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vilmente en trage de muger, y se acogió á una alquería. Allí fué hallado por Abenjaf, que sin compasion alguna le cortó la cabeza, y mandó arrojar á un muladar su cadáver, haciendo tan triste fin el monarca de Toledo y de Valencia por no saber ser hombre ni ser rey. Entre tanto la fama de esta revolucion llegó al Cid, que irritado de la muerte de su amigo, y de que los cristianos hubiesen sido expelidos de Valencia, juró vengar una y otra ofensa, y apoderarse de todo. Dirigióse allá, ocupó el castillo de Cebolla ó Juballa, ya muy fuerte por su situacion, pero mucho mas con las obras que hizo construir en él ; y en aquel punto estableció el centro de sus operaciones. Llegados los meses del estío, salió con sus gentes, sentó sus reales junto á la ciudad, destruyó todas las casas de campo, y taló las mieses. Los moradores, afligidos de tantos estragos, le pedian que cesase en ellos : él les puso por condicion que echasen de Valencia á los almoravides; pero ellos ó no podian ó no querian, y se volvieron á encerrar y á fortificarse.

Jucef, en cuyo nombre estos árabes desolaban las partes orientales de España, le habia intimado insolentemente que no entrase en Valencia. Pero Rodrigo, acostumbrado á despreciar la vana arrogancia de los reyes, despues de volverle en su carta insulto por insulto, publicó en todas partes que Jucef no osaba salir de Africa de miedo; y sin intimidarse por los inmensos preparativos que disponia contra él, estrechó el sitio con el rigor mas terrible. Rindiósele primeramente el arrabal llamado Villanueva, y despues embistió el de Alcudia, mandando que al mismo tiempo una parte de sus soldados acometiese á la ciudad por la puerta de Alcántara. Defendíanse los valencianos como leones; y rebatidos los cristianos que asaltaron la puerta, se les redobló tanto el ánimo, que la abrieron y dieron sobre sus enemigos. Entonces el Cid, formando de los suyos un escuadron solo, revolvió sobre el arrabal, y sin dejar descansar un momento ni á moros ni á cristianos, les dió tan rigoroso combate, fué tal la mortandad y el pavor que les causó tan grande, que empezaron los de dentro á gritar: Paz, paz. Cesó el estrago, y quedó la Alcudia por el Cid, que, usando benignamente de la victoria, otorgó á los rendidos el goce de su libertad y de sus bienes.

Pero mientras los dos arrabales, por su reduccion y el buen trato del vencedor con ellos, gozaban de la mayor abundancia, la ciudad, al contrario, se veía reducida al mayor estrecho por la falta de todas las cosas necesarias á la vida. Constreñidos al fin por la necesidad sus moradores, ofrecieron echar á los almoravides de allí y entregarse á Rodrigo, si dentro de cierto tiempo no les venian socorros del Africa. Con estas condiciones consiguieron treguas por dos meses, en cuyo término partió el Cid á hacer algunas correrías en los contornos de Pinnacatel, donde encerró todo el botin que habia cogido, y despues pasó á las tierras del señor de Albarracin, y las estragó todas en castigo de habérsele rebelado aquel moro.

Pasado el tiempo de las treguas, y no habiendo venido el socorr

de Jucef, intimó á los valencianos el cumplimiento de lo pactado; pero ellos se negaron á rendirse, fiando en el auxilio que todavía aguardaban. Vino con efecto un ejército de almoravides á sostenerlos; pero ya fuese por miedo, ya por mala inteligencia con los sitiados, ya por causas que se ignoran, estos árabes nada hicieron, y se desbandaron, dejando á Valencia en el mismo aprieto que antes.

