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Y hechas las anteriores indicaciones sobre el Registro y el catastro, que bien se pueden estimar como preliminares de este capítulo, dedicado á tratar del derecho de propiedad, considero oportuno exponer algunas otras ideas sobre la propiedad pública y de corporaciones, y sobre la de particulares; advirtiendo desde luego que en la primera denominación no sólo va comprendida la propiedad generalmente designada como pública, sino también la del Estado, pues real y esencialmente son una misma cosa, toda vez que sólo se distinguen en cuanto al ejercicio de algunos y determinados derechos.

Con efecto; propiedad pública es la perteneciente al Estado, en que los particulares pueden ejercitar el derecho de usarla en ciertas condiciones; y más limitada y específicamente se denomina del Estado la que le pertenece en absoluto, no pudiendo utilizarla los particulares sin la previa cesión de aquél. De modo, que la primera supone un dominio que no se puede enajenar, mientras que la propiedad del Estado es perfectamente enajenable; partiendo semejante distinción de que la pública es aneja é inseparable de los derechos de soberanía, mientras que la llamada del Estado es la que el mismo ostenta como una simple persona jurídica. Por esto, la propiedad que esencial y señaladamente afecta ese carácter, sufre las modificaciones y pasa por las mismas alternativas que la de corporaciones; y de ahí que, mientras se halló amortizada la propiedad de las personas jurídicas, lo estuvo también la del Estado, hasta que las auràs de la libertad cambiaron la manera. de ser de aquélla y desamortizaron la de éste.

Ahora bien; ese mismo principio de la desamortización, llevado á sus naturales y lógicas consecuencias, demanda que el Estado no posea minas, montes ni ninguna otra clase de bienes más que los inseparables al derecho de soberanía, y si acaso los edificios necesarios para oficinas, cuarteles, hospitales, etc. En tal concepto, y una vez reconocida la justicia de la desamortización, se explica perfectamente la idea favorable á la enajenación de los montes públicos virilmente sostenida por D. Juan Francisco Camacho, y que en el terreno puramente administrativo ha de realizarse indudablemente, tan pronto como la opinión general se persuada de que son iluso

rios los perjuicios alegados para oponerse á dicha enajenación.

Nadie la discute bajo el punto de vista económico, y sólo se puede decir que hay una razón seria, que á primera vista impresiona desfavorablemente para resolver el problema planteado por el ilustre hacendista aludido. La salud pública y la prosperidad de la agricultura, se dice que necesitan de lluvias periódicas y bien aprovechadas que el arbolado atrae y favorece; luego es indispensable evitar que la codicia de los explotadores sea causa de talas inmensas que traigan consigo el despoblado de los montes, el consiguiente empeoramiento de la salubridad pública y la ruina de la industria agrícola y de las relacionadas con ella más directamente. Pero lo cierto es que las mismas leyes de la economía política, frecuentemente olvidadas por desgracia, confirman de todo punto que jamás se llegaría á tal extremo en las talas, pues los dueños de montes verían bien pronto que si las realizaban en grande, sería inmensa la oferta, y como la demanda no aumentaría proporcionalmente por eso, se verían en el caso de vender madera á precios desventajosísimos; resultado que naturalmente les enseñaría á conservar lo preciso para atender à la demanda de una manera ordenada y regular.

Como el asunto es arduo y complejo, creo que merece de tenido estudio, y á él he dedicado un modesto trabajo que publicó la notable REVISTA DE LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA, dirigida por mi distinguido amigo D. Emilio Reus, ilustradí simo individuo de esta Corporación. Sin embargo, no es ocasión de insistir sobre la materia indicada, y me limito á consignar una vez más el pensamiento de que puesto que la desamortización se ha reconocido universalmente como un gran principio de la ciencia social, sólo pueden ocasionarse discusiones con motivo de los diversos criterios que se aduzcan al intentar discurrir sobre el procedimiento más apropiado para llegar á las últimas consecuencias; de donde se infiere que en realidad hoy no merecen otra consideración más que de puramente administrativas las cuestiones relacionadas con la propiedad del Estado, sin que eso se oponga al carácter eminentemente político que tiene el problema de la desamortización.

TOMO 68

También merece algunas consideraciones, siquiera sean ligerísimas, el principio de la expropiación sobre cuyo concepto varía poco la Política general y permanentemente dominante. Así es de observar que la Constitución de 1845 prohibió que se impusiera jamás la pena de confiscación de bienes, y que á ningún español se le privara de su propiedad sino por causa justificada de utilidad común, previa la correspondiente indemnización; que la de 1869 reprodujo el mismo precepto; y que la Constitución de 1876 sólo añade que si no precediere dicho requisito, los Jueces ampararán y, en su caso, reintegrarán en la posesión al expropiado.

Si fuere socialista el concepto que del Estado se tuviera, es indudable que no sería precisa la expropiación, ó se consentiría con amplitud mayor de la que hoy tiene, merced al respeto profundo que merece la propiedad individual; pero dadas las ideas reinantes, la Política no influye sobre la Administración, y tan sólo pueden cambiar parcialmente los procedimientos deésta, siendo más limitada ó más amplia la esfera en que se mueva, según sea más o menos individualista el criterio que se tenga de la propiedad y del Estado. Bien puede afirmarse, por consiguiente, que se trata de una cuestión puramente administrativa.

Lo que ya he dicho de la pública y de Corporaciones es aplicable á la propiedad de los particulares, que se transformó radical y sustancialmente en nuestra España desde que empezaron á regir las leyes desvinculadoras, tan dignas de aplauso y veneración como las desamortizadoras. Tal vez haya alguien que niegue sus beneficiosos resultados, pues de nada semejante es posible dudar, después de que muy recientemente, ante la faz del país, se ha dicho en las Cortes que la «desamortización fué un inmenso latrocinio;» pero son bien pocos, por fortuna, los que así piensan, y aun ellos mismos, seguramente, no volverían á amortizar y á vincular la propiedad, aunque en sus manos estuviera el poderlo hacer.

Repito que la desvinculación produjo en la propiedad privada ó de particulares el mismo resultado que la desamortización en la pública y de Corporaciones, pues me importa consignar de una manera terminante que, en mi sentir, las leyes desvinculadoras se distinguen sobre todo de las desamortizadoras, en que éstas se propusieron el mismo fin que las primeras, pero necesariamente emplearon un distinto procedimiento que exigía la diferente clase de propiedad á que afectaban. Unas y otras se propusieron dar á la propiedad la vida del movimiento y de la libre circulación; pero para ello fué preciso que el Estado vendiera su propiedad particular y la de ciertas Corporaciones que por su fundación, carácter ó Estatutos no podían enajenar ni disponer de sus bienes, mientras que respecto á la privada bastaba declararla perfectamente libre, sin perjuicio de tener en cuenta la voluntad manifiesta ó presunta de los fundadores. Esta clase de propiedad privada, que pertenece á determinado número de personas, y que en tal concepto puede llamarse familiar, sólo se procuró difundirla aumentando el número de propietarios, y claro está que la desvinculación no modificó esencialmente la propiedad, sino los derechos de quienes la ostentaran y la manera de suceder en los mismos, á diferencia de la desamortización, que alteró el modo de ser de aquélla, permutándola por títulos de la Deuda pública, que se entregaron en equivalencia suya. A esto quedó reducido el inmenso latrocinio de la desamortización: á cambiar la propiedad inmueble y casi improductiva por otra equivalente en títulos de la Deuda con un interés de 3 por 100 anual, haciendo posible que la primitiva adquiriera un valor tan exorbitante como el que supone, v. gr., el que ahora tiene el terreno en que se levanta el suntuoso templo de las leyes en que se pronunciaron las frases trascritas, comparado con el valor que tenía en la época en que la amortización impedía que se enajenara, pues tengo entendido que pertenecía á la Iglesia.

Mucho podría decirse de la desvinculación; y, sin embargo, forzoso es no insistir más sobre ella, toda vez que lo expuesto es suficiente para confirmar la certeza de la idea apuntada, de que tal cambio en la propiedad fué alta y profundamente político; no obstante lo cual, una vez aceptada y generalmente re

conocida como buena é insustituíble, la Administración para nada ha de cuidarse de la Política al desarrollar dicha idea.

III.

Una diferencia parecida á la observada en cuanto á la Instrucción pública, se nota á la simple lectura de los preceptos consignados por las Constituciones de 1869 y 1876, tratándose de los preciadísimos derechos de reunión y de asociación.

Tanto en una como en otra se reconoce el perfecto derecho de reunirse pacíficamente y el de asociarse para todos los fines de la vida: pero varían de un modo notable al explicar el alcance de tal declaración; pues en la de 1869 se decía, que semejante derecho no se extendiera á fines contrarios á la moral pública, que toda reunión pública había de sujetarse á las disposiciones generales de policía, que las reuniones al aire libre y las manifestaciones políticas sólo pudieran celebrarse de día, que toda asociación podría disolverse cuando sus individuos delinquieran por los medios que la misma les proporcionase, que las asociaciones que delinquieren hubiera posibilidad de suspenderlas por la Autoridad gubernativa, sometiendo in continenti los reos al Juez competente, y que fuera factible suspender por una ley toda asociación cuyo objeto ó cuyos medios comprometieran la seguridad del Estado; mientras que la Constitución de 1876 establece que en las leyes se dicten las reglas oportunas para asegurar á los españoles en el respeto recíproco de los derechos que se les reconoce, entre los cuales se encuentran los mencionados, sin menoscabo de los de la Nación, ni de los atributos esenciales del Poder público.

No cabe duda, por consiguiente, que al dictar las mencionadas leyes, necesarias para regular los derechos de reunirse y asociarse, ha de hacerse con un criterio diferente, según sea el ideal político de sus autores, más o menos favorable á ex tender el círculo de atribuciones de la Administración en sus relaciones con los administrados; como es evidente, asimismo, que el Código del 69 no admitía esa diversidad de criterios,

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