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próximas consecuencias aparecen con separaciones; pero en su origen y consecuencias remotas tienden a la unidad de donde proceden.

De todos los modos, estas funciones del Poder pueden diferenciarse. En el momento legislativo nada se ha hecho aún más que exteriorizar un propósito; en el ejecutivo se llega a él a través de la genuina actividad administrativa con acto, con operación administrativa; en el judicial se remueve la dificultad juridica que surge, y como el torrente deja un momento de correr hasta adquirir el nivel que necesita para remontar el obstáculo, así la vida del derecho, sin interrumpirse, cambia un momento la dirección de su función.

Todos estos aspectos de la actividad del Estado separados por el análisis, viven dentro de una unidad, cualidad esencial al ser y a la vida.

En prueba de esta unidad, no hay más que pararse a ver que todos los órganos en más o en menos, pueden servir a todas las modalidades de la actividad total. El Parlamento puede juzgar y ejecutar y resolverse previamente a la ejecución en actos administrativos, siendo por antonamasia el órgano de la legislación. Los mismos órganos en que encarna principalmente la función administrativa y ejecutiva ejercen función legislativa (1) y en cierto modo judicial en cuanto que en el procedimiento administrativo-fuera ficciones-nadie negará que hay partes contendientes y hay resoluciones que si por el órgano que las dicta no son sentencias, resuelven, y consentidas, tienen fuerza de obligar para las partes que en él intervinieron.

Los órganos judiciales pueden administrar (2) y administran; para nosotros la llamada jurisdicción voluntaria

(1) A. Posada, ob. cit., tomo I, pág. 257.
(2) Jueces de Paz ingleses (Justices of peace).

es una A. A. ejercida por órganos que principalmente sirven al poder judicial, y éste en cierto modo también legisla. ¿Qué sucede cuando un Juez resuelve un negocio jurídico no previsto por la ley? ¿Qué otra cosa hace el legislador y no el tirano que inspirarse en los principios de Derecho y de Justicia?

El órgano no sirve para diferenciar en absoluto a las funciones, puesto que están formados-permítasenos la frase--de la misma materia o substancia del Estado y para servir su poder y su necesidad de vida. Del mismo modo que en la vida vegetal de las especies arbóreas el tallo se convierte en raíz y la raíz en tallo, según es el medio, la exigencia, así el mismo órgano produce raíces... u hojas y frutos.

¿Será esto decir que no hay distinciones orgánicas ni funcionales? No; lo que prueba es una unidad de vida, postulado necesario en toda la teoría del Estado.

VI

¿Se puede hablar con propiedad de la personalidad
de la Administración? (1)

El problema de la personalidad había que tratarle, y a fuer de sincero, comienzo con un interrogante. Tienen, no hay que dudarlo, las palabras y las frases cierta vir tud creadora; cuando ellas nacieron impropiamente, quieren llegar a ser propias, con deseo de hijo legítimo que anda investigando su paternidad. Las frases «esto pertenece a la administración»; «de lo otro es responsable la administración»; «la administración dijo», etcétera,

(1) Capítulo de una monografia sobre la actividad administrativa del Estado.

etcétera, va forjándose la necesidad de una realidad a quien referir toda esa variedad funcional.

No; para nosotros no se puede hablar, propiamente, de la personalidad de la Administración.

La A. A. es una función de la actividad referida a una persona y cuando es la A. A. o de interés público, la persona no podemos verla ni hallarla en la actividad, sino en el conjunto misterioso con conciencia de sí mismo y finalidad, dando origen a un haz de derechos orientados hacia un fin común como es la conservación y progreso de la colectividad (1).

Es decir, función referida a una persona, pero la función no es la persona.

Además, préstase a confusiones hablar de la personalidad del Estado y de la Administración, si el Estado no es la Administración-¡cómo ha de serlo!...--no hay más personalidad que la del Estado del que es la A. A. una diferenciación funcional.