Valor y constancia no faltaban á sus moradores. Desbarataron con sus máquinas las que el Cid asestaba contra ellos; rebatiéronle en los asaltos que les dió; y hubo dia en que precisado á recogerse en un baño contiguo á la muralla para defenderse del diluvio de piedras y flechas que le tiraban, los sitiados salieron, le cercaron en aquel baño, y le hubieran muerto ó preso á no haber tomado el partido de aportillar una de las paredes, y romper por la abertura con los que le acompañaban. Mas la hambre espantosa que los afligia era un enemigo mas terrible que las armas del Campeador: seguro de domarlos por ella, habia mandado que se diese muerte á todos los moros que se saliesen de Valencia, y obligado por fuerza á entrar en la plaza á los que, con ocasion de la tregua, estaban en el campo y en los arrabales. Agotados todos los mantenimientos, apurados los manjares mas viles y asquerosos, caíanse muertos de flaqueza los habitantes por las calles; muchos se arrojaban desesperados desde los muros á ver si hallaban compasion en los enemigos, que, cumpliendo el decreto del sitiador inflexible, les daban muerte cruel á vista de las murallas para escarmentar á los otros. Ni la edad ni el sexo encontraban indulgencia; todos perecian, á excepcion de algunos que á escondidas fueron vendidos para esclavos. Al ver el uso abominable que el hombre hace a veces de sus fuerzas, al contemplar estos ejemplos de ferocidad, de que por desgracia ni las naciones ni los siglos mas cultos están exentos, las panteras y leones de los desiertos parecen mil veces menos aborrecibles y crueles. Al fin, perdida la esperanza de socorro, el tirano Abenjaf rindió la plaza á condiciones harto moderadas; pero él no consiguió libertarse del destino que le perseguia. La sangre de Hiaya gritaba por venganza, y su asesino pereció tambien trágicamente de allí á pocos dias, ya por el odio de los suyos, ya por mandato del Cid, que quiso castigar de este modo la alevosía hecha á su antiguo amigo (1094) '.

Así acabó Rodrigo aquella empresa, igual á la conquista de Toledo en importancia, superior en dificultades, y mucho mas gloriosa al vencedor. Toledo habia sido sojuzgada por el rey mas poderoso de

1 Estas muertes trágicas de los régulos de Valencia se cuentan de muy diverso modo en la Historia de los árabes. Primeramente son dos los Hiayas de que allí se habla, y no uno solo; y ambos mueren sucesivamente peleando contra los almoravides en defensa de Valencia. La muerte de Abenjab es barto mas triste: al año de la toma de la ciudad por el Cid, y cuando estaba mas seguro por las capitulaciones, fué preso de repente con toda su familia, y despues llevado á la plaza pública, donde por mandato de su inhumano vencedor se le enterró hasta la mitad del cuerpo, y asi fué quemado vivo en venganza de no descubrir los tesoros que los Hiayas habian dejado. Véanse los capitulos 21 y 22 de la Historia de los árabes por Conde.

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España, con cuyos estados confinaba, y auxiliado de las fuerzas de naturales y extrangeros. Valencia, rodeada por todas partes de morisma, socorrida por el Africa, llena de pertrechos y de riquezas, fué vencida por un caballero particular, sin otras fuerzas que las tropas acostumbradas á seguirle. Mas lo que parecia temeridad, y lo fuera sin duda en otro que en él, fué resolverse á mantener aquella conquista, á pesar de las enormes dificultades que lo contradecian. Para ello lo primero á que atendió fué á establecer una buena policía en la ciudad, de modo que cristianos y moros se llevasen bien entre sí. La Crónica general contiene en esta parte particularidades preciosas, que es lástima desterrar entre el cúmulo de las fábulas que refiere del Cid. Él prescribió á los suyos el porte cortés y honroso que debian tener con los vencidos, de modo que estos, prendados de aquel trato tan generoso, decian que nunca tan buen hombre vieron, ni tan honrado, ni que tan mandada gente trajese. » Gobernólos por sus leyes y costumbres, y no les impuso mas contribuciones que las que anteriormente solian pagar. Dos veces á la semana oía y juzgaba sus pleitos. « Venid, les decia, cuando quisiércis á mí, y yo os oiré; porque no me aparto con mugeres á cantar ni á beber, como hacen vuestros señores, á quienes jamas podeis acudir. Yo, al contrario, quiero ver vuestras cosas todas, y ser vuestro compañero, y guardaros, bien como amigo á amigo, y pariente á pariente.» Volvió despues la atencion á los cristianos; y temiendo que, ricos con la presa que habian hecho, no se desmandasen, les prohibió salir de Valencia sin su permiso. La principal mezquita fué convertida en catedral, y nombró por obispo de ella á un eclesiástico llamado don Gerónimo, á quien los historiadores hacen compañero de aquel don Bernardo, que fué colocado en la silla de Toledo despues de ganarse esta ciudad á los moros.

