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litos. La de azotes para los ladrones reincidentes, es decir, para el que no se corrige, y tal como se aplica en Chile, es algo que siquiera intimida al criminal, que desprecia los rigores de nuestras prisiones, y si esto vale algo para la tranquilidad de los asociados, ¿por qué desterrar esta pena, si ella es todavía necesaria en ciertos casos?

No somos, pues, de los que abogamos contra la pena de azotes. La experiencia nos dice que ella es ejemplar y temida por el bajo pueblo, y en tal caso, ¿por qué gritar contra su uso si es más eficaz que otras y con ella se logra la tranquilidad y el respeto por el individuo y por sus intereses?

Son los miembros de la comunidad los que hacen las penas y resuelven sobre su bondad, en razón á que si ellos no delinquen, las penas graves no tienen aplicación y entonces decaen por no ser necesarias en la práctica; pero si, por el contrario, dan lugar á que se usen de ellas, las hacen entonces oportunas, y no se podrán abolir de la legislación de un país donde sus mismos habitantes se encargan de purificar su uso.

¿Qué sería de nuestra sociedad si no existiera la pena de muerte para ciertos casos extremos? Las penitenciarias que conservan la vida de los criminales no bastan ni á contener ni á intimidar á ciertos caracteres que, sabiendo que se les conserva la vida, llevan adelante propósitos que tal vez los contienen cuando tienen la seguridad de que en el patíbulo expiarán su crimen. Varíense por completo las penas de azotes y la de muerte de nuestra legislación criminal, y entonces se verá á dónde vamos á parar con esta impunidad, dadas las condiciones del corazón humano.

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Dígase lo que se quiera por los filósofos y por los hombres de teorías respecto de estas penas, ellas son ejemplares y útiles, no tan sólo para la existencia del poder social, sino también para la conservación de la sociedad.

Estas penas serán un' mal necesario, pero aplicadas con discernimiento y cautela á los grandes criminales, tranquilizan y restablecen la calma que producen los actos criminosos de hom

bres excepcionales y que no pueden ser castigados sino con ellas para satisfacer la vindicta pública ofendida en extremo.

No pedimos que estas penas se apliquen con profusión y en casos ordinarios, porque ello será desvirtuar su objeto; pero tal como se mantienen y se usan en nuestra legislación, prestan seguridad de que no la sufren los inocentes y que no se abusa de un remedio que por desgracia debe existir contra la perversidad de algunos seres que, con más ó menos frecuencia, aquejan la humanidad, y los cuales no deben existir en la comunidad, y por eso ella los aparta de su seno por medio del castigo que ejemplariza á los que quedan, y de este modo se morigeran las costumbres y se guardan más respeto unos á otros en sociedad.

ROBUSTIANO VERA.

DERECHO POLÍTICO

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Garantías constitucionales en armonía con el Código penal.

Sobre todas las leyes de una Nación, impera como ley fundamental la Constitución del Estado, y toda violación de los derechos que sanciona, reviste un carácter tanto más grave, cuanto más trascendental é importante es el precepto violado. Esto es una verdad indiscutible y que no necesita demostración; y tanto es así, qué el Código Penal castiga infracciones determinadas de aquella ley fundamental'con penas severas y personales; pero como se nota un vacío, respecto de otra de sus prescripciones, nos vamos á permitir estudiarlo, siquiera lo hagamos somera y superficialmente, seguros de que no podrá menos de aparecer comprobado, aun á la investigación menos pensadora.

Dícese, y no sin fundamento, que la pena debe estar siempre en relación con la magnitud del delito, ya sea por la más ó menos honda perturbación que causa en la sociedad, ya por el respeto y consideración que mereciera el ofendido, ya, en fin, por la maldad mayor ó menor que revele en el ofensor. Así que, la ley moral supone el castigo que impone el Altísimo al que gravemente le ofende, y lo hace estribar en una pena eterna, infinita; porque siendo hecha la ofensa á la Majestad infinita, infinita debe ser la condena. Las leyes sociales castigan con más severidad al Juez prevaricador que falla injustamente,

por ignorancia ó negligencia inexcusables, que al particular que por iguales causas incurre en alguna omisión justiciable; y esas mismas leyes más fuertemente dejan caer el brazo vengador de su justicia, severo é inflexible, sobre el criminal autor de un hecho grave, de esos que conmueven el orden social en sus cimientos, que sobre el que ejecuta un acto que, aunque también penable, no es de tanta gravedad.

