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mentados, vestidos por el Estado, que les procura trabajo, salario, y después de su liberación, la sociedad busca medio de darles colocación. ¿No sería más justo ocuparse de ellos y ejercer ese patronato antes del crimen que despué-? ¿No es más económica, y no vale más, gastar el dinero en prevenir la criminalidad, que en pretender bien inútilmente á veces corregir sus efectos?

Es cierto que la limosna sola es funesta; es necesario al mismo tiempo una represión enérgica de la vagancia. La Inglaterra del siglo XVI hubiera podido decir, como se dice hoy á los obreros: «Ahorrad para la vejez ó la miseria; es vuestro deber, y si no lo cumplís, os preparáis grandes dolores, de los que seréis responsables y por los que no podréis reclamar nada á nadie».

Pero no razonó así; admitió, quizá con exceso, el derecho al socorro; el que había trabajado toda su vida podía termi. narla á costa de la sociedad. Tuvo buen cuidado, por otra parte, de castigar, aun de una manera exagerada, al hombre válido rebelde al trabajo.

Yo no pretendo que la tesis socialista pura sea una cosa práctica; la teoría del laissez faire no es mejor; produciría una nación egoista y cruel.

La verdad no está ni en la centralización, ni en la individualización extremas; está en una descentralización en provecho de los grupos locales con la inspección y la intervención del Estado; y además, al lado de la protección así organizada á los débiles, la acción enérgica de la justicia contra los malvados.

Suponed en una sociedad, una superposición de institucio nes locales para la protección del individuo; suponed una infinidad de grupos, de corporaciones obreras, de sindicatos profesionales que se ocupan de la educación, del aprendizaje,' del patronato á obreros jóvenes, que ayuda á las viudas y á los huérfanos, á los enfermos, á los tullidos, á los viejos, que se esfuerza por organizar el ahorro en tiempos de prosperidad y los socorros mutuos en momentos decisivos; suponed que el pueblo, la provincia y el Estado, cada uno á su vez y en su esfera, vigilen y completen esos organismos múltiples:

habrá siempre, es cierto, mendigos y vagabundos; pero las autoridades tendrán el derecho de mostrarse tanto más severas en la represión de la vagancia, cuanto que habrán suministra lo más medios de sustraerse á ella. El Estado podrá representar un papel tanto más eficaz cuanto que su acción será más accesoria, y que tendrá que acudir á menor necesidad; estando más determina la la responsabilidad de los diferentes factores sociales, y más respetada la ley de la solidaridad, ya no será objeto de todas las recriminaciones.

III

Si pasamos de la teoría social á la legislación positiva belga, veremos que ha hecho ya mucho en el terreno de la beneficencia y de la represión de la vagancia; las profundas dis cusiones á que se han entregado nuestras Cámaras, sobre todo, en 1834, en 1848, en 1866 y en 1874, atestiguan la impor tancia que los poderes públicos han asignado á estas grandes cuestiones.

No han podido conseguir todo lo necesario, y si entramos en un asilo de mendicidad, al ver este fango humano, senti. mos la impresión siguiente: nuestras leyes han clasificado á los pobres, en pobres con y sin domicilio; han separado á los niños y á los adultos, han distinguido entre válidos é inváli. dos, pero no han separado suficientemente el dolor y el vicio, la pereza y la desgracia. Han descuidado, á pesar de las reclamaciones de los diversos oradores que han tomado parte, sobre todo, en la elaboración de la ley de 6 de Marzo de 1866, la gran distinción fundamental de que ya he hablado entre el accidente y la costumbre la casualidad y la profesión. Se encuentran confundidos en un asilo, como en la ley, aquellos que han sido lanzados á la vagancia por las circunstancias y los dominados por el instinto, los mendigos que demanda. ban trabajo y los vagabundos que esperaban la ocasión del crimen.

Los asilos contienen muchos individuos á quienes ha faltado el trabajo, puesto que cuando el trabajo abunda, quedan desiertos. Los asilos sostienen también un gran número de

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individuos que están encerrados por su inclinación al crimen, y lo prueba la cifra de reincidentes que se pasan la vida entre el asilo y la cárcel.

Existen, pues, dos clases absolutamente distintas: los primeros, que pertenecen á la caridad; los segundos, á la represión.

Ahora bien; ¿qué hace la ley? Aparte de la obligación que impone de detener al vagabundo válido y la facultad de dete. ner al mendigo válido, en cuanto se encuentran ante el juez, los coloca en la misma línea. Serán condenados primeramente de uno á quince días de prisión y después internados durante seis meses como máximum en un asilo de mendici. dad, una escuela de reforma ó una cárcel designada por el Gobierno. De hecho nunca son enviados á esta última clase de establecimientos.

Pero cuando un juez condena á un mendigo accidental, y este mendigo, después de naber cumplido condena, va á pa· sar tres meses en la cárcel con los reincidentes más peligrosos, ese mendigo se convierte en vagabundo habitual, y el juez ha creado un delincuente, justificando así la terrible afirmación de lord Coleridge, que decía el 29 de Octubre de 1884, abriendo los Tribunales de Bedford: «Los Tribunales son á veces fábrica de criminales». Cuando, por el contrario, el mismo juez condena al vagabundo habitual válido al máximum de prisión en una cárcel, es decir, á seis meses, hace una cosa absolutamente inútil; la sociedad gasta el dinero en balde y puede estar segura de encontrar á los seis meses el mismo ser peligroso y dañino que había encerrado.

