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de su elocuencia, alzaron el sitio de Estella, y se volvieron á Castilla. No falta quien dice que esta condescendencia tuvo otro fin mas político y profundo; y que don Alvaro de Luna, deseoso de librarse de los continuos tiros que hacia á su poder el rey de Navarra, quiso darle en qué entender en sus propios estados, para quitarle la ocasion de venir á inquietar los agenos; y que hizo unirse estrechamente al rey y príncipe de Castilla con el de Viana, inspirando á este desconfianzas hácia su padre, ó abultando las quejas que ya tenia de él.

Los sucesos que siguieron dan verosimilitud á esta presuncion. El rey de Navarra estaba muy malquisto de sus naturales : ellos eran los que sostenian la mayor parte de los gastos á que le obligaban las continuas empresas de su genio turbulento: ellos sufrieron el amago y aun los golpes de la venganza castellana; y parecíales que nada debian á un rey, que sacrificaba su provecho y su quietud al interés de lo que deseaba en Castilla. Sentian, que segun lo pactado anteriormente entre los reyes y con el reino, no hubiese ya entregado el dominio y la autoridad real en poder de su hijo, á quien competia por edad, por mérito y por derecho por último, habian llevado muy á mal que se hubiese casado con la hija del almirante, sin haber dado cuenta de ello ni á su hijo ni al reino; y murmuraban que ningun respeto ni contemplaciones debian á un rey extraño, que no tenia por aquel estado atencion ni amor alguno.

Estas centellas de descontento tomaron la fuerza de un volcan (1452), cuando la venida de su muger á Navarra, con título de gobernadora en compañía del príncipe. « Con qué derecho, decian, nos envia una muger extraña á que nos mande, y hace esta injuria á su hijo, que ha gobernado tantos años con tal prudencia y acierto. » Los modales de la reina, que, en vez de ganarse las voluntades con la afabilidad y dulzura propias de su sexo, afectaba una arrogancia y un imperio siempre odioso, pero mas á ánimos descontentos, acabaron de apurar la paciencia, y soplaron la llama de la sedicion. Habia dos parcialidades en Navarra, la agramontesa y beamontesa, nacidas anteriormente de celos de privanza. Toda la autoridad y cuidado de dona Blanca en el tiempo de su gobierno no pudieron extinguirlas, y se volvieron á encender de nuevo con mas furia que nunca, al darse la señal de la division entre padre é hijo. Habia sido ayo de Cárlos, y principal consejero en su gobierno, don Juan de Beamonte, gran prior de Navarra y hermano de don Luis, conde de Lerin y condestable, casado con una hija natural de Cárlos el Noble. Estos eran los gefes del bando beamontés; mientras que los agramonteses seguian por caudillo al mariscal del reino don Pedro de Navarra, señor de Agramont. Declaráronse los primeros por el príncipe, y los segundos, por ser contrarios á aquel partido, favorecieron el del rey. Dícese en prueba de ello que poco antes del rompimiento, saliendo el príncipe un dia á caza, se encontraron con él don Pedro de Navarra y su amigo Pedro de Peralta; y le dijeron : « Sepa V. A.

que os conocemos por nuestro rey y señor, como es razon y somos obligados, y nadie en esto debe pensar otra cosa; pero si ha de ser para que el condestable y su hermano nos manden y persigan, sabed, señor, que nos hemos de defender con la mayor honradez que pudiéremos; porque nuestra intencion no es de faltar á V. A., sino defendernos de nuestros enemigos, que nos quieren deshacer. » A lo cual respondió el príncipe: « Yo no entiendo que el condestable y su hermano os procuren tanto mal como decis: no penseis en eso, que Dios dará remedio á todo, y proveerá que mi padre y yo conozcamos que sois tan fieles servidores como

debeis. »

