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menos indignos, porque no hacen el reclamo con exitazos de risa y otros excesos. Y a todo esto, huyendo a todo huir de los coliseos principales las producciones aquellas de noble alcurnia con que antaño se prestigiaban. Y a todo esto (y van tres), vacilando también con la trepidación de lo chirle las mismas columnas del firmamento teatral; que no otra cosa significa, por ejemplo, ver en sus últimos años al benemérito Vital Aza, al discretísimo y gracioso autor de tantas comedias honestas y regocijadas, relegado alguna que otra vez a la triste condición de arreglador de equívocos y picardías francesas, como El matrimonio interino, que, a pesar de la poda, quedó censurable, y como La incógnita, que tampoco dejó de ser, a pesar del valiente desmoche, un matorral de crudezas verdegueantes.

Veia Vital por aquel entonces (1907) al mismo D. Jacinto, bajando de la cumbre de Los intereses creados a la desenfadada grosería de Todos somos unos, al picante cuentecillo de La copa encantada y al fosforescente fantasmón de Los ojos de los muertos. Veía que un público procaz y desaprensivo coreaba con voces y alaridos relinchantes las chocarrerías indecorosas de El pipiolo. Veía que, entre la sosada británica de Marshall El gobernador de Amalandia y cualquiera quisicosa burda descolgada del Pirene, los paladares estragados de esos centros de obscenidad alumbrados por candilejas, hipaban siempre por lo más oprobioso y más obsceno. Y... ¿quién se contendrá de acariciar y «hacer la mamola» al vulgo necio de que habló Lope, cuando vemos que quebranta sus propósitos abstinentes el más severo costumbrista?...

Son pocos, muy pocos (lo que vale cuesta) los que, cultivando géneros averiados, cuales son la novela y el teatro moderno, pueden prologarse a sí mismos con aquellas felices expresiones de un joven académico, que dicen así: «Procuro siempre cubrir mis humildes obras con la mayor decencia posible y aderezarlas al uso castellano, sin pedirle novedades ni bizarrías a las modas forasteras. Al fin y a la postre, como mi pobre ingenio no alcanza a descubrir nuevas Indias ni puedo suspender a nadie con peregrinas invenciones, ni siquiera engañar a los bobos con juegos de trucos y paradojas, prefiero parecerme a los padres de mi casta y solar, como hijo de ellos que soy, y sacar el aire de tan gloriosa familia, en vez de beberle los alientos al primer tudesco o gabacho que salga por esos mundos con ínfulas de innovador» (1).

Son más, muchos más (porque es más barato y rinde mucho) los que se ponen a contemplar a ese Monsieur-tout-le-monde, que se llama el público bajo y pagano, y a consultarle, no lo que apetece si le conviene, mas lo que le pide el dañado apetito. Entienden estos vividores que, como el pueblo muestre sus viciadas entrañas, no hay sino cosquillarle

(1) Ricardo León. Prólogo de Los Centauros.

en ellas, para que rinda en buena moneda el mal que se le hace, para que pague en cuño español el género francés que se le vende por ser de moda.

¡Ah! Este público inconsciente y desorientado, que, sin embargo, no rara vez, o por natural rectitud o por cansancio y apatía, sabe cargarse de razón para castigar con el siseo o la desbandada la insistencia grosera o la insipiencia trivial y roma, debería ser más dueño de sus actos y más señor de sus apetitos para sentir mejor de su dignidad y con sus mismas manos de ellos azotar a los delincuentes; quiero decir, volver contra los autores las armas de la prevaricación y del escándalo.

De esta manera saldrían vapuleados, como lo fué Viergol cuando estrenó su insulso, zonzo y repugnante esperpento El banco del Retiro (1908), otros muchos especuladores del desenfado tiplesco, del zapateado y de los couplets, tan afrancesados como el autor de Las bribonas y del Ruido de campanas; y, sobre todo, muchos otros trasplantadores de botones de muestra de la dramaturgia transpirenaica. Y eso, aunque sean vaudevilles serios, al parecer, con tinte de comedias, como L'amour veille, de Flers y Caillavet, y Occupe toi d'Amelia, de Feydeau, representadas ambas ese mismo año; porque si la primera es el obligado anuncio de la panacea de amor, muy poco recomendable, la segunda es tal, que ni los mismos preconizadores del género pudieron aguantar su indecencia, y eso que el arreglador llegó incluso a la supresión de personajes para hacer aquello viable (1).

Bien sabe el público español poner el grito en el cielo y tocarlo con las manos, y silbar, bastonear, toser y aun gritar desaforadamente, cuando rechaza una obra que literariamente no es de su agrado, o protesta de la labor de un artista que no le satisface. Pero ese mismo público, y con él algunas personas calificadas que dan nefando ejemplo, no se recatan al mismo tiempo de asistir a representaciones, algunas de obras tan indecentes, pongo por ejemplo, como La casta Susana, que fué favorecida de públicos al parecer sensatos, siendo de lo más obsceno y repugnante.