Y ésta para nosotros confusión-cunde, cuando se habla y todos parece (¡!) que nos entendemos, de Administraciones autónomas. Los organismos, por la consideración de que cumplen funciones administrativas no pueden ser autónomos o no, la función admistrativa en nuestro concepto general, no puede corresponder jamás con el de autonomia: la Administración es servir a... y para esto hay que dar por supuesta la regla de obrar y el fin y si hay que dar estos supuestos ¿dónde puede haber personalidad autónoma mas que en la que se da la regla y el fin? Y darse la regla y elegir el fin no son para nosotros actividades administrativas, sino políticas cuando se refieren al Estado, o capacidades jurídicas cuando nos referimos a otras personas de fines que no sean el Estado.

(1) Fernández de Velasco, Resumen de Derecho Administrativo y de Ciencia de la Administración, tomo I, pág. 55.

Un Municipio, una región, un servicio... no tendrán más o menos dibujada su personalidad por razón de la genuina A. A. que por ellos puede actuar. El Municipio igual podía atender al ornato, higiene, policía con autonomía que sin ella, con más o menos personalidad, ¿entonces qué es lo que varía? Porque si la A. A.—meramente hablando-pudiera modificarse o no, hay que convenir que no es esencial para la personalidad, y, por lo tanto, la falta consistencia para que solamente en la A. A. resida.

Lo que cambia en la formación de una personalidad asentada en organismos que antes no la tenían, no es la función medial, sino el resurgimiento de su propia conciencia para aceptar o elegir su regla y modificar sus finalidades.

Por eso la Administración nada tiene ni puede tener, ni nada dice por si, ni de nada es responsable.

La personalidad A o B o C, Estado, Municipio, servicio autónomo, pueden poseer para servir su función administrativa, pueden hablar con ocasión de su función administrativa; ser responsable por los actos que ha realizado, no la actividad administrativa-con pretendida substantividad-sino SU A. A. en cuanto al poder de la persona se refiere y es por ella querida.

El problema de como se ha de ver el Estado, ocupa más de la mitad del problema de su conocimiento.

La Administración, repetimos, no es más que «una actividad del Estado para la realización de sus fines y bajo un orden jurídico» (1) de modo que ella no estudia-nos referimos a la A. A. no a la ciencia de la Administración-ni determina los fines, ni la regla jurídica a la que tiene que acomodarse como actividad de un estado de derecho, de quien es actividad medial y servidora.

(1) Otto Mayer, ob. cit.; Orlando, Principii di diritto amministrativo; Santi Romono, Principii di diritto amministrativo.

Con esto quedará justificado que no entremos en el estudio de la personalidad-que en este caso sería la del Estado o entidad pública a la que sirviera la Administración, y creemos que sólo metafóricamente se puede hablar de la personalidad de la Administración.

Por lo que a la personalidad del Estado se refiere, creemos que por lo dicho se podrá inducir que nosotros no dudamos de su personalidad, seguimos a la escuela clásica con los modernos Jellinek, Hauriou, Michoud y la mayoría de los publicistas españoles, y no a Duguit y

sus secuaces.

VII

Los órganos administrativos

Toda actividad genera en un órgano del que se sirve, y por el cual la actividad se hace actual.

Como hemos de concretarnos a tratar de la A. A., no hemos de entrar en el problema del órgano en todos sus aspectos, quédese para un tratado. Nuestro propósito queda reducido a lo que es, a escribir una monografía de Derecho administrativo.

Cómo se genera el órgano.-Cuando un propósito de la actividad del Estado, se une a su voluntad de actuación, el Estado le quiere, se adhiere a él después de haberle objetivado aunque sólo sea mentalmente-y nace el órgano, la personalidad jurídica, o si sólo se quiere, la personalización de aquel propósito que desenvolviendo una actividad, necesita de una creación de consistencia objetiva para actuarse (1).

El mismo fenómeno se da en la esfera privada. Cuando dos o más se reúnen y en ellos nace un propósito para

(1) A. Posada, ob. cit., tomo I, pág. 256.

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