de Dupont en Córdoba y Jaen, no perdonando en su pillage y brutal desenfreno, ni casa, ni templo, ni sexo, ni edad, incendiando pobla ciones, destruyendo y robando altares y vasos sagrados, atormentando y degollando sacerdotes ancianos y enfermos, despojando pobres y ricos, violando hijas y esposas en las casas, virgenes hasta paralíticas dentro de los cláustros, y cometiendo todo género de sacrilegios y repugnantes iniquidades. Sus mismos historiadores las consignan avergonzados.

¿Qué habia de suceder? Los españoles á su vez tomaban venganzas sangrientas y represalias terribles, como las de Esparraguera, Valdepeñas, Lebrija y Puerto de Santa María. Ni aplaudimos, ni justificamos estas venganzas y represalias; pero habia la diferencia de que estas crueldades eran provocadas por aquellas abominaciones; de que las unas eran cometidas por tropas regulares y que debian suponerse disciplinadas, las otras por gente suelta y no organizada ni dirigida; las unas por la injustificable embriaguez de fáciles triunfos, las otras por la justa irritacion de una conducta innoble; las unas por los invasores de nuestro suelo, los espoliadores de nuestra hacienda y los profanadores de nuestra religion, las otras por los que defendian su religion, su suelo, su hacienda, sus hogares, sus esposas y sus hijas. Tál comenzó á ser el comportamiento de aquellos ejércitos que se habian llamado amigos, que so decian civilizadores de una nacion ignorante y ruda.

La Providencia quiso castigar á Napoleon en aquello en que cifraba más su orgullo, en lo de creer sus legiones invencibles, y le deparó la gran catástrofe y la gran humillacion de Bailen, primer triunfo formal, pero inmenso, de las armas españolas contra los ejércitos imperiales; de estos proletarios insurrectos, que él decia, sobre aquellas soberbias águilas acostumbradas á cernerse victoriosas en todo el continente. A nadie afecta tanto un infortunio como al que ha marchado siempre en prosperidad, y asi no estrañamos que Napoleon derramára lágrimas de sangre sobre sus águilas humilladas. El triunfo de Bailen reveló á España su propia fuerza, y avisó á la Europa desesperanzada que el coloso no era invencible, que Aquiles no era invulnerable. La Europa miró á España, y esperó; y no esperó en vano. ¿Quién puede asegurar que sin Bailen hubiera habido un Moscow y un Waterloo? Aunque no hubieran hecho ya más Reding y Castaños, sobraba para que sus nombres pasáran con gloria á la posteridad.

Reprobamos los malos tratamientos que se dieron á los prisioneros franceses, merecedores, antes de ser prisioneros, de la mas ruda venganza y escarmiento por sus iniquidades y estragos; dignos, despues de rendidos, de lástima y consideracion; y duélenos que algunos gefes y autoridades españolas empañá

ran el lustre de la brillante jornada de Bailen, faltando, so pretestos ni nobles ni admisibles, al cumplimiento de la capitulacion. Por lo mismo que la nacion es, y se precia de ser hidalga, sentimos estos lunares, que no son del carácter nacional, sino producto de exagerada irritacion de algunas individualidades.

Napoleon, que habia dicho poco tiempo hacia: «La jornada de Rioseco ha colorado en el trono de España á mi hermano José,» pudo juzgar de la estabilidad de aquella colocacion al ver á su hermano José, tras el desastre de Bailen, abandonar asustado la capital; y seguido solo de cinco de sus siete min'stros, únicos españoles que se prestaron á acompañarle, retirarse aturdido á las márgenes del Ebro, donde no se contempló seguro hasta que se hizo rodear de sesenta mil franceses, teniendo delante el rio, y detrás la Francia, en que por entonces pensaba ya más que en el trono de Madrid.

Habian comenzado á esperimentar los franceses en Bailen que los españoles, militares bisoños y paisanos inespertos, eran capaces de vencer á espertos guerreros y á veteranas huestes en formal batalla y á campo raso. Faltábales probar lo que eran los españoles defendiendo sus hogares, y al abrigo de torreones y muros, ó de débiles tapias y flacas paredes. Esto lo empezaron á probar en Zaragoza y Gerona; dos nombres que deberán resonar siempre con estremecimiento en los oidos de los que nacieron en la patria de nuestros invasores. Mucho debió sufrir en su amor propio el general Duhesme, despues də sus arrogantes promesas y jactanciosas bravatas, al verse obligado á levantar por segunda vez el sitio de Gerona, y retroceder á la capital del Principado, con sus tropas diezmadas, desfallecidas y hambrientas, habiendo tenido que dejar delante de los muros la artillería de batir y en las asperezas del camino la de campaña. Pero mayor, mucho mayor debió ser la mortificacion de los generales Lefebvre y Verdier, mayor su tristeza y bochorno, y mas lacerado debió quedar su corazon, al retirarse de los contornos de Zaragoza, sin poder enseñorear la poblacion, que creyeron obra facil de una noche, como ciudad sin murallas, despues de dos meses de apretado y riguroso sitio, de incesante cañonéo, de bombardéo casi cotidiano, de rudo, sangriento y diario pelear, fuera del recinto de la poblacion, dentro en conventos, en plazas, en calles y en casas: ellos con sesenta cañones y morteros, con guerreros avezados al combate y al triunfo; los zaragozanos, artesanos y labriegos, clérigos, mugeres y niños, ayudados de algunos militares y voluntarios sueltos, llegados al acaso, y de algunos viejos cañones, á veces manejados por mugeres, sin gefes que ordenáran la defensa, ó guiados por ilustres patriotas, pero paisanos, convertidos de improviso en generales. Debieron creer los caudillos franceses que los fieros y altivos moradores de Zaragoza habian llevado su heróica defensa al estremo que pueden llegar los brios de animosos pechos y de indomables cora

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