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CAPITULO XXXIV.

Estatuto real.

SUMARIO.

Suben los liberales al poder.-Dificultades del nuevo ministerio.-Organizacion de la guerra. Medidas insuficientes para atajar su desarrollo.Reformas eclesiásticas.-Espedicion de Portugal.—Cuádruple alianza.-Especuladora política de Inglaterra.- Nuevas reformas.-Publicase el Estatuto. - Exámen de este código.-No satisface á los liberales. - Fuerte oposicion al ministerio. La milicia urbana, las sociedades y la prensa. -Convócanse las Cortes. Triunfo completo del bando liberal.-Preparativos de la revolucion.Penetra D. Carlos en Navarra. El cólera en Madrid.-Matanza de los frailes.-Imprevision del gobierno y apatía de las autoridades. Responsabilidad del general San Martin.-Espantosa situacion de la capital.-Injusta prision del duque de Zaragoza. - Abnegacion y arrojo de Cristina.-Apertura de las Córtes.-Su carácter y tendencias.-Discurso regio.

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Tocóle ahora á Martinez de la Rosa, como en 1822, la mala suerte de subir al poder para dirigir ú organizar una revolucion. En ambas épocas demostró á su pesar el ministro pocta que ro bastan un carácter flexible, una lealtad de intencion, un ánimo entero y una inteligencia elevada para enfrenar las iras revolucionarias.

Martinez de la Rosa tiene suficiente valor para defenderse de la revolucion, pero no para atacarla. Se colocará en medio del torrente: pero en vez de precipitarse con él para trazarle un cauce, abandonará su curso, quedando destrozado á la orilla.

Ya lo hemos dicho en otra parte, y si no lo indicamos ahora: Martinez de la Rosa no es por su carácter, por su instruccion y por sus desengaños el hombre apropósito para encadenar una revolucion ó perecer en ella. Para eso se necesita ser revolucionario tambien, y Martinez de la Rosa no lo es; se necesita ser hom"

bre de accion y no de teoría; político de corazon y no de cabeza.

Teniendo en cuenta estas apreciaciones sugeridas por la historia general de todos tiempos y paises, y por la particular del personaje de quien nos ocupamos, la revolucion debió triunfar en 1834 como en 1822, y el encargado de contenerla debió ser su primera víctima.

En peor situacion que en la segunda época constitucional se encargó de las riendas del gobierno D. Francisco Martinez de la Rosa al inaugurarse la tercera que vamos relatando.

La revolucion entonces estaba hecha, y no habia mas que organizarla ahora habia que prepararla, que hacerla, y eso es siempre lo mas peligroso. En 1822 se contaba ya con un sistema bien ó mal planteado, con una Constitucion mas o menos obedecida, con el partido liberal dividido, pero organizado, y completamente derrotado el absolutista.

En 1834 el desquiciamiento era general. Sin partidos marcados, sin sistema político, en juego todas las ambiciones, en oposicion todos los intereses, en lucha todas las ideas, con la anarqula política en las ciudades y la guerra civil en los campos.

¿ Cómo derramar la luz en aquel cáos? ¿Cómo introducir el órden en tan general anarquía? ¿Cómo castigar á los carlistas sin premiar á los liberales? ¿Cómo valerse del elemento liberal sin deprimir las regia's prerogativas? ¿Cómo regenerar el pueblo sin hacer pedazos el trono?

Empresa gigantesca era á no dudarlo la que acometia con noble intencion y sobra de confianza el primer ministerio de la restauracion política de 1834.

El partido liberal en masa lo saludó con estrepitoso entusiasmo, aplaudiendo así el inesperado triunfo de sus ideas, dignamente representadas en las regiones del poder por Martinez de la Rosa y el ilustrado y respetable D. Nicolás María Garelly, ministro de Gracia y Justicia.

Los carlistas, despejado ya el campo y desvanecidas sus esperanzas todas respecto á la conservacion del gobierno absoluto. apelaron á las armas, como medio estremo, y cambiaron el terreno de la ley por el de la fuerza.

Dos grandes necesidades, á cual mas apremiante y suprema, habia que satisfacer en aquellos momentos. La de apagar á todo trance la llama de la guerra civil, y la de dotar al pais de un gobierno representativo en consonancia con las ideas dominantes y las exigencias ya irresistibles del bando liberal.

Así lo comprendieron los nuevos ministros, y á ese objeto dirigieron todos sus afanes y simultáneos esfuerzos.

La guerra habia tomado ya en aquella época un carácter atroz y formidable, especialmente en las Provincias Vascongadas. Muchos jefes del ejército y militares retirados de alguna graduacion, y reputados por valientes, habíanse afiliado en las banderas de D. Carlos. Entre ellos el coronel D. Tomás Zumalacárregui, de quien nos ocuparemos mas adelante con toda la distincion que se merece, habia empezado á organizar las facciones de Navarra, convirtiendo las partidas en batallones.

