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ciencia sólo puede ser cierta si existe esta íntima compenetración de unas en otras y esta transcendencia de los principios proclamados en cada una de ellas; transcendencia que es la garantía de la certeza de la indagación y que permite rectificar desde el campo de observación de una ciencia conclusiones que en otras resultaron ciertas al parecer.

Y no se crea que es ocioso insistir una y otra vez y en todos los tonos, como hoy se acostumbra, en esta afirmación de la unidad de la ciencia; porque urge que todos los que á trabajos intelectuales se dedican, se penetren perfectamente de lo que ella significa; pues si no les pasa de los labios, seguiremos viviendo en una anarquía intelectual, que producirá como resultado útil de toda la labor científica un movimiento progresivo, que no corresponderá ni con mucho á la cantidad de energía empleada; mientras que si se convencen de su importancia efectiva, se les impondrá forzosamente la disciplina científica, que no ahoga con su rigor y sus estrecheces la vida del pensamiento, como pudiera creerse, antes por el contrario, la depura y perfecciona, encarrilándola en la verdadera senda del progreso.

Impórtame consignar ahora que, como derivación inmediata de estas observaciónes, puede perfectamente aplicarse á la ciencia de la Administración el aforismo de Donoso Cortés, diciendo que toda cuestión administrativa envuelve un problema ó un principio político del que aquélla es consecuencia inmediata. Porque si la Administración es el poder del Estado que ha de procurar el medio práctico de hacer encarnar la ley en el cuerpo social, dando vida al precepto dictado por el legislador, es indudable que si éste responde á las exigencias de la ciencia política, no pueden jamás las prescripciones administrativas desligarse de los principios fundamentales que informaron la ley. Así, pues, es esta solidaridad tan estrecha, que se hace imposible de todo punto, considerada la cuestión bajo este aspecto, reconocer la existencia de problemas puramente administrativos; y sin embargo, fuerza es confesar que la opinión re

clama hoy más que nunca la necesidad de que la Administración se aparte de la política y no se deje influir por ella más que en lo puramente indispensable. ¿Cómo explicar, pues, esta al parecer contradicción tan flagrante entre lo que proclama la ciencia y lo que exige la realidad?

He aquí el problema que me propongo abordar.

Obsérvanse en la práctica de la vida cosas que parecen estar en contradicción muchas veces con los principios proclamados en el terreno científico; pero esta contradicción suele ser en la mayoría de los casos más aparente que real. De ordinario sucede que tales contradicciones obedecen al diverso sentido y alcance que suelen tener los mismos términos empleados en el lenguaje vulgar y en el lenguaje científico, porque más limados y restringidos unas veces, ó más ampliados y extensos otras, permiten autorizar diversas interpretaciones al parecer opuestas. De aquí la necesidad, sobre todo tratándose de las ciencias sociológicas, de no perder nunca de vista el pensamiento de la generalidad, porque en él, aun con la irreflexión que le caracteriza, hay un fondo inagotable de estudio para la ciencia, suministrado por la espontaneidad del pensar, que es la envoltura de las más extraordinarias intuiciones.

Por eso la sabiduría popular, la inconsciencia del lenguaje, el sentido común y la opinión vulgar son el fiel contraste de la obra científica, porque de ellos saca sus primeros elementos y ellos le fuerzan á rectificar cuando el pensamiento individual la deriva de su verdadero cauce. Y así como en las ciencias físico-naturales no cabe discrepancia entre la teoría y la práctica, porque la teoría es la ley que palpita en los hechos, así en las ciencias sociológicas hemos de abandonar la tan manoseada frase de las impurezas de la realidad, que es el manto con que suele envolverse la ignorancia, y proclamar igualmente la

perfecta correlación de la vida con la ley sociológica y las de las doctrinas científicas con la realidad de las cosas.

Ahora bien; si es cierto, como hemos reconocido, que la ciencia política y la administrativa están de tal modo enlazadas, que todo principio político formulado en la ley necesita, para no ser letra muerta, el auxilio de disposiciones del orden administrativo, y que todo precepto administrativo descansa en un principio político del que deriva, ¿qué quieren decir los que afirman la existencia de cuestiones puramente administrativas y cuestiones esencial ó accidentalmente político-administrativas?

El mismo autor de la Memoria á que vengo refiriéndome, el Sr. Miquel, lo indica perfectamente en el desarrollo de la segunda parte de su trabajo, cuando dice: «Entiéndase bien, y de una vez para siempre, que, en mi sentir, la Política siempre influye sobre la Administración, siquiera sea algunas veces de una manera muy remota y casi imperceptiblemente, como influyen otras muchas causas que á simple vista no se manifiestan; pero que hay cierta clase de cuestiones en que dicha influencia sólo es efectiva y tangible cuando se realiza un cambio radical en la política y hasta en la vida social.»

Esto quiere decir que mientras los partidos políticos que aspiran á la gobernación del Estado con probabilidades de éxito convienen en determinados principios que constituyen el fondo común de dogmas y creencias, defendido por todos ellos contra sistemas y tendencias de épocas pasadas que han sido vencidas, desaparecen estos principios de los programas y de las banderas políticas, encomendándose su desarrollo y su encarnación en la vida nacional al poder de la Administración exclusivamente. Por eso, cuando se realiza un cambio radical en la política que ataca este sentido general de cada época, aquellas cuestiones que vivían confiadas tan sólo á la Administración vuelven otra vez, se reintegran á la lucha política y se inscriben de nuevo en los programas de la polémica. Y así como éstas son, mientras no llega el momento de removerlas, TOMO 68

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cuestiones puramente administrativas, como las llama el señor Miquel, así aquellas otras que constituyen las diferencias que caracterizan á los partidos en su pugna diaria, son esencial ó accidentalmente políticas, según esté, respecto á ellas, más ó menos próxima una inteligencia que las haga formar entre las puramente administrativas.

Se deduce de esto que la clasificación de los problemas administrativos hecha con tal criterio no es una clasificación científica en manera alguna, sino una clasificación de circunstancias que responde á un concepto vulgar que la práctica de la vida política y administrativa han hecho necesarias; pero concepto que, aunque muy relativo, conviene precisar para que se vea cómo esta afirmación de cada momento, por la que proclamamos que un determinado problema es puramente administrativo, no está reñida en manera alguna con el principio fundamental de que todo problema de este orden deriva de un principio político, y todo problema político implica un orden de problemas administrativos necesarios para su desarrollo.

No es esta consideración especial á que acabo de hacer referencia la que principalmente precisa tener en cuenta para penetrar el sentido de los que afirman la inmediata necesidad de apartar la Política de la Administración. El sentido de la polí tica en esta frase, que parece concretar, al menos en nuestro país, la aspiración unánime de cuantos con desinterés personal se cuidan de los negocios públicos, es muy otro del que hasta aquí hemos venido asignándole.

No es, ciertamente, ni á la ciencia ni al arte político á quienes se culpa y acusa de ingerencias perturbadoras en la marcha de la Administración, á quien se culpa de todo esto es á las corruptelas de la política militante.

Sustituído después de empeñadas luchas, gracias al desbordamiento por toda Europa de las corrientes revolucionarias de la Francia del 89, el sistema parlamentario al régimen absolutista que por tanto tiempo imperó en las naciones cultas del viejo continente, esperábase de su planteamiento la curación radical de todos los males que afligían á los pueblos. Y aunque son muchos los beneficios logrados por virtud de esta sustitución, son también, por desgracia, no pocos los vicios que su corta vida ha puesto de manifiesto; vicios que no tanto son del sistema como de la condición de los pueblos que lo practican, y á cuyo remedio urge que acudan con presteza los ilustres pensadores que á los estudios políticos se dedican, como ha acudido entre nosotros valientemente el Sr. Azcárate con su precioso libro El régimen parlamentario en la práctica.

El análisis de todas las circunstancias que han concurrido á determinar esta situación tan lamentable, aunque interesantísima, me arrastraría demasiado lejos de mis propósitos. Habré, pues, de limitarme á consignar por ahora que una de las manifestaciones más patentes de los vicios que corroen el sistema parlamentario consiste en lo que pudiera llamarse alteración de las funciones de los poderes públicos, porque de hecho, y refiriéndome tan sólo al Poder legislativo y al Poder ejecutivo, contra lo dispuesto terminantemente en las leyes constitucionales y contra lo que la ciencia política afirma, puede sostenerse que el Poder ejecutivo es el que legisla y el Poder legislativo el que administra.

Mientras los Ministros preparan los proyectos de ley que las mayorías de ordinario no examinan, proyectos que en la generalidad de los casos se aprueban sin alteración alguna, porque la discusión de las minorías no produce casi nunca resultado inmediato, los representantes del país en las Cortes invaden los centros ministeriales, ya para solicitar credenciales con que pagar los amaños que hicieron sus paniaguados en el distrito para sacarles triunfantes de las urnas, ya para influir en la re solución de los expedientes administrativos en favor de los ca

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