Rompieron en fin padre é hijo, queriendo el primero mantener en Navarra su autoridad soberana, como hasta entonces; y el segundo entrar en la posesion de ella como estaba convenido anteriormente. A cual de ellos asistia la razon no es necesario ya manifestarlo; pero siempre hubiera sido mas sano que el príncipe no apoyase la suya con las armas; porque este partido tenia siempre el mal aspecto de la irreverencia, y el inconveniente y los escándalos de una guerra civil. El rey de Castilla y el de Aragon pudieran ser unos mediadores autorizados y poderosos para ajustar las diferencias; y él quizá hubiera adquirido la autoridad á que aspiraba, sin llegar á la extremidad de alzar el brazo contra su padre. Las fuerzas no eran iguales; pues aunque la mas sana parte de Navarra estaba por el príncipe, casi todas las fortalezas, y el mismo estado de Viana, llevaban la voz del rey, que desde que murió su muger doña Blanca, y mucho mas desde su segundo casamiento, habia tenido cuidado de entregar los castillos y las alcaidías á sus servidores mas fieles. Si á esto se añade la ventaja que le daban en la lucha su actividad, su artificio, y el largo uso que tenia de la guerra por sus alborotos en Castilla, se ve elaramente que el partido mas justo no era el mas fuerte, ni seria tampoco el mas feliz.

Negóse el rey á confirmar los conciertos que su hijo habia hecho con Castilla; y Cárlos, ó que ya estuviese cansado de ejercer una autoridad subalterna correspondiéndole la soberana, ό que fuese arrastrado del partido beamontes, dió la señal de la guerra; y ayudado de los castellanos tomó á Olite, Tafalla, Aivar y Pamplona. Pasó despues con sus aliados á sitiar á Estella, donde estaba la reina su madrastra. A su peligro voló el rey, ayudado de las fuerzas de Aragon, y contando con las que le habia prevenido la parcialidad agramontesa; mas sin embargo, hallándose menos fuerte para entrar en batalla, se volvió á Aragon por nuevos refuerzos, encargando á los suyos que entretuviesen mañosamente á los contrarios. « Engañó á don Cárlos, dice Mariana, su buena, sencilla y mansa condicion » creyó que la ida del rey á Aragon era para no volver tan presto: detestaba la guerra; y tal vez no queria hacerse odioso á los navarros teniendo por mas tiempo en el reino tropas castellanas. Estas, á persuasion suya, levantaron el sitio, y se volvieron á Burgos; á tiempo que el

rey, nunca mas activo que entonces, despues de haber juntado con increible celeridad las fuerzas que tenia en Aragon, volvió prestamente á Navarra, y se puso sobre Aivar, con intento de tomarla.

Acudió el príncipe á socorrerla, y sentó su campo á vista del de su padre. El rey quiso dar luego la batalla para impedir que se engrosase el ejército enemigo, á quien llegaban por momentos nuevas compañías. Pusiéronse unos y otros en órden de pelear, cuando algunos eclesiásticos, conociendo la abominacion de semejante contienda, hicieron aquella vez el papel que correspondia á su ministerio; y á fuerza de súplicas, de ruegos y amonestaciones pudieron traer á concierto los ánimos de los combatientes. Dió al instante el príncipe oidos á la composicion; y propuso á su padre una concordia concebida en los términos siguientes: que recibiese en su gracia á él y á los suyos: se le restituyese el principado de Viana y sus fortalezas, y á los de su partido los lugares y villas que los contrarios les hubiesen usurpado: que él habia de quedar en su plena libertad, y en la de disponer su casa como le pareciese: que habia de gobernar el reino, como hasta allí, en las ausencias de su padre : que aprobase este los conciertos hechos con Castilla; y se le diese tiempo de avisar á su rey de esta nueva concordia.