En vano el injuriado Jucef intentó por dos veces arrancarle la conquista enviando ejércitos numerosos á destruirle. Los berberiscos, acaudillados por un sobrino del mismo Jucef, fueron ahuyentados primeramente de las murallas de Valencia con las fuerzas solas del Cid, y derrotados despues completamente por él y don Pedro, rey de Aragon, en las cercanías de Játiva. Estas dos victorias y la rendicion de Olocau, Sierra, Almenara, y sobre todo de Murviedro, plaza antigua y fortísima, acabaron de asegurar á Valencia, que permaneció en poder de Rodrigo todo el tiempo que vivió. Su muerte acaeció cinco años despues de la conquista de aquella capital (1099), que aun se mantuvo todavía casi tres por los cristianos bajo la autoridad y gobierno de doña Jimena. Mas los moros, libres ya del terror que les inspiraba el Campeador, vinieron sobre ella, y la estrecharon tanto, que á ruegos de la viuda de Rodrigo tuvo Alfonso VI que acudir á socorrerla. Los bárbaros no osaron esperarle; y él, considerada la situacion de la ciudad y la imposibilidad de conservarla en su dominio por la distancia, sacó de allí á los cristianos con todos sus haberes, entregó la poblacion á las llamas, y se los llevó á Castilla.

Dejó el Cid de su esposa doña Jimena dos hijas, que casaron una con el infante de Navarra, y la otra con un conde de Barcelona: algunas memorias le dan tambien un hijo, que murió muy jóven en un combate que su padre tuvo con los moros cerca de Consuegra. El cadáver de Rodrigo fué sacado de Valencia por su familia al retirarse de allí, y llevado solemnemente al monasterio de San Pedro de Cardeña, junto á Burgos, donde aun se ve su sepulcro, que es siempre visitado por los viajeros con admiracion y reverencia.

Tal es la serie de acciones que la historia asigna á este caudillo entre la muchedumbre de fábulas que la ignorancia añadió despues. Todas son guerreras; y su exposicion sencilla basta á sorprender la imaginacion, que apenas puede concebir quién era este brazo de hierro que, arrojado de su patria, con el corto número de soldados, parientes y amigos que quisieron seguirle, jamas se cansó de lidiar, y nunca lidió sino para vencer. Escudo y defensa de unos estados, azote terrible de otros, eclipsó la magestad de los reyes de su tiempo, pareciendo en aquel siglo de ferocidad y combates un númen tutelar que, adonde quiera que acudicse, llevaba consigo la gloria y la fortuna. Los dictados de Campeador, Mio Cid, El que en buen hora nascó, han pasado de siglo en siglo hasta nosotros como una muestra del respeto que sus contemporáneos le tenian, del honor y ventura que en él se imaginabar. A primera vista se hacen increibles tantas hazañas y una carrera de gloria tan seguida. Mas sin que el Cid pierda nada de su reputacion, la incredulidad cesará cuando se considere que casi todas sus batallas fueron contra ejércitos colecticios, compuestos de gentes diversas en religion, costumbres é intereses, la mayor parte árabes afeminados con los regalos del pais, uno de los mas deliciosos de España y del mundo. Desgracia fué de Castilla privarse de semejante guerrero: su esfuerzo y su fortuna, unidos al poder del rey Alfonso, hubieran quizá extendido los límites de la monarquía hasta el mar, y la edad siguiente viera la expulsion total de los bárbaros. La envidia, la calumnia, un resentimiento rencoroso lo estorbaron; y las hazañas del Cid, dándole á él renombre eterno, no hicieron otro bien al estado que manifestar la debilidad de sus enemigos.

APENDICES

A LA VIDA DEL CID.

Los autores que principalmente se han seguido en esta narracion son Sandoval en sus Cinco reyes, y Risco en la historia que ha publicado del Cid. Estos dos escritores han dado á los hechos del héroe burgalés mas verosimilitud, mas conexion y con⚫ cierto con la historia general del tiempo y con la cronologia. No ignoro las dudas y

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