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determinar los deberes de los profesores y las reglas á que ha de someterse la enseñanza en los establecimientos de instrucción pública costeados por el Estado, las provincias ó los pueblos.

Como se ve, existe una diferencia capitalísima entre los dos Códigos fundamentales más recientes de los muchos que ha tenido nuestra patria. El de la Revolución declaró un derecho sin más limitaciones posibles que la de que la autoridad pudiera inspeccionar por las razones de higiene y moralidad taxativamente marcadas; y el Código de 1876 no fija ni determina limitación alguna, sino que este punto lo reserva á leyes de otro orden, pues dispone que los aludidos establecimientos de instrucción ó de educación se funden y sostengan con arreglo á las leyes. Además, la Constitución vigente hace las precauciones citadas respecto á títulos profesionales y al régimen de la enseñanza oficial, y la anterior nada estableció sobre dichos extremos.

Es indudable, por lo tanto, que el Poder ejecutivo puede hoy llevar á la ley orgánica de la instrucción pública ó el espíritu en que se inspiró la Constituyente del 69 ú otro menos amplio y expansivo. Semejantes leyes pueden disponer que en los establecimientos privados de enseñanza sólo intervenga la Administración por razones de higiene y moralidad; pero también es posible que en ellas se consignen otros motivos más que justifiquen la intervención citada. Aquellas leyes pueden reglamentar la enseñanza oficial con un criterio eminentemente democrático, sin reconocer más deberes en los profesores que los impuestos por la Moral y el Derecho; pero también es posible que tales reglas sean dictadas con otro sentido, y obligando á los profesores á que den la enseñanza conforme á ciertos y determinados requisitos y hasta con programas oficiales. Por último, en las leyes repetidas se pueden establecer condiciones de tal naturaleza que se facilite la emancipación absoluta de la enseñanza y se llegue á la libertad de profesiones; pero también es posible que se impida ó procure evitar tal conclusión.

¿Qué decide la ciencia de la Política en cuanto concierne al complejo problema de la Instrucción pública? ¿Cuál es el

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criterio que debe dominar á los legisladores en este punto? ¿Conviene inspirarse en los dictados de la democracia más pura, y establecer la absoluta libertad de enseñanza, con ánimo de llegar á todas sus legítimas y naturales consecuencias? pues la Administración no ha de hacer más que desentrañar y desenvolver el principio. ¿Es preciso, por el contrario, que esa libertad se cohiba y restrinja á ciertos y prudenciales límites? pues la Administración procurará reglamentar en armonía con lo establecido en la ley orgánica ó en la fundamental.

Bien manifiesta es la influencia poderosa que la Política ejerce en la Instrucción pública; y por lo mismo, creo inútil extenderme más para demostrar que la citada materia es esencialmente político-administrativa.

SECCIÓN CUARTA

NECESIDADES DEL ORDEN MORAL.

Varias son las materias que hoy abarca la Administración, de las que se puede decir lo mismo que de la presente. Unos entienden que el Estado no tiene más fin que el jurídico, otros creen que por su naturaleza propia ha de cumplir los demás fines de una manera permanente, y muchos le atribuyen sólo el fin jurídico como propio, y los restantes con un carácter y en sentido exclusivamente histórico y para mejor contribuir á la cultura social.

De ese concepto general del Estado, ya he dicho que se han de deducir muy distintas consecuencias, según sea más ó menos individualista; pero no entra en mis propósitos, ni sería oportuno, que con este motivo entrara en campo vedado por la simple enunciación del tema. He de desarrollarlo, pues, teniendo presente la actual situación de las cosas en la mayor parte de las naciones, y la general manera de pensar de los políticos, aunque respetando siempre las opiniones de todos, los generosos esfuerzos de quienes pretenden adelantarse al tiempo, y las nobles suspicacias de los que se aterran al simple anuncio de la reforma más insignificante: y partiendo de aquella base, me encuentro en situación perfectamente despejada

para expresar mi opinión de que merecen el calificativo de puramente administrativas las necesidades del orden moral á que atiende el Estado.

Hasta qué punto y en qué medida ha de intervenir la Administración, concierne á la moralidad pública y aun á la privada; qué límites ha de tener y en qué forma ha de ejercerse dicha intervención, son asuntos que merecen muy detenido estudio; pero respecto á ellos, los principios de la Política no tienen una influencia inmediata, eficaz y tangible: pudiendo afirmarse lo propio en cuanto á la beneficencia se refiere, pues los hombres de Administración son los que más genuinamente están llamados á resolver cómo ha de ejercerse.

SECCIÓN QUINTA

NECESIDADES DEL ORDEN JURIDICO.

I

Las instituciones del Censo y del Registro civil son altamente beneficiosas para conocer la importancia de la población y las verdaderas y más apremiantes y generales necesidades á que el Poder público ha de atender, procurando tener idea exacta de los elementos de vida con que cuente. Es preciso, por ejemplo, que los Gobiernos tengan conocimiento del número de brazos útiles dedicados á la industria, del de hombres de que puede disponer para el caso de una guerra y de la mayor ó menor proporción de la mortandad que ocurra en ciertas comarcas; pues donde industrias de una clase determinada sean escasas ó nulas, no puede esperarse que los rendimientos de la oportuna contribución sean iguales que los de localidades que se encuentren en estado floreciente; y un país de escasa población no es posible que cuente con disponer de ejércitos numerosos; y en las localidades insalubres la policía sanitaria debe ejercerse con atención más preferente que en las de mejores condiciones de salubridad.

Pues bien; la manera de llevar el censo supone una completa organización puramente administrativa, toda vez que la

Política no influye directa ni indirectamente en la materia, y otro tanto se puede decir del Registro civil, por más que algunos espíritus refractarios, en muy escaso número por fortuna, sostienen todavía que se trata de una novedad peligrosa, inventada por la escuela revolucionaria en odio á la Iglesia católica.

Entiendo que la autoridad de D. Francisco Cárdenas es lo suficientemente irrecusable para comprender que el Registro civil no puede considerarse como atentatorio á los derechos de la Iglesia; y creo, por consiguiente, que los mismos católicos pueden sostener la conveniencia de institución semejante, respetada por aquel ilustre hombre público, á pesar de que él fué quien suscribió, como Ministro de Gracia y Justicia, el discutido Real decreto de 9 de Febrero de 1875, que derogó en gran parte la ley de Matrimonio civil.

Es indudable, pues, que el Registro civil es una de tantas reformas de la época revolucionaria que ha tomado carta de naturaleza en España, y no sufrirá ninguna otra novedad más que aquellas á que naturalmente conduzca el progreso en las ideas y las mayores conquistas de la difícil ciencia de la Administración. Sólo en el caso de un radicalísimo cambio político, y si momentáneamente se impusiera una intransigencia religiosa absurda y ridícula, podría desaparecer el Registro civil; así es que las cuestiones relacionadas con él, real y puramente son administrativas.

II

Otro tanto es perfectamente aplicable al Registro de la propiedad y al catastro; instituciones importantísimas bajo infinitos puntos de vista, y respecto á las cuales aun falta mucho que hacer, especialmente en cuanto á la última, pues sabido es que en España todavía no contamos ni hay trazas de que en muchos años tengamos un verdadero y completo catastro.

A este propósito, no he de prescindir de llamar muy especialmente la atención de todos sobre una parte del notabilísimo discurso que D. Vicente Romero Girón leyó en la solemne apertura de los Tribunales celebrada el 15 de Setiembre de 1883.

Decía el entonces Ministro de Gracia y Justicia, que tanto honra á esta Corporación perteneciendo á ella: «A pesar de las muchas reformas hechas después de promulgarse la ley Hipotecaria, ni se ha llegado á dar certidumbre al dominio de las fincas, cuya identidad y extensión siguen careciendo de todo títu lo probatorio, ni se han podido aclimatar y generalizar en las comarcas agrícolas las instituciones de crédito territorial; debiéndose principalmente tal deficiencia á que el Registro de la propiedad por sí solo publica los actos relativos á cada finca, pero no la finca misma, cuya existencia real y verdadera no resulta de documento alguno probatorio, sino de las vagas y siempre parciales manifestaciones de quien afirma ser su dueño;» y de allí deducía la necesidad del catastro parcelario, defendido con frases tan elocuentes como las que siguen: «Urge organizar un monumento público y solemne, obligatorio para todos los propietarios, al cual se confíe el sagrado depósito de la prueba del Derecho de propiedad, mediante la publicidad de los títulos individuales, precedida del consentimiento de los dueños, manifestado en el correspondiente acto judicial de apeo y deslinde.

Creo que el asunto merece detenida y desapasionada discusión, y al permitirme incitaros á ella, no he de dejar de indicar mi idea de que el catastro parcelario, de indiscutible importancia y de inmensa utilidad, tal vez hubiera posibilidad de llevarle á cabo más económica y urgentemente con la base de los actuales Registros de la propiedad, pudiendo ser al mismo. tiempo oficinas del catastro, dependientes del Ministerio de Hacienda, que en ellas encontraría un auxiliar poderosísimo para el buen reparto de la contribución territorial, de la propia manera que hoy lo tiene en los Registros para la exacción del llamado impuesto de derechos reales y trasmisión de bienes. Las consecuencias de tal reforma, sus ventajas inmensas y sus pequeños inconvenientes, son puntos que merecen estudiarse, en opinión mía, aunque sólo sea para ver si de ese modo es factible llegar pronto á implantar convenientemente una institución tan digna de aplauso como es la defendida por nuestro respetable consocio.

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