No eran estas seguramente proposiciones de un rebelde; puesto que en ellas se dejaba al padre toda la autoridad soberana, por la cual se contendia. El rey condescendió con algunas, negó y modificó otras, y al cabo el príncipe, por amor de la paz, cedió á todo; y dijo que como su padre le recibiese en su gracia, volveria con todos los suyos á su obediencia. Firmóse la concordia primero por él, y despues por el rey; juróse solemnemente; y á pocas horas de haberse jurado, los dos ejércitos vinieron á las manos. Cual fuese la causa de esta revolucion tan repentina y tan escandalosa no se sabe; aunque se hace verosímil la sospecha de Aleson, que conjetura que en la enemistad que se tenian las dos parcialidades, no es de extrañar saltase alguna chispa que causó aquel incendio, sin que ni hijo ni padre pudiesen contenerle. Por mucho tiempo tuvieron ventaja los del principe. Su vanguardia encontró tan furiosamente con la del rey, que aunque compuesta de sus mejores batallones, le fué forzoso ciar. Pero hallábase en ella Rodrigo de Robolledo, camarero mayor de don Juan, hombre de un esfuerzo extraordinario, acreditado ya en otras ocasiones. Este se mantuvo peleando, á su ejemplo los fugitivos cobraron el valor perdido, y volvieron á la pelea. Huyeron de su encuentro los ginetes andaluces que habian venido al socorro del príncipe; y él, viéndose arrancar de las manos la victoria, redobló su esfuerzo y osadía, y atacó con los que le acompañaban el batallon en que estaba su padre. Ya se hallaba este acosado, y próximo al peligro de venir á manos del príncipe, cuando su hijo natural don Alonso de Aragon voló á socorrerle, y acometiendo por un costado con treinta lanzas á los beamonteses, que ya se juzgaban vencedores, los rompió, y dió lugar á los realistas para que los desbaratasen, y

ganasen la victoria. El príncipe, hostigado á rendirse, no quiso hacerlo sino á su hermano don Alonso, á quien dió el estoque y una manopla, que el otro recibió apeado del caballo, y besando al principe la rodilla 1.

El padre irritado no quiso verle; y él tenia la imaginacion tan herida, que temia le diesen veneno en la comida; y ni en el real, ni en el castillo de Tafalla, adonde fué llevado, quiso probar bocado alguno si antes no le hacia la salva su hermano. Con este rigor de la una parte, y tales sospechas de la otra, los ánimos se enconaban mas por momentos; y todos los medios de concordia parecian imposibles. Era signo de aquel tiempo feroz ser condenado á ver el espectáculo de estas guerras parricidas. El príncipe de Castilla trataba de quitar por fuerza la gobernación á su padre; el rey Cárlos de Francia estaba en lid abierta con su hijo, el que fué despues Luis XI; y Navarra vió darse la batalla de Aivar en su recinto.

Ganada esta victoria, el rey partió á Zaragoza, donde le llamaba el cuidado de las cortes de Aragon, que iban á celebrarse allí. En ellas se determinó que se nombrasen cuarenta diputados de los que asistieron entonces, y que estos interviniesen en la expedicion de los muchos y graves negocios que en aquella sazon ocurrian : acuerdo molestímo á don Juan, porque conocia la oposicion que en esta comision hallaria para sus miras ambiciosas. Ningun asunto mas grave que las discordias de Navarra, y la prision de don Cárlos: sus parciales, en vez de desmayar con aquella desgracia, tomaron fuerzas de su misma indignacion, y ayudados del príncipe de Asturias, soplaban con mas fuerza el fuego de la guerra civil: se apoderaron de varios lugares, y acometieron las fronteras de Aragon. Lo mismo amenazaba por su parte el rey de Castilla; de modo que los cuarenta diputados trataron sériamente de concordar las cosas de Navarra, para atajar el incendio que iba apresuradamente entrándose por su casa. A estas razones politicas se allegaba tambien la conmiseracion natural que inspiraba el rigor del rey con el príncipe prisionero. Del castillo de Tafalla fué llevado al de Mallen, de Mallen al de Monroy; sin que el rencor scspechoso de su padre le creyese asegurado en parte alguna. Los ánimos mas templados se ofendian y murmuraban viendo al principe propictario de Navarra, heredero presuntivo de los estados de Aragon, y jóven de tan grandes esperanzas por sus virtudes y sus talentos, con- ducido de prision en prision como un vil criminal.

La primera demostracion que los cuarenta hicieron de su disgusto y de su resolucion, fué hacer jurar á las tropas que juntaban para hacer la guerra en las fronteras, que no asistirian al rey don Juan en la oposicion á su hijo : « Si, vos, como rey de Navarra, le decian, y lugarteniente de Aragon, teneis dos guerras, nosotros no queremos tener mas que una, y nos basta la de Castilla. » Despues, sabiendo que todas las fuerzas de este reino se juntaban para entrar en Navarra, y favorecer el partido beamontés, formaron los capítulos

123 de octubre de 1452.

de una concordia por la cual se habia de poner al príncipe en libertad: se le entregaba su estado de Viana : él habia de rendir á su padre á Pamplona y Olite, que seguian su voz: las rentas del reino se dividirian entre ambos todas sus diferencias se ponian en manos del rey de Aragon, que se hallaba en Italia: demas de esto el hijo debia disponer su casa á su gusto, y habia de concederse perdon recíproco a los parciales de uno y otro bando.

El príncipe firmó este convenio : el rey, aunque le firmó, hizo limitaciones que no agradaban á su hijo; tales eran la de que no habia de ir sin su permiso á verse con el rey de Aragon su tio, y que su casa se habia de componer de sugetos de las dos parcialidades beamontesa y agramontesa. Creia don Juan que á trueque de conseguir su libertad, vendria en cualquier concierto, por duro que fuese; y Cárlos, seguro del armamento que en su favor se hacia en Castilla, queria mejorar su partido, aunque fuese á costa de alguna dilacion. Pasábase así el tiempo sin concluir cosa alguna. Aragon veia amenazadas sus fronteras; su rey ausente no le acudia; y sus diputados no sabian qué hacerse para sacar el reino de aquel conflicto. Enviaron embajadores á Pamplona para tratar de concordia; y la ciudad contestó que sus armas no se movian en daño de Aragon, sino en defensa de su príncipe, cuya libertad y gobierno querian. Hicieron mas los navarros, que fué enviar embajadores á las cortes de Aragon á asegurar esto mismo, y agradecer los buenos oficios que hacian en favor del príncipe; y ordenaron que en los lugares de la frontera se pregonase la paz entre los dos reinos.

La misma ciudad de Pamplona, viendo que nada se adelantaba en cuanto al príncipe, nombró una diputacion de tres sugetos principales, para que auxiliándose de la intervencion de las cortes de Aragon, se la pidiesen al rey. Este no pudo ya resistir á los ruegos reunidos de los dos reinos y á la fuerza de las circunstancias; y sacando á su hijo de la forteleza de Monroy, le llevó á Zaragoza, y le entregó en la sala de las cortes, en veinte y cinco de enero de mil cuatrocientos cincuenta y tres. Mas la libertad concedida no era absoluta : habia de tener por prision á Zaragoza, y cuidaban de su custodia dos diputados de los cuarenta. Diéronsele treinta dias para que concluyese la concordia : término que no siendo suficiente para fenecer tantos puntos como se ventilaban, fué preciso prorogarle por dos veces; queriendo siempre el rey apretar el rigor de la convencion, y no allanándose su hijo sino á lo que fuese justo. Por último consiguió su libertad, quedando en poder de su padre, en rehenes de lo pactado, el condestable de Navarra y sus dos hijos don Luis y don Carlos de Beamonte, con otros caballeros que generosamente se ofrecieron á ello, por ver libre al príncipe que adoraban.

Mas no por eso cesó la guerra en Navarra. El príncipe de Asturias don Enrique, que aborrecia mortalmente al rey don Juan su suegro, no queria entrar en ajuste ninguno, y siempre estaba armado sobre la frontera de Castilla, enviando fuerzas á la parcialidad beamontesa.

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