En el primer caso, la ley es demasiado rigurosa, porque ha caído sobre quien debía socorrer; en el segundo, demasia. do indulgente, puesto que confunde al malhechor con el des. graciado.

Y además, en los dos casos, ¿por qué esta condena preliminar á unos días de prisión? ¿Qué resultado se puede esperar de ella? Si es un pobre, ¿por qué castiga su miseria con quince días de encarcelamiento, y si es un delincuente, por qué castigarle tan poco?

En lo que concierne al vagabundo habitual, la justicia re

presiva debe ser la única que intervenga. Unicamente obra irreflexivamente cuanto después de la prisión preliminar, que resulta del art. 1.o de la ley de 6 de Marzo de 1866, se limita á encerrar durante seis meses á un individuo cuyo porvenir se ve por adelantado. Se sabe que cometerá nuevos de. litos, se sabe que volverá al asilo, se sabe-la historia y la estadística lo demuestran que la vagancia es la sala de espera de la criminalidad. Si no se supiera, la registros penales están ahí para mostrarlo, llenos de nombres de detenidos que han sufrido un sinnúmero de condenas por vagancia, y que han pasado en prisión el tiempo que no han vivido en los asilos.

Un sistema que impone á delincuentes de profesión estancias sucesivas en los asilos, produce resultados poco felices; concede á los peores facilidades para corromper á los malos. Produce entre los indigentes y los delincuentes una inevitable confusión en detrimento de los primeros. Provoca, sobre todo, y esta es una consecuencia digna de atención, en los pue blos que tienen que pagar á la vez el sostenimiento de unos y otros, una antipatía, una hostilidad únicamente justificada respecto de los vagabundos profesionales.

En lo concerniente á estos últimos, sólo existe una esperanza: hacerlos inofensivos. No es necesario esperar á que cometan grandes delitos Cuanto antes se provea valdrá más. Lo que es preciso, ante to lo, es una prisión más larga. Los autores de la ley de 3 de Abril de 1818, mejor inspirados que los de la ley de 6 de Marzo de 1866, concedían al Gobierno el derecho de detener durante un tiempo ilimitado. Esta idea era buena, y la detención actual es demasiado breve. ¿Por qué no pronuncia contra el vagabundo de profesión un año de pri sión, aumentando la duración de la pena según el número de delitos ya cometidos, y hasta llegando- cuando se trate de algunos muy peligrosos-al encarcelamiento perpetuo en talleres especiales?

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Esta categoría de individuos tan molestos para la sociedad, parece corresponder más á la administración penitenciaria que á la beneficencia. En ésta, su estancia es ilógica y efímera. Tomándolo á tiempo, viéndoles desde el principio como

son, privándoles desde el principio de libertad, se garantiza mejor la seguridad social, no se sobrecarga el presupuesto municipal y se debilita la fuente de la verdadera criminalidad.

Por consiguiente, mayor severidad en este caso, pero también mayor humanidad con los desgraciados. Ejerzamos nuestro derecho contra los viciosos; cumplamos nuestro deber con los pobres. La ley belga, obedeciendo á una excelente tendencia, ha hecho, en primer lugar, de la caridad, una obligación municipal. Pero la obra legislativa no basta, es necesario que el sentimiento que la inspira penetre en las costumbres. Los Municipios han recibido una noble misión; pero no han apreciado su grandeza. En vez de estudiar la ley para desarrollar su espíritu, buscan el medio de eludirla. En vez de buscar las cargas de caridad, se resisten á los gastos de sostenimiento de los indigentes, pretenden alejar á estos de su territorio, ¡y para no pagar esos gastos tan fecundos, lle. gan á inventar sutilidades, y argucias indignas de ellos! ¡Qué lejos estamos de esa sociedad ideal en la que los pequeños poderes locales. renunciando á gastos improductivos, consagrasen sus recursos á ayudar á los desheredados instituye sen talleres de caridad, asilos, granjas-hospicios, que no contuvieran holgazanes, sino fueran refugio de desgraciados! Actual nente los Municipios no cumplen siquiera la obliga. ción que la ley los manda llenar. Cuando la vagancia era intensa, Lutero, en su prólogo al célebre Libro de los vagabun dos (Liber vagatorum) (1), decía: Importa á los Príncipes, Seño. res, Concejales de las villas y burgueses, el ser clarividentes y comprender que no ayudando á los pobres, aumentan los delincuentes. Es preciso, pues, que cada población, que cada pueblo, conozca á sus pobres y los ayude.>>

Estas palabras son aun verdad. Que cada pueblecito ayude á sus pobres y las cárceles estarán menos pobladas. Existen, es verdad, pueblos que son muy indigentes, y la ley ha previsto este caso; pero hay también muchos que son egoístas; que mediten las palabras de Lutero, que se persuadan de que

(1) AVE LALLEMANT, Das deutsche Gaunerthum, Leipzig, 1858, p. 186.

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