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Mientras aumentaba con aquel cambio el temor de Fernando, aumentaba la osadía de los liberales, protegidos al principio por el nuevo gobierno frances. Reconocido este al fin por Fernando VII, pagóle su adhesion internando á los emigrados.

No dejaron estos de fraguar conspiraciones dentro y fuera del reino, para trastornar el órden, y derrocar el gobierno absoluto.

El mas terrible desengaño mataba sus nuevas ilusiones. Al invadir nuestras fronteras, se veian abandonados de los pueblos, que marchaban á la montaña. Hambrientos y destrozados, maldiciendo su fortuna, y renegando de sus compatriotas, que no se levantaban en masa para proclamar el código de Cádiz, cuya bandera enarbolaban, velvian á sus clubs en el estranjero, regando el camino con su propia sangre.

Víctimas de esas locas espediciones, abortadas del estranjero, y de esas conspiraciones insensatas, fraguadas en el interior, fueron por entonces Chapalangarra, Manzanares, Miyar, Doña Mariana Pineda, Torrijos, Lopez Pinto, Florez Calderon, Fernandez Golfin y otros muchos liberales.

Como era consiguiente, volvió el sistema de terror del año 25, con sus decretos de pena capital, sus comisiones militares, su policía y sus venganzas. Pero hay que ser justos. En esta época fueron la causa única de las nuevas demasías los imprudentes liberales.

Con sus invasiones é intentonas de conjuracion irritaron de nuevo á Fernando, que no veia ya entonces en aquel rigor mas que la conservacion de su trono y de su soberanía. Tambien conviene dejar al leon cuando duerme, y no herirle en ese estado, si la herida no ha de ser mortal.

En aquella situacion de incertidumbre y de alarma, nadie podia prever el rumbo de la política española. Todos los peligros que amenazaban podian conjurarse aun. La revolucion, que renacia en la península á consecuencia del triunfo popular de Francia, podria estrellarse como otras veces en la severidad de Fernando.

Por otra parte, el descontento y maquinaciones de la fraccion carlista, podria destruirse muy bien con el nacimiento de un

principe, que quitase todo pretesto á la reaccion. Nunca como entonces era tan preciosa y necesaria la vida del monarca.

Desde su enlace con Cristina y el nacimiento de las infantas, aquel carácter suspicaz y violento habíase suavizado sobre manera. El amor conyugal y los sentimientos de padre habian ahogado la rencorosa política en el corazon de Fernando, convirtiéndolo en otro hombre. Las grandes afecciones de la naturaleza habian estirpado de su alma los antiguos instintos de despótica dominacion. Los placeres de la familia borraban en su mente el recuerdo de anteriores ofensas; el esposo reemplazaba al político, el padre sustituia al rey.

Viviendo Fernando VII unos años mas y asegurada la sucesion directa á la corona sin oposicion de nadie, las circunstancias le hubieran impuesto su voluntad insensiblemente, y él adoptado por conveniencia un gobierno representativo de formas templadas y estables, ya que no lo hizo en 1814 ni en 1823, como habia ofrecido. Pero ya hemos dicho que la suerte fatal de España estaba escrita, y que lo que el dedo de la justicia divina escribe, necesariamente ha de cumplirse.

A mediados de setiembre de 1832 un nuevo y violento ataque de gota puso en peligro la vida de Fernando VII, vaticinando á la nacion el cúmulo de males que amenazaban su tranquilidad, su prosperidad y su porvenir, si aquella desgracia se consumaba.

Como era natural, la confusion, la duda y el egoismo se apoderaron de la corte y de los partidos, mientras el monarca agonizaba.

D. Carlos, dueño de casi todo el ejército y de doscientos mil realistas, apoyado por el clero, por casi todos los ministros, algunos grandes y muchos capitanes generales de las provincias, podia contar con un triunfo seguro y fácil, si su hermano. sucumbia.

Cristina no contaba mas. para defender el trono de sus hijas, que con una pragmática que restablecia el antiguo derecho de sucesion y con las simpatías de los absolutistas moderados y de los perseguidos liberales.

La lucha era ciertamente muy desigual, y al primer embate

quedarian completamente destruidas esas simpatías y esos derechos ante las bayonetas de los realistas y el violento empuje de una reaccion organizada y atrevida.

A pesar de la seguridad del triunfo, comprendieron los partidarios de D. Carlos, dirigidos y alentados por su vehemente y decidida esposa, y entre ellos el ministro, Calomarde, que convenia mucho quitar á las hijas de Fernando y á sus tímidos defensores todo pretesto legal, ya que de antemano y cautamente les habian quitado los elementos de fuerza con que contar pudieran.

Era preciso á todo trance que el mismo monarca en virtud de otro decreto revocase la pragmática por él publicada, y despojase á sus hijas de la sucesion á la corona.

Ardua empresa era esta, y de ella se encargó principalmente Calomarde para borrar con este servicio al bando furibundo sus traiciones anteriores, especialmente en la rebelion de Cataluña, que ayudó á ahogar en sangre despues de haberla aplaudido y fomentado.

Esta debilidad en los hombres de gobierno, sin aliento ni corazon para conjurar las circunstancias; esa flexibilidad degradante en los consejeros de príncipes y reyes; esa cobardía ante el peligro y esa miserable propension en los políticos á arrodillarse ante el astro que alumbra y volver la espalda al que se apaga, fueron causa de las miserias de Bayona en 1808, de las imprudencias de 1814, de las tropelías del año 23 y de los escándalos de 1832.

Fácil les fué á Calomarde y demas conjurados arrancar de los labios de un moribundo la revocacion de la pragmática de Carlos IV; revocacion tan inhumana como impolítica, porque à la vez que el padre arrebataba una herencia legítima á sus hijos sembraba el rey entre sus súbditos el gérmen de una guerra de sucesion, de una guerra civil que necesariamente habia de convertir el reino en un monton de sangrientas ruinas.

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Atemorizados los reyes con los augurios de tantas calamidades, cedieron al injusto despojo de sus hijas, creyendo así asegurar la tranquilidad de los españoles. Acto de abnegacion, sa

crificio inmenso de Fernando y de Cristina en aras del bien público, mal comprendido por ellos y sacrificado con aquel acto en vez de defendido.

Débiles fueron sin duda ambos monarcas en tan crítica ocasion; pero seria mucha dureza por parte de la historia exigir heróica fortaleza á un moribundo y entereza y reflexion à una afligida esposa y á una desconsolada madre.

La corte se trasladó desde aquel momento al cuarto de don Carlos, á quien se daba ya el título de Majestad, y se le ofrecia la diadema por los cortesanos para que se la ciñese, no obstante. que su hermano respiraba todavía. Pero estaba visto que D. Carlos no habia nacido para rey, pues la corona cayósele de las manos hecha pedazos antes de acercársela á la frente.

Fernando volvió en sí como por milagro de su mortal parasismo, y conociendo la intriga y la violencia de que se valieron sus consejeros para arrancarle aquella retractacion, anuló de nuevo la ley sálica, y proclamó solemnemente el derecho de sus hijas á la sucesion á la corona. Esta especie de resurreccion de Fernando fué la muerte del carlismo. Sin conocerlo el monarca iba tomando nuevo rumbo la política española hácia el lado de las ideas liberales.

Mucho contribuyó al desarrollo de aquel cambio político y al hundimiento de los carlistas la llegada á la Granja en tan críticos momentos de la infanta Doña Carlota, hermana de Cristina y nujer del infante D. Francisco.

Dotada de un carácter, audaz y emprendedor y enemiga acérrima de la esposa de D. Carlos, que con no menos carácter y osadía dirigia al bando furibundo, llegó precipitadamente á la Granja; enterada de la traicion de Calomarde, le reconvino duramente, y aun pasa como cierta la anécdota de haber abofeteado en su arrebato al atemorizado ministro. Manos blancas no infaman, señora; dicen que fué la única respuesta de Calomarde á la injuria de la infantą.

Afeó en seguida á la reina su debilidad y falta de carácter en la defensa de los derechos de sus hijas, y echó en cara á Fernando su cobardía, alentándole á desbaratar y castigar la traicion de

sus consejeros. Hizo pedazos el decreto original de Fernando en favor de la sucesion del infante, y ahogó en un momento los ya triunfantes planes de la reaccion.

Bien pronto dió resultados la enérgica conducta de la infanta. Los absolutistas moderados abandonaron su actitud indiferente y apática, y se pusieron al lado de la reina hasta entonces de todos abandonada. Muchos jóvenes de la nobleza, generales, magistrados y hombres de letras corrieron tambien presurosos á ofrecer á Cristina sus bienes é influencia, sus espadas y su talento. A su vez los liberales aprovecharon la ocasion, y prestando un decidido apoyo á la causa de la reina, pactaron tácitamente con ella el triunfo del liberalismo en pago de aquel servicio.

Organizóse como por encanto un numeroso partido en favor de las hijas de Fernando, escogidas ya como bandera ó como escudo de futuras reformas.

Los antiguos realistas y liberales llamáronse desde entonces carlistas y cristinos, y la cuestion dinástica quedó envuelta en la cuestion política.

La inesperada mejoría del monarca, al paso que arrancó un ahullido de dolor á los envalentonados carlistas, agrupó en derredor del trono á los absolutistas cuerdos y á los templados liberales, cambiando por completo la cuestion dinástica y sembrando esperanzas y temores en los partidos opuestos.

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Resultado de aquel trastorno de ideas y de intereses fué la completa destitucion del ministerio, enemigo declarado de los derechos de la infanta, y el destierro de Calomarde, personificacion del bando derrotado. Para que el cambio fuese radical, hubo necesidad de sacrificar al ministro de Hacienda Ballesteros, que no pudo destruir la traicion de sus compañeros en la Granja.

Descollaba entre los nuevos consejeros de la corona por su mo deracion y sabiduría, D. Francisco Zea Bermudez, diplomático de fama, y decidido partidario de la monarquía templada.

No era ciertamente este personaje el mas apropósito para trazar una senda conveniente á la política española en las azarosas circustancias por que España y Europa iban atravesando.

No eran ya cuestiones dinásticas ó de familia las que en distin

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