La primera medida que adoptó el gobierno para atajar el rá→ pido curso de la fratricida contienda, fué decretar una quinta de veinte y cinco mil hombres; recurso inútil por lo insignificante y mezquino, y que prueba que los hombres que lo adoptaron, ni habian comprendido el violento carácter de aquella guerra, ni eran los mas apropósito para crear recursos estraordinarios en situaciones de prueba

¿No habian leido por ventura la historia de la revolucion francesa? ¿No habian leido en ella aquel armamento general que convertia como por encanto á los paisanos en soldados, improvisando batallones con los revoltosos de los clubs, y creando ejércitos de los mas ardientes republicanos?

¿ Por qué no hizo algo parecido el ministerio de 1834, imponiendo al pais una quinta de cien mil hombres, y organizando militarmente los batallones de la nueva milicia urbana?

¿Por qué no esplotó el entusiasmo de los liberales, dándoles armas é instruccion para que combatiesen en las breñas de Navarra, en vez de alistarlos para alborotar en las calles y crear nuevos embarazos al gobierno con sus motines y desmanes?

No hizo nada de esto el ministerio Martinez de la Rosa, porque no eran revolucionarios sus individuos; porque no eran hom-

bres de nervio y de arrojo, como en esos casos se requiere; porque su presidente creia que la sublevacion carlista era un pronunciamiento y no una guerra civil, un motin de partido y no una lucha dinástica, así como creyó mas adelante que la presencia de D. Carlos en el campamento enemigo solo significaba un faccioso mas, cuando era en realidad el apogeo del ejército carlista, el prestigio de su causa y el vaticinio de posteriores triunfos, que habian de poner mas de una vez en peligro el trono de Isabel y las instituciones representativas.

A obrar entonces con mas decision, sin tanta confianza, ni la guerra se hubiese embravecido, ni á su sombra la revolucion política desbordado como se desbordó.

Escusaba el ministerio su falta de arrojo en lo exausto del tesoro y en la conveniencia de no disgustar al pais con nuevas contribuciones. Inútil escusa, cuando las consecuencias habian de ser, como lo fueron, tan fatales y desastrosas.

Adoptando un medio heróico, çual convenia en 1834 para sofocar la guerra civil, ahorrárase la nacion inmensos tesoros de dinero y de sangre, por muy costoso que hubiese sido el primer sacrificio.

Siendo el clero, como en otras épocas, y particularmente el regular, uno de los principales apoyos de la causa absolutista, acudió el gobierno con actividad y firmeza á impedir que se emplease ahora en sostener la rebelion, suministrando, como ya le hacia, hombres, armas y dinero.

Consecuencia de las medidas represivas que con ese objeto se acordaron, fué el estrañamiento del obispo de Leon y la ocupacion de sus prebendas y temporalidades, por haber abandonado su diócesis, y unidose á D. Carlos en Portugal, admitiendo el cargo de su primer ministro.

Con igual castigo se amenazaba á los eclesiásticos que abandonasen sus iglesias, y que auxiliasen á los carlistas de cualquier modo. Los fondos procedentes de estos secuestros se aplicaban al pago de asignaciones en favor de los padres, hijos y viudas de los que muriesen defendiendo los derechos de Isabel II.

Mandóse tambien suprimir los conventos ó monasterios de

donde se fugase algun fraile, si dentro de veinte y cuatro horas no daba parte su prelado, y se cerraban tambien en el caso de haberse fugado la sesta parte de la comunidad.

En bonor de la verdad, no indicaban todavía estas medidas una hostilidad sistemática al estado eclesiástico, como se ensayó despues, sino que era consecuencia inmediata de la imprudencia con que aquella clase, que mas que todas debia vivir agena á las sangrientas luchas de partido, se pronunciaba en favor del pretendiente.

Natural era que la conducta nadla cuerda del clero, avivase la antipatía, que en otras épocas le mostrara el partido liberal, dueño otra vez del maudo. Tratóse, pues, de llevar á cabo las antiguas reformas eclesiásticas, nombrando para su exámen una junta de obispos y eclesiásticos de nota, que propusiesen lo mas convéniente.

Rotas las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, que se negaba á reconocer à la reina Isabel, se hallaba imposibilitado el gobierno de llevar á cabo las proyectadas reformas por la via legal, como deseaba, pues es seguro que el Papa Gregorio XVI no habria concedido las bulas necesarias, ni impetrádolas el gobierno, mientras durase e! rompimiento.

En la instruccion redactada por el ministro de Gracia y Justicia Garelly, para que sirviera de base á las operaciones de la junta, se bosquejaba sucintamente, pero con claridad y precision, el plan que se habia trazado el gobierno. Se encargaba á aquella que examinase la estension de todos y cada uno de los arzobispados y obispados de la península é islas adyacentes, y del territorio de las órdenes, enclavado 6 limitrofe á ellos que tomase razon del número de canónigos y denas ministros, de la dotacion de cada iglesia, con espresion de las cargas respectivas, cóngrua fija ó eventual y su procedencia: que averiguase el número, localidad y orguizacion de las iglesias sufragáneas que se hallasen dentro del territorio de las sillas metropolitanas ó diocesanas y sus confines: que recogiese un estado exacto del número de parroquias y feligresias de cada diócesis, su respectiva dotacien, tija ó eventual, y su procedencia: que investigara los beneficios y otros caa

TOMO II.

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