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cosas insensibles que no tienen cognoscimiento alguno enseña, que, contra lo que corrompe y deshace su ser, deban tomar, y éste es la defension. Pusiéronse, pues, en defensa con sus barrigas desnudas y pocas y débiles armas, que eran los arcos y flechas, que poco más son que arcos de niños, donde no hay hierba ponzoñosa como allí no la hay, ó no las tiran de cerca á cincuenta ó sesenta pasos, lo que pocas veces se les ofrece hacer, sino de léjos, porque la mayor arma que ellos tienen es huir de los españoles, y así conviéneles siempre no pelear de cerca con ellos. Los españoles, los que alcanzaban, no era menester animallos ni mostralles lo que habian de hacer. Guarecióles mucho á los indios ser toda la provincia montes y por allí sierras, donde no podian servirse de los caballos, y porque luego que los indios hacen una vez cara con una gran grita, y son de los españoles lastimados con las espadas, y peor cuando de los arcabuces y alcanzados de los caballos, su remedio no está sino en huir y desparcirse por los montes donde se pueden esconder, así lo hicieron éstos, los cuales, hecha cara en algunos pasos malos, esperando á los españoles algunas veces, y tiradas sus flechas sin fruto, porque ni mataron ni creo que hirieron jamás alguno, pasados en ésto dos ó tres meses, acordaron de se esconder; siguióse luégo, como siempre se suele seguir, andar los españoles á cazallos por los montes, que llaman ellos ranchear, vocablo entre ellos muy famoso y entre ellos muy usado y celebrado, y donde quiera que hallaban manada de indios, luégo, como daban en ellos, mataban hombres y mujeres, y áun niños, á estocadas y cuchilladas, los que se les antojaba, y los demas ataban, y llevados ante Diego Velazquez, repartíaselos á uno tantos y á otro tantos, segun él juzgaba, no por esclavos, sino para que le sirviesen perpétuamente como esclavos y áun peor que esclavos, sólo era que no los podian vender, al menos á la clara, que de secreto y con sus cambalaches hartas veces se há en estas tierras usado. Estos indios así dados, llamaban piezas por comun vocablo, diciendo: «yo no tengo sino tantas piezas y hé menester para que me sirvan tantas», de la misma

manera que si fueran ganado. Viendo el cacique Hatuey que pelear contra los españoles era en vano, como ya tenia larga experiencia en esta isla por sus pecados, acordó de ponerse en recaudo huyendo y escondiéndose por las breñas, con hartas angustias y hambres, como las suelen padecer los indios cuando de aquella manera andan, si pudiera escaparse. Y sabido de los indios que tomaban quién era (porque lo primero que se pregunta es por los señores y principales para despachallos, porque, aquellos muertos, fácil cosa es á los demas sojuzgallos), dándose cuanta priesa y diligencia pudieron en andar tras él muchas cuadrillas para tomallo, por mandado de Diego Velazquez, anduvieron muchos dias en esta demanda, y á cuantos indios tomaban á vida interrogaban con amenazas y con tormentos, que dijesen del cacique Hatuey dónde estaba; dellos decian que no sabian, dellos, sufriendo los tormentos, negaban, dellos, finalmente, descubrieron por dónde andaba, y al cabo lo hallaron. El cual, preso como á hombre que habia cometido crímen lesæ majestatis, yéndose huyendo desta isla á aquella, por salvar la vida de muerte y persecucion tan horrible, cruel y tiránica, siendo Rey y señor en su tierra sin ofender á nadie, despojado de su señorío, dignidad y estado, y de sus súbditos y vasallos, sentenciáronlo á que vivo lo quemasen, y para que su injusta muerte la divina justicia no vengase sino que la olvidase, acaeció en ella una señalada y lamentable circunstancia: cuando lo querian quemar, estando atado al palo, un religioso de Sant Francisco, le dijo como mejor pudo que muriese cristiano y se baptizase; respondió, que ¿para qué habia de ser como los cristianos, que eran malos? Replicó el Padre, porque los que mueren cristianos van al cielo y allí están viendo siempre à Dios y holgándose; tornó á preguntar si iban al cielo cristianos, dijo el Padre que sí iban los que eran buenos: concluyó diciendo que no queria ir allá, pues ellos allá iban y estaban. Esto acaeció al tiempo que lo querian quemar, y así luégo pusieron á la leña fuego y lo quemaron. Esta fué la justicia que hicieron de quien tanta contra los españoles tenia para des

truillos y matallos como á injustísimos y crueles enemigos capitales, no por más de porque huia de sus inícuas é inhumanas crueldades; y ésta fué tambien la honra que á Dios se dió, Y la estima de su bienaventuranza que tiene para sus predestinados, que con su sangre redimió, que sembraron en aquel infiel, que pudiera quizá salvarse, los que se llamaban y arreaban de llamarse cristianos. ¿Qué otra cosa fué decir que no queria ir al cielo, pues allá iban cristianos, sino argüir que no podia ser buen lugar, pues á tan malos hombres se les daba por eterna morada? En ésto paró el Hatuey, que, cuando supo que para pasar desta isla á aquella los españoles se aparejaban, juntó su gente para la avisar por qué causa les eran tan crueles y malos, conviene á saber, por haber oro, que era el Dios que mucho amaban y adoraban. Bien parece que los cognoscia, y que con prudencia y buena razon de hombre temia venir á sus manos, y que no le podia venir dellos otra utilidad, otro bien, ni otro consuelo, al cabo, sino el que le vino.

CAPITULO XXVI.

Quemado el Hatuey, como las gentes de por allí lo tenian por hombre y señor esforzado, de miedo puro que se les arraigó en las entrañas, debajo de la tierra, si pudieran meterse, trabajaran por huir de las manos de los cristianos, y así no habia ya hombre por toda aquella provincia, que llamaban de Maycí, la última sílaba luenga, que parase ni se juntase con otro, por hacer ménos rastro y no ser tomados, y algunos se venian á dar á los españoles, llorando, pidiendo perdon y misericordia, y que los servirian porque no les hiciesen mal. En este tiempo, sabido en la isla de Jamaica que Diego Velazquez habia pasado á poblar y á pacificar, como ellos solian, y hoy áun suelen decir, la isla de Cuba, Juan de Esquivel, que allí era Teniente y la habia cuasi destruido, acordó enviar, ó ellos mismos se movieron y le pidieron licencia para pasar á ella, á ayudar á Diego Velazquez, á un Pánfilo de Narvaez, natural de Valladolid, que por parte de ser Diego Velazquez, de Cuéllar, que está cerca, le era aficionado, con 30 hombres españoles, todos flecheros, con sus arcos y flechas, en el ejercicio de las cuales estaban más que indios ejercitados. Este Pánfilo de Narvaez era un hombre de persona autorizada, alto de cuerpo, algo rubio, que tiraba á ser rojo, honrado, cuerdo, pero no muy prudente, de buena conversacion, de buenas costumbres, y tambien para pelear con indios esforzado, y debíalo ser quizá para con otras gentes, pero sobre todo tenia esta falta, que era muy descuidado, del cual hay harto que referir abajo. Este, con su cuadrilla flechera, fué bien rescibido de Diego Velazquez, aunque maldito el provecho de su venida resultó á los indios, y luego les dió piezas, como si fueran cabezas de ganado, para que les

sirviesen, puesto que ellos traian de los indios de Jamaica algunos que los servian donde quiera que andaban. A este Narvaez hizo Diego Velazquez su Capitan principal, siempre honrándolo, de manera que despues dél tuvo en aquella isla el primer lugar. Luégo, desde á pocos dias, pasé yo allá habiendo enviado por mí el dicho Diego Velazquez, por el amistad que en esta isla habiamos tenido pasada, y anduvimos juntos Narvaez y yo, asegurando todo el resto de aquella isla para mal de toda ella, como se verá, cerca de dos años. Hostigados y atemorizados los indios de aquella provincia de Maycí, como está dicho, comenzó Diego Velazquez á pensar en repartir los indios della por los españoles, como habia hecho en esta isla el Comendador Mayor, y él mismo en las cinco villas de que habia sido Teniente, como arriba queda referido, y éste es como ha sido todo su bienaventurado fin, segun que por los precedentes libros ha parecido, y para ésto constituyó una villa en un puerto en la mar del Norte, cuyo asiento llamaban los indios Baracóa, la penúltima luenga, que estaba en comarca de aquella provincia de Maycí, la cual fué la primera de aquella isla, á la cual, por ser la primera villa, decia que habia de repartir á los vecinos della 200.000 indios. Desde la villa de Baracóa, envió á Narvaez con 25 ó 30 hombres á una provincia llamada el Bayámo, la media sílaba luenga, tierra llana y descubierta de montes y harto graciosa, que dista de Baracóa, si no me he olvidado, 40 ó 50 leguas, la isla abajo hacia el Poniente, para asegurar los indios y gente natural della por bien y si nó por guerra, porque mientras no los tienen seguros, no pueden repartillos ni servirse dellos, que es, como dije, su último fin; Narvaez sólo llevaba una yegua en que iba, los otros todos á pié. Llegado á la provincia, la gente de los pueblos salíanlos á rescibir con sus presentes de comida, porque oro ni otras joyas ó riquezas, no las estimaban ni cognoscian, espantados de ver aquel animal tan grande, que nunca habian visto, y que subido un hombre encima tantas cosas en él hiciese, y en especial que aquella yegua que Narvaez tenia era brava, y en revolverse de una parte á

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