Casos se han dado en ese sentido de aberración mayúscula; de oponerse una parte del público, la rufianesca y desalmada, a las manifestaciones de desagrado del auditorio culto, particularmente de las señoras.

Recuerdo ahora la representación de La gatita blanca en cierto co

(1) De estos dos autores se han trasplantado acá más obras aún por estos años, las unas indecentisimas, como La niña de las muñecas (1911), Los inmortales (1913), La loca aventura (1915) y El Rey (1915); las otras algo más moderadas, como El asno de Buridan (1912) y Primerose (1915). Por no alargar nuestro estudio, dejamos para otra ocasión, que esperamos vendrá, el estudiar detenidamente la indole dramática de Flers y Caillavet, de Capus y de algunos otros que, por su importancia, merecian atención especial, en cuanto adaptados a nuestra escena.

liseo. Antes de empezar esa pieza, y terminada la anterior, las señoras que ocupaban las plateas y palcos, inspiradas en un noble y laudable sentimiento de buen sentido, de pudor y delicadeza, abandonaron la sala, dando ya lugar a algunas groseras protestas de la galería. Y estas protestas fueron el relámpago precursor de la tempestad que posteriormente había de desencadenarse, y que, convirtiéndose en torrente destructor, había de sepultar la cordura, corrección y seriedad del público masculino de palcos y butacas. Los primeros compases de la música, la primera escena, fué ahogada por los gritos, patadas y silbidos del público de las alturas, que así siguió alentando con atronadores aplausos los obscenos desplantes de los artistas, y así anuló la protesta que la gente de butacas y palcos intentaba oponerle en pro de la decencia y de la cultura.

A la verdad, casos de bestialidad humana (que diría Zola) tan aguda y rebajadora no son todavía los más frecuentes. Están ellos reservados para razas aun más degeneradas. La nuestra no creemos haya llegado todavía a familiarizarse con la protesta colectiva contra unas nobles y vigorosas damas que dan el buen ejemplo de oponerse a la ola verde, cuando ésta avanza salpicándolo todo con su asquerosa espuma.

Pero se requiere algo más que pasividad contra la extraña invasión, puesto que los desaguisados pornográficos en última instancia se cargan en cuenta al público que los autoriza y consiente. Contra una minoría tan inculta, que en los pasajes descocados pueda prorrumpir en ovaciones frenéticas o en verdaderos rugidos, la protesta unánime de la opinión sensata ha de alzarse radical e inmediata, y exteriorizarse en la forma que se juzgue más oportuna. Es lo menos que puede esperarse de un pueblo que ve amenazada por desvergonzados intrusos su cristiana reputación y la integridad de sus costumbres.

Como leso delito de arte, ya que nada tienen de tal esos groseros e incalificables engendros, bastará tal vez recibirlos con el vacío absoluto o con la ruidosa protesta. Como atentatorios al pudor y a la decencia, podrá a las veces buscarse la debida y enérgica sanción en las leyes coercitivas y entablar la oportuna denuncia por ultrajes a la moral. Y siempre, en un caso y otro, será menester trabajar contra ese linaje de importaciones y descalificar por todos los medios a empresarios, compañías, autores y traductores.

A ninguno de ellos les es lícito en manera alguna realizar una labor de depravación espiritual: a los unos, por autores directos del maleficio; a los otros, porque incurren en grave delito de complicidad, aunque sólo sean autores. Pero el público es el juez y tiene su deber y su ley. El público, ante todo, como patriota español, es el que ha de velar porque no se desdoren los puros blasones de nuestro arte teatral, y es el más llamado a resanarlos cuando se les quiere volver a su prístino esplendor.

El empresario podrá ir a su negocio. Al suyo igualmente irán los autores inverecundos. Son negociantes (así se estiman hoy), con un establecimiento abierto a todo el mundo, y expondrán bujerías de ningún valor en vez de preseas de oro, si bien se lo pagan, y si así lo quiere la bárbara cultura y estragada voluntad del público que busca esparcimiento... Pero éste, ¿qué sale ganando con la plebeya aspiración de que sean escarnecidos públicamente, por ciertos naturales vendidos al oro extranjero, su nombre, su idea, su patria, su religión y su Cristo?... El remedio, por consiguiente, no sería tan dificil a nuestro público, al cual han de prestar forzoso acatamiento las descarriadas empresas. El desvío del auditorio que prive a aquéllas de pingües rendimientos será la base de toda renovación.

Hoy por hoy (fuerza es confesarlo, aