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profesion fabril, eran en los otros ceremonias y formas caballerescas y militares. Semejantes en el sigilo, órden jerárquico, subordinacion y obediencia, todavía lo eran mas en el espíritu de egoismo, de intolerancia, de ambicion y sedicion, con la diferencia que hay siempre del original á la copia, en la cual todo es mas exagerado. Así los comuneros fueron mas resueltamente facciosos y mas groseramente intolerantes que sus modelos. Reclutábanse en los grados inferiores del ejército y en las clases mas ínfimas de la sociedad, y llevaron á la corporacion toda la codicia y la envidia de su miseria, y toda la indecencia de su educacion y costumbres habituales 1.

Aun cuando las dos sociedades se hacian una guerra mortal, tenian sin embargo centros comunes de accion, y objetos sobre los cuales se entendian y se ayudaban. Las dos se movian al grito de viva Riego, sin embargo de que este general fuese poco estimado en la una y detestado en la otra ; las dos se entendieron para derribar al primer ministerio y al segundo; las dos, en fin, se auxiliaban recíprocamente en el descrédito, calumnias, despopularizacion del partido que ellos llamaban moderado ó emplastador. Los masones, sin embargo, como mas hábiles, dejaban á sus segundos la parte mas odiosa y repugnante del ataque. Esto se veia claramente en sus respectivos periódicos: El Espectador guardaba una apariencia de decencia, moderacion y templanza, mientras que El Independiente, El Zurriago, El Indicador y otros folletos comuneros no conocian ni freno ni vergüenza en las injurias, imputaciones y denuestos. Los efectos que esta deplorable táctica producia eran los mas perjudiciales al órden y á la libertad por una parte se adulaba al populacho, se le

Hay quien dice que el establecimiento de la comunería se hizo å instigacion de los extranjeros y con la aprobacion del Rey. Yo no estoy seguro de ello, y por eso no lo afirmo. La conducta posterior de su legislador, cuyo nombre repugna la pluma el escribirlo, y el constante favor que tuvo siempre con el Monarca, lo hacen bastantemente probable.

alentaba á toda clase de excesos, y se le enseñaba á vílipendiar y despreciar á cuantos pudieran dirigirley gobernarle; y por otra los enemigos que dentro y fuera tenia la constitucion española veian ponérseles en la mano el triunfo á que aspiraban, con el descrédito de las cosas y de las personas que estos frenéticos preparaban y conseguian.

El peligro comun los unió en la crísis de julio, y conseguida la victoria, tambien se mantuvieron unidos por el interés comun de descartar del poderá todos los que no fuesen de su bando. Esto les fué muy fácil, porque los adversarios que combatian, ó por flojedad ó por miedo ó por conocer el estado deplorable en que ya estaban las cosas, no les disputaron el terreno. Mas conseguido este segundo triunfo, y habiendo logrado el partido masónico formar exclusivamente el Ministerio, los comuneros, mal contentos de la desigual posicion que les cabia en los despojos de la batalla, comenzaron el fin á asestar sus baterías contra el gobierno reinante, y á desacreditarle y á despopularizarle con las mismas armas que habian usado contra sus antecesores. Entonces, aunque tarde, debieron conocer los jefes de la faccion que comenzó en la Isla que todas sus intrigas y agitaciones para derribar los ministerios que les habian precedido y para disminuir la fuerza y accion del poder gubernativo, no habian venido á parar en otra cosa que en abrir una gran sina, donde, empujados de los que venian detrás, se iban precipitando unos á otros, sin ningun consuelo para ellos, sin espe ranza alguna para los demás. Yo no sé, milord, por qué los reyes y sus apóstoles tienen tanta ojeriza á nuestras sociedades secretas. Si ellas en España pusieron en pié á la libertad, tambien son ellas las que muy principalmente han contribuido á derribarla; porque sin sus escándalos, sin su torpeza, sin su odiosidad, no les fuera el triunfo tan barato á los cien mil alguaciles armados que la Santa Alianza envió contra nosotros.

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Quizá no debiera yo ser tan severo al llevar la pluma por el triste recuento de nuestros errores y extravíos; quizá estoy dando ocasion á los enemigos de mi patria para tomar de aquí armas contra ella, y á que digan que en esa rigorosa censura están justificados los motivos de su bárbara agresion. Pero al tratar con vos de nuestros sucesos era preciso hablar con la franqueza propia de vuestro carácter y del mio; por consiguiente nada debia disimular, y mucho menos cuando, si bien se mira, en nada puede ayudar á la violencia usada

8 de marzo de 1821.

con nosotros la ingenua confesion de nuestros males. Frutos amargos eran de tres siglos de ignorancia, supersticion y despotismo, huellas desagradables y reliquias de tan largo y mortal padecer. Y¿por ventura el exterior repugnante que suele acompañar al convaleciente, el desconcierto que se nota á veces en sus actos y palabras, dan autoridad á nadie para sumergirle otra vez en la enfermedad de que salió? No, milord; y ni su médico ni su familia ni sus vecinos se arrogarian jamás un derecho tan inhumano. Pues ese cabalmente

es el que se han atribuido sobre los españoles los gabi-
netes de la Santa Alianza, aun cuando se tome á la letra
el hipócrita lenguaje de sus fementidos manifiestos. A
lo que decian confusion anárquica de la Constitucion
subrogaban el despotismo insensato de Fernando VII;
à una anarquía otra especie de anarquía, á un desór-
den otro desórden, la peste al incendio: á esto llama-
ban ellos reconciliar á la España con la Europa.

Con la victoria del 7 de julio se pusieron de mani-
fiesto tres cosas que valiera mas quedasen envueltas en
Bas nieblas de la duda. Una era que el Rey conspiraba
abiertamente contra la Constitucion; otra, que ya no
era rey mas que en el nombre ; otra, en fin, que todos
Hos medios de intriga y faccion interiores eran insufi-
cientes á trastornar el órden político que existia, y que
la libertad habia echado bastantes raíces para resistir
á este género de embates. De esta manera quedó des-
nuda la Constitucion del respeto y apoyo que le daba
el nombre del Monarca, y se incitaba á los malconten-
tos á desobedecerla y destruirla con la seguridad de
que así le servian y agradaban. Al mismo tiempo se
comprometia el orgullo de los demás príncipes para
venir á sostener en España la autoridad real vilipendia-
da, dando al Rey socorros mas eficaces que hasta en-
tonces. Tales fueron el objeto y los motivos del congre-
so de Verona, donde reunidos los potentados predomi-
nantes de Europa decretaron repetir la tragedia de
Laybach y sacrificar otra nacion en los altares de su
soberbia. La victoria era mas grande, y por consi-
guiente el escarmiento mas eficaz y la satisfaccion mu-
cho mayor.

Yo no os fatigaré, inilord, con un nuevo comentario
sobre las operaciones y espíritu de este congreso; se
han hecho tantos dentro y fuera de España, que ya
cualquiera idea que se presente sobre él no puede ser
ni nueva ni oportuna. Solo sí diré que por una fatalidad
bien singular, los gobiernos de dos naciones que se lla-
man libres han sido los ministros y ejecutores de esta
sentencia de muerte dada contra un estado libre, y so-
Jamente porque lo era. La España, puesta del lado acá
de los Pirineos, y entallada entre la Francia y la Ingla-
terra no solo por su situacion geográfica, sino por sus
conexiones é intereses políticos, no podia ser entrega-
da al azote bárbaro de los cosacos y de los panduros.
La Francia habia de hacerlo, la Inglaterra consentirlo,
y era preciso dorar de algun modo la odiosidad de es-
cándalo tan grande en obsequio de la opinion local de
aquellos pueblos. Digo local, milord, porque de la opi-
nion general que hay en el mundo, fundada en las no-
ciones naturales de equidad y de justicia, los monarcas
de Europa se han curado ahora tan poco como en otro
tiempo Bonaparte cuando nos decia, para justificar su
descarado latrocinio, que Dios le habia dado el poder
y tambien le habia dado la voluntad.

Yo no sé cómo pintará la posteridad todo este apara-
to de medios artificiosos, empleado para disimular la
conspiracion y complicidad de dos gobiernos represen-

tativos contra la libertad y la independencia de los es-
pañoles. El viaje de lord Wellington á Verona, su in-
definible memorandum al general Alava, las oficiosida-
des de suedecan Sommerset, las intrigas de sir William
Acourt para que modificásemos la Constitucion, la
asercion del ministro Villele á las cámaras francesas
de que si ellos no venian á derribar nuestra constitu-
cion en España, tendrian que defenderla en el Rin;
la correspondencia seguida entre los dos gabinetes co-
mo para buscar los medios de evitar la guerra; el len-
guaje, en fin, de vuestros ministros acerca de nues-
tras cosas en el parlamento del año 23, tan diverso del
que han tenido en el de 21: ¿todo esto, milord, era
otra cosa mas que una farsa, y esa mal representada?
Los partidarios de la libertad sabian bien á qué atener-
se en estas demostraciones, y los partidarios del poder
absoluto lo sabian todavía mucho mejor.

Pasáronse en fin las célebres notas diplomáticas, pri-
mer resultado de lo que se habia convenido en Verona,
y su extravagante contexto presentaba mas bien el aire
de un entredicho político que el de una formal decla-
racion de guerra. Tal vez esto era todavía un resto de
pudor y de respeto á la decencia pública, ó acaso hubo
esperanza de que la faccion absolutista, á quien se su-
ponia preponderante en España, viéndose apoyada por
los poderosos de Europa, alzaria de pronto la cabeza y
ejecutaria la reaccion por sí sola. Mas sus esperanzas,
si tales eran, les salieron fallidas; porque, á excepcion
de las partidas levantadas á fuerza de dinero, la Espa-
ña civil nunca ha estado mas unida que en el tiempo
que medió desde la comunicacion de las notas á la en-
trada de los franceses.

Debióse sin duda contestar á ellas con las tergi-
versaciones y efugios usados en tales casos por la diplo
macia: así podia alargarse la cuestion y ganar tiempo,
elemento necesario para levantar y organizar la fuerza
armada que solo podia salvarnos. Pero la respuesta de
nuestros ministros á la intimacion insolente de los ga-
binetes extraños fué impolítica por lo pronta. El nego-
cio, llevado por ellos al instante á la deliberacion de las
Cortes, no podia tener allí mas que una resolucion.
Ventilóse en las dos célebres sesiones de 9 y 11 de ene-
ro, y seria superfluo añadir aquí nada sobre ellas, vista
la manera tan enérgica como profunda con que nues-
tros diputados trataron y resolvieron los diversos pro-
blemas de justicia natural, de derecho de gentes y de
derecho público que la cuestion contenia. Allí, milord,
cesaron los partidos, los odios se apagaron, las pasio-
nes enmudecieron. No hubo mas que una opinion, un
voto uniforme, universal, para sostener y salvar á toda
costa la libertad y la independencia, tan indignamente
ultrajadas. Cualquiera que antes fuese el concepto que
tenian en el público las Cortes y el Ministerio, todo fué
olvidado en aquel momento, y viéndolos elevados á la
altura de los grandes intereses que tenian que defender,
apenas hubo español de buena fe que no congeniase
con sus sentimientos y sus deseos, y que no los acom-

pañase en los ecos de honor y libertad con que hicieron resonar el santuario de la patria.

Mas antes de declararse formalmente la guerra se hizo una tentativa para trastornar el sistema político sin el escándalo de la invasion. El aventurero Bessieres, por medio de una marcha tan atrevida como afortunada, evitando hábilmente el encuentro de los cuerpos constitucionales que podian estorbarle el paso, se vino con los facciosos que mandaba desde los Pirineos á Sigüenza, y pasando á Guadalajara se puso en el caso de amenazar á Madrid. La capital no podia contar para su defensa mas que con la milicia local, algunos caballos Ꭹ dos regimientos de infantería. Ofreciéronse los milicianos á servir á la patria en aquel peligro con un ardor digno de mejor fortuna. Pero el Gobierno, al formar de ellos y de la poca tropa de línea y algunos voluntarios una division con que salir al encuentro á los facciosos lo erró en lo mas esencial, que fué en no darles un jefe hábil y de reputacion que los supiese conducir y en quien ellos pudiesen tener seguridad y confianza. La ocasion era demasiado importante para aventurar el éxito, y por desgracia el espíritu de cofradía y de partido, obrando tambien entonces, nos procuró una mengua irreparable, que tuvo un influjo harto funesto en los sucesos posteriores.

Nombróse por jefe al general Odali, uno de los cabos del levantamiento de la isla, y adicto siempre y dócil á la voluntad de los que á la sazon dominaban. Esta fué la causa principal de la preferencia que se le dió para aquella empresa, sin embargo de que, desconfiado de sí mismo, segun se dijo entonces, se rebusaba á tomarla á su cargo. Hombre de probidad y de valor sin duda alguna lo era; pero capacidad para mandar, ó no tenia ninguna ó en aquella ocasion le faltó del todo, puesto que sin plan, sin concierto, sin combinacion alguna, llevó por barrizales intransitables su tropa mal instruida y peor ordenada, y encontrándose al caer la tarde con el enemigo cerca de Brihuega, empeñó desacordadamente una accion, á que el nombre de refriega no conviene y mucho menos el de batalla. Los cuerpos de línea se desbandaron al instante, casi todos los cañones cayeron en poder de los facciosos, y los milicianos, desamparados y despavoridos, fueron miserablemente apaleados y dispersos. De este modo Bessieres y su gente se coronaron de una gloria que no esperaban, y los laureles de julio se vieron ajados y marchitos para no reverdecer jamás.

Este descalabro fué tanto mas vergonzoso, cuanto que los vencedores, á pesar de la ventaja conseguida, no pudieron, por la poca fuerza que tenian, intentar nada contra Madrid. Todo allí permaneció tranquilo: las puertas se fortificaron, casi todos los empleados y una gran parte del vecindario se armó y se previno para repeler el ataque y conservar el órden: de modo que si los que enviaron á Bessieres á probar fortuna contaban con algun partido que ayudase al intento, por la centésima vez se vieron frustrados en sus designios, y tuvieron

necesidad de apelar á mayores impulsos para conseguir el trastorno que anhelaban. Abisbal, que sustituyó inmediatamente á Odali, contuvo con las pocas fuerzas que quedaban el ímpetu de los facciosos y los persiguió en su retirada; y ellos, torciendo á la izquierda, salieron por las serranías de Cuenca al campo de sus antiguas correrías, mas con el aire de bandidos perseguidos que con el de vencedores.

Mas aun cuando realmente ganasen poco para sí mis mos y no se lograsen las miras políticas de su expedicion, la brecha que hicieron en la opinion de la fuerza constitucional fué muy grande, y el embajador de Frascia, que se despidió en aquellos dias, pudo llevar á su corte la noticia como testigo ocular, y manifestar la facilidad con que cualquiera cuerpo de ejército bien dirigido podia penetrar en España y ocupar el centro del Estado. Otro efecto que produjo aquel acontecimiento fué el descrédito del Ministerio aun para sus parciales, tal y tan grande, que los mismos que le ocupaban pensaban ya dejar el puesto a otros que tuviesen mas acierto 6 mejor fortuna. Esto hubiera sido un bien á saberse sacar partido de ello, y en ningun tiempo convenia mejor ha formacion de un ministerio que reuniese á la capacidad y á la firmeza un concepto general de todos los bueno españoles sin acepcion de color ni de partidos. Mas se perdió la ocasion, por no saber ó no querer entenderse los que debian aprovecharla, y la continuacion de aquel Gobierno en circunstancias tan críticas fué á mi ver una de las causas inmediatas y mas eficaces de los desastres que después sobrevinieron.

Visto ya en fin que era indispensable la guerra, Luis XVIII la anunció á la Francia y á la Europa en su discurso á las cámaras del año 23. Cien mil franceses, conducidos por un nieto de san Luis, debian pasar los Pirineos, para dar la libertad al nieto de san Fernando. El rey de España, fuera del cautiverio en que le tenian puesto los facciosos, daria á su pueblo las instituciones que conviniesen á sus circunstancias y á las ideas de la época presente; la guerra se circunscribiria al menor espacio y al menor tiempo posible.

