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Por eso el matrimonio de los Príncipes no ha sido nunca estimado como un asunto doméstico, sino como un verdadero asunto de Estado, como un problema esencialmente político; por eso jamás, en ningún período de la Historia, se ha resuelto de un modo definitivo atendiendo exclusivamente á las inclinaciones personales de los contrayentes, sino dando preferencia, acaso con demasía y exceso, á lo que exigían consideraciones de Gobierno y necesidades del Estado; y por eso también dichos enlaces han sufrido, en cuanto á la respectiva intervención de los distintos organismos oficiales en su concierto y ajuste, las inismas vicisitudes que los Poderes públicos, ora concurriendo los representantes del pueblo con los Monarcas, ora decidiendo éstos últimos por su exclusiva voluntad.

Se ha dicho, tratándose del desarrollo de las ideas políticas en España, que en esta lo antiguo es la libertad y lo nuevo el despotismo; y no ha faltado quien sostenga, refiriéndose á los matrimonios regios, que «en Castilla por lo menos se contó siempre en todos aquellos actos con el consejo y acuerdo de la nación representada en Cortes, circunstancia que se reputó por condición necesaria para el valor y seguridad de semejantes alianzas y pac

tos (1)»; pero si aquello no puede admitirse en su sentido literal, pues precisa fijar y explicar bien el concepto de la libertad, esto último no cabe aceptarlo sin dejar consignado que existen tantas y tales excepciones que permiten dudar del valor y eficacia de la regla general, y que, aun admitida esta, es necesario analizar cuándo, cómo y con qué carácter intervenían las Cortes. Puede, no obstante, asegurarse, que hasta el reinado de los Reyes Católicos fué muy frecuente, y sobre frecuente, reconocido como un derecho, aunque no siempre se respetara como tal, el que se sometieran las capitulaciones matrimoniales al examen y resolución de los representantes populares

El imperio del poder absoluto no logró cambiar el carácter de asuntos esencialmente de Estado que revestían esos enlaces. Pudo suceder, y sucedió, que los matrimonios reales se concertasen en los Palacios sin intervención directa del pueblo y atendiendo más á los intereses dinásticos que á los del país; pero así y todo, siguieron siendo cuestiones de alta política, cuyo planteamiento y desenlace ejerció extraordinaria influencia en la suerte del país. ¿Quién podrá dudar de la realidad de

(1) Martinez Marina.-Teoría de las Cortes.

este aserto, recordando las consecuencias del rompimiento del proyectado enlace entre el Príncipe de Gales y la hermana de Felipe IV, ó las que engendraron las capitulaciones matrimoniales de la Infanta María Teresa con Luis XIV? ¿Fué acaso igual que compartiese el Trono con el primer Borbón una Reina como María Luisa de Saboya ó una Reina como Isabel de Farnesio?

No cambió con la Monarquía absoluta, no ha cambiado tampoco en su esencia, con las modernas Monarquías constitucionales, el carácter de los matrimonios regios. Son boy estos, como lo eran antes, grave asunto esencialmen te político que constituye un verdadero problema de Estado, objeto de fundadísima preocupación para cuantos de un modo ó de otro tienen que contribuir á resolverlo. Sin embargo, no puede desconocerse que los términos en que ese problema se plantea son hoy muy distintos de los que antes presentaba, porque también son muy diversas las condiciones de la política y las facultades de los Gobiernos.

Antes los enlaces regios influían más en las relaciones exteriores que en la política interior. Antes eran un medio de ajustar y consolidar la paz, de acrecentar los Estados, de adquirir influencia más allá de las fronteras, de con

traer alianzas ó de lograr neutralidades. Hoy puede decirse que ejercen más influjo en el interior que en el exterior, porque la política internacional no se hace ya subordinando todos los demás intereses al interés dinástico; ha pasado este á ccupar un lugar relativamente secundario, sobre todo desde que los Parlamentos intervienen de un modo activo en todas las cuestiones exteriores, y las alianzas de familia, que nunca han sido lazo muy firme, han perdido casi por completo su importancia. ¿De qué sirvió al infortunado Fernando Maximiliano y á la desventurada Princesa Carlota el ser, respectivamente, hermanos del Emperador de Austria y del Rey de Bélgica, si éstos no pudieron evitar el sangriento drama de Querétaro que costó al primero la vida y á la segunda la razón?

Los enlaces regios suponen, á pesar de todo, en lo exterior, una inclinación, una tendencia que así puede ser conveniente como resultar peligrosa, y dan origen, en el interior, á una influencia que pesa grandemente tanto en el presente como en el porvenir de los pueblos.

¿Quién no recuerda que la conducta observada por Doña María Cristina en los últimos años del reinado de Fernando VII, alentando las esperanzas de los liberales, cambió por

completo la suerte de España? ¿Qué habría sido del Trono de Doña Isabel II, si al morir aquel Monarca no hubiese quedado á la cabeza del Gobierno, como símbolo de redención, la Augusta Señora que había abierto las puertas de la patria á tanto hombre ilustre y enjugado las lágrimas de tanto desgraciado? ¿Por qué, si no, al tratarse en 1846 del enlace de Doña Isabel II, lucharon tan tenaz y encarnizadamente, en el terreno diplomático, Francia é Inglaterra, pretendiendo cada una imponer su respectivo candidato?

Si, pues, tan grande es la importancia de los enlaces regios-y en esta frase comprendemos no sólo los matrimonios de los Monarcas, sino los de los Príncipes herederos―parece natural que antes de que llegue el momento preciso en que haya de resolverse semejante problema, se estudien los antecedentes de esta cuestión, se evoquen las enseñanzas de la Historia, se recojan y recopilen los preceptos legales, se traigan á la memoria las discusiones habidas en las Cámaras en casos análogos, y se ofrezcan así, reunidos en compendiosa síntesis, cuantos datos puedan necesitarse para formar juicio acerca de tal asunto.

Ese es el objeto de estas páginas.

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