Sentados estos principios, como emanaciones filosóficas del derecho de castigar, habremos de deducir, discurriendo lógicamente, que la Autoridad suprema de un Estado reside en sus leyes, y más principalmente en la ley superior, que es la Constitución. De aquí que, la violación de cualquiera de sus preceptos, sea cual fuere, debiera ser un acto constitutivo de delito; acreedor á mayor ó menor pena, según que fuera ejecutado por un funcionario ó Autoridad, principales encargados de velar por su puntual observancia, ó según que lo efectuara un particular, siendo y debiendo ser mayor el castigo de aquéllos que el de éste. Pues bien; si esto así está encarnado en todas las conciencias, si se funda en la razón natural, veamos hasta qué punto es una verdad práctica admitida por la ciencia y sancionada por la ley escrita.

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Un particular penetra en la morada de un español ó extranjero residente en España, sin su consentimiento; viola por tanto el art. 6o de la Constitución vigente é incurre en la responsabilidad criminal de autor del delito de allanamiento de morada que define y pena el art. 504 del Código penal. Un arrendatario de consumos intenta penetrar en la misma mcrada (que es particular y en ella no se ejerce tráfico alguno de especies gravadas por el impuesto); se le niega por su morador el competente permiso, y recurre al Juez municipal por medio de oficio, pidiéndole autorización judicial para practicar el intentado registro de aquel domicilio. El dicho Juez le expide la autorización interesada, sin llenar los requisitos que prescribe el otro art. 8° de la Constitución, que dice: «Todo auto de prisión, de registro de morada ó de detención de la corresponden

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cia será motivado.» Y si este auto ordenado se dictó, dejó de notificarse previamente.

Vuelve el funcionario autorizado, exhibe la autorización, que no es otra cosa que una comunicación en que se le anuncia quedar desde luego autorizado judicialmente para practicar el registro de morada que pretende, no es siquiera la copia del auto motivado en que se decretara, y lo que es más, en la indicada comunicación no se hace tampoco mención de tal auto. El morador insiste en su negativa porque no se han llenado los requisitos de la ley, en cuya vista aquel funcionario requiere á los agentes de la Autoridad municipal para que le ayuden á penetrar violentamente en la casa, cuyo dueño ó morador resiste tal atropello, se opone á la fuerza y surge el conflicto. En este caso ya se dirá, acaso, que aun cuando haya habido resistencia á los agentes de la Autoridad y atentado, caso de haberse hecho uso de armas contra dichos agentes, no hay ni puede haber responsabilidad criminal en el autor, porque con arreglo al núm. 11 del art. 8° del Código, obró en el ejercicio legítimo de un derecho; y allí donde hay derecho para ejecutar una acción, no solamente lícita y permitida, sino ordenada por la ley, mal puede haber delito, porque la responsabilidad penal sólo se puede exigir por la infracción del derecho. Así está reconocido desde el antiguo Derecho romano, que decía: Nullo dolo, qui suo jure utitur, hasta nuestros días, en que el precepto citado del Codigo consigna que no delinque el que obra en el ejercicio legítimo de un derecho.

¿Y el Juez municipal que dejó de dictar el auto que taxativamente le prescribe y ordena para estos casos la citada Constitución, el funcionario que dejó de notificarlo previamente, si por acaso se dictó, no han incurrido en responsabilidad criminal violando un precepto de la ley? Ciertamente sí; son, sin género alguno de duda, los causantes del conflicto; son los únicos que aquí resultan perturbando el orden social; son los que han dado lugar al trastorno y al desequilibrio; pero es el hecho que el Código no les comprende en ninguna de sus pres

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