Tales fueron, si bien os acordais, milord, las ideas sumarias de aquel discurso relativamente á nosotros. Era por cierto bien extraño que el rey de Francia tardase tanto en caer en la cuenta de la falta de libertad del rey de España, habiéndose de contar esta desde que juró la Constitucion en el año 20. Tres años habian pasado, y eran por lo menos otros tantos ó de consentimiento ó de indiferencia y olvido. Tambien se hacia notar que, segun el tono con que allí se tocaba este punto y se ha tratado después, cualquiera diria que Fernando VII estaba cautivo en las mazmorras de Morería. El hecho es que lo que faltaba al rey de España era la libertad de trastornar el Estado: cosa que á ningun rey se le concede, por absoluto que se le suponga, mucho menos á un rey constitucional. De toda su libertad civil y de toda su prerogativa estuvo disfrutando y aun abusando á su antojo hasta el 7 de julio. Desde allí co

delante, y mucho mas desde el 11 de junio del año 23, sujecion fué mayor, pudiendo decirse de él en la úlma época lo que el historiador romano dice de Viteo: Non jam imperator, sed tantum belli causa erat. las aun después del 7 de julio, y aun después del sueso de Sevilla, exceptuando los tres dias de suspenion, siguió recibiendo todos los respetos debidos á su ignidad, teniendo el ejercicio ostensible de su poder despachando en la misma forma que siempre, tanto, que hasta en Cádiz negó la sancion á una ley de las Córes porque no se ajustaba á sus principios, y nadie le ué á la mano. Si en los últimos meses constitucionales no salia de su palacio, no era porque nadie se lo impi- | Hiese, sino porque le acomodaba así para representar el papel de violentado y preso. En los primeros dos años sus acciones particulares no encontraron estorbo en su direccion y movimiento, ni las públicas otros límites que los de las leyes: de modo que si hubiera querido de buena fe ser rey constitucional, ni á libre ni á plaudido ni á ser esencialmente feliz le hiciera ventaja ningun otro príncipe en Europa.

Pero él juró la Constitucion á la fuerza: sea en buen hora así, aunque la expresion no es exacta. Mas tambien dió á la fuerza vuestro Juan Sin-Tierra la gran Carta, y no por eso se ha tenido nunca por nula; mas tambien á la fuerza de las cosas tuvo que ceder Luis XVIII al comenzar su reinado, y limitar, con carta que otorgó á los franceses, la autoridad absoluta con que habia empezado el suyo su hermano Luis XVI, y no por eso se declararon por nulas las libertades que en virtud de aquella pragmática disfrutan los franceses. Es verdad que á Fernando VII le repugnaba la Constitucion, como toda clase de gobierno liberal, cualquiera que sea; mas ni para aceptarla ni para jurarla medió violencia ni coaccion personal ninguna, de aquellas que dispensan honestamente de todo juramento y promesa. Pudo sin duda como rey, en la agitacion que entonces tenian los ánimos y en la crisis peligrosa que amenazaba, elegir como menor mal para sí y para el Estado jurar la Constitucion, con lo cual se sosegaban las pasiones y se tranquilizaba el reino. Y en tal caso se pregunta si este juramento era obligatorio. Los moralistas dicen que sí, los políticos que no; pero algo valia el sosiego del reino, su conservacion, la exencion de los peligros y dificultades que así conseguia, para que el acto en virtud del cual estos bienes se aseguraban fuese firme y valedero. Así, aunque á Fernando VII le faltase la voluntad, en lo cual yo convengo, no le faltó la libertad en la forma que se entiende comunmente para esta clase de transacciones. ¿Adónde iriamos á parar si se hubiera de calificar así toda postergacion del gusto particular á la conveniencia pública? ¿Si llamasen los príncipes coaccion y violencia la inferioridad en que á las veces se encuentran, ya en fuerzas, ya en opinion, para resolver sus negocios? Adios todos los tratados de paz que se han hecho en el mundo, todas las convenciones que las naciones ban hecho recíprocamente entre sí, todos los

arreglos que los príncipes han acordado con sus pueblos en tiempos de divisiones y de discordias. ¿En cuál de ellos alguna de las partes contratantes no ha recibido la ley ó de la superioridad de las armas, ó del influjo de la opinion, ó de la seduccion y el artificio?

Todos los desaires, milord, y todos los insultos, ya reales, ya supuestos, que el período revolucionario ha acumulado sobre Fernando VII, no degradan tanto la majestad de este rey como el papel abyecto y miserable que sus augustos aliados y sus insensatos parciales le han hecho representar en el teatro del mundo. Aquellos denuestos, en fin, provienen del delirio ajeno, y no pueden empecer á quien no los merezca; pero la otra mengua nace del sugeto mismo, y esta ni se dora ni se limpia. ¡Reinar y no tener voluntad suya jamás! Reinar y aparecer siempre en tutela y en cautiverio! Reinar y llamar á cada paso á la nulidad, á la timidez, para disfrazar la inconsecuencia, la falsedad y el perjurio! Reinar, en fin, y verse reducido en todos los vuelcos que dan las cosas en su país á decir á la Europa: Me han forzado, me han preso, me han engañado, me han pervertido! ¿Y una voluntad como esta es la que el poder de los monarcas coligados venia á poner en franquía? ¡Ah milord! El alma que no tiene consejo propio, el corazon pusilánime que de todo tiembla y se aterra, no puede ser libre jamás.

Lo que menos se comprende es qué significan los nombres de san Luis y san Fernando introducidos aquí con tanta imprudencia, por no decir sacrilegio. El menor inconveniente que tiene esta jerigonza mística es el de ser una charlatanería impertinente sin gracia ni valor alguno. Ni san Luis ni san Fernando tenian nada que ver en el asunto que se trataba. Sus nombres, con ser tan grandes, no podian cubrir la iniquidad de una agresion no provocada ni el asesinato de una nacion. ¿Qué digo cubrir? Ellos le hacian mas patente. Nosotros sabemos bien lo que el conquistador de Sevilla diria al sucesor de su trono y de su nombre sobre los pasos por donde habia llegado al estado en que se hallaba; y en cuanto á san Luis, estamos bien seguros de que aquel hombre justo, aquel preux chevalier, se avergonzaria de la doblez y mala fe, de los viles manejos y arterías con que el rey su nieto habia preparado el camino á tan ominosa expedicion. ¿Qué efecto pues produce en el asunto presente la mencion de aquellos dos príncipes insignes? Manifestar mas y mas la distancia á que está de ellos su degenerada progenie.

La amenaza, convertida en amago, no dejaba al Gobierno español lugar alguno para la duda, ni momentos que perder. Faltábanle fuerzas regulares y medios efectivos para repeler de pronto la agresion, y no tenia otro arbitrio que hacer nacional la guerra y ver si empeñada la lucha, ella misma presentaba los medios de resistencia que de pronto no estaban en su mano. Quizá la Francia se cansaria de suministrar hombres y dinero para una empresa tan inicua y tan ominosa; quizá la opinion de la nacion inglesa obligaria á sus ministros á

tomar otro rumbo mas generoso y mas favorable á los intereses de la libertad; quizá, en fin, saltarian algunas chispas de insurreccion en Alemania que causasen alguna diversion favorable á nuestra causa. Todo esto lo habia de hacer el tiempo, y para eso era preciso ganarle. El corto ejército que habia, empleado casi todo en contener á los facciosos de las fronteras, no podia de modo alguno contrarestar á los cien mil hombres que entraban. Pero estos cien mil hombres no eran nada si la nacion queria defenderse de ellos. Bajo este plan se tomaron las disposiciones convenientes al intento, y pospuesta toda idea de pasion y de partido, se nombró por generales á los que la opinion pública designaba como mas á propósito en la ocasion. Los nombres de Mina, de Abisbal, de Ballesteros y de Morillo daban aliento á los mas tímidos, y aseguraban á los mas recelosos. Todos ellos tenian empeñadas las prendas mas preciosas en la causa de la libertad; á todos por aquel camino les reia la ambición, la gloria y la fortuna; todos sabian eminentemente la clase de guerra que les aguardaba, y no era posible suponer que se dejasen intimidar y humillar por las tropas inexpertas y mal animadas del duque de Angulema los mismos que con tanto esfuerzo y destreza habian sabido resistir, fatigar y al fin vencer á las legiones aguerridas y triunfantes de Napoleon.

Pero aun cuando los preparativos y medidas adoptadas entonces se realizasen á medida del deseo, era preciso antes de todo poner en salvo las Cortes y el Gobierno, expuestos al mayor riesgo si la capital llegaba á ser amenazada. Decretóse pues su traslacion á Sevilla, dejando al Ministerio el tiempo y modo de hacerlo, segun conviniese á la seguridad del Estado. La cosa sin duda alguna era tan dificil como indispensable, porque además de los grandes obstáculos que una operacion de esta importancia lleva siempre consigo, se aumentaban entonces hasta el infinito con la oposicion de todos aquellos que ó no querian conocer la extremidad á que estaba ya expuesto todo, ó que conociéndola deseaban que la crísis se terminase cuanto antes con la sorpresa de Madrid y la disolucion del Gobierno. Alegábase para ello lo largo del camino, lo costoso de la expedicion, los peligros del viaje, el embarazo de una comparsa tan inmensa como la corte tenia que llevar; en fin, la poca necesidad que habia de ello por el pronto, no habiendo apariencia de que los franceses penetrasen tan en breve hasta Madrid.

La dificultad mayor estaba en la voluntad del Rey, á quien menos que á nadie convenia aquella medida, y que padeciendo entonces de sus ataques de gota, tenia en ellos un pretexto aparente, si no cierto, para negarse á marchar, ó por lo menos para entorpecerlo de modo que al fin se hiciese imposible. Ni dejó él de recurrir á este efugio cuando se vió estrechado á decidirse; pero el informe de los facultativos que le reconocieron de oficio, principalmente el del intrépido y candoroso Aréjula, no dejó duda en el caso, y se hizo público que el viaje, lejos de ser perjudicial á la salud del

Monarca en el estado que su indisposicion tenia entonces, le seria al contrario conveniente y provechoso. El ente confirmó plenamente esta declaración del arte, pues el Rey se fué mejorando notablemente en el camino, y llegó á Sevilla enteramente bueno; y por esta parte et asunto quedaba resuelto a favor de la opinion genera y sin escándalo alguno.

No fué así con el otro arbitrio que la corte, como casi siempre, mal aconsejada, adoptó en la misma época para estorbar el proyecto y no dar lugar á la guerra. El Rey, que siete meses seguidos se habia mantenido malo y pasivo á todo, sin mostrar en los negocios públicos otra voluntad que la de las Cortes y sus ministros, se acordó de repente de su prerogativa constitucional, y nombró otro ministerio. Hubiéralo hecho cuando Bessieres estaba á las puertas de Madrid, y nadie lo hubiera estrañado, y quizá todos agradecido. Mas la ocasion, el modo y principalmente la calidad de los sugetos nonbrados, todo llamó entonces la atencion. Es verdad que aquella vez no se le podia reconvenir de ir á poner so confianza en los enemigos de la libertad ó en los indiferentes; la mayoría de ellos pertenecia al partido liberal exaltado, y tenian, no sé con qué verdad, la opinion de comuneros. Pero á pesar de este concepto y de la fisonomía que ellos presentaban, la intencion con que se procedia á semejante novedad traspiraba demasiado para que no se conociese por todos. Mudar los ministros al tiempo de estarse dando las disposiciones generales para la defensa y haciéndose los preparativos de la marcha; traer junto á sí sugetos la mayor parte nuevos en los negocios de estado, y alguno absolutamente incapaz, era tanto como decir abiertamente voy á entorpecerlo todo. Aun cuando á los mas de ellos les cogió su nombramiento de improviso, como se mostró por los efectos, á otros no se les consideraba en este caso, y se creia que eran llamados para un plan concertado de entrega y transaccion con los enemigos. Hablábase de una diputacion enviada por la comunería al Rey, ofre ciéndole su asistencia contra la opresion en que le tenian el partido puro constitucional y la masonería; se susurraba de una conferencia tenida por él con Romero Alpuente; y como la guerra de pluma que se bacian las dos hermandades seguia con la rabia mas insensata, se dejó conocer bien á las claras con la mudanza del Ministerio que los comuneros á toda costa querian apoderarse del mando y tener de su parte al Rey, y que el Rey á su vez tiraba con la fuerza de un partido à sahr del apuro en que se hallaba, para después á su salvo burlarlos á los dos.

Semejante manejo en circunstancias tales conmovió justamente á indignacion á todos los buenos españoles; y el bando masónico, aprovechándose hábilmente de esta disposicion de ánimos, tomó sus medidas para inutilizar el nombramiento en el dia mismo que se comunicó á las Cortes. No bien se tendió la noche, cuando por las calles mas públicas y por las plazas del centro empezaron á verse grupos de gente que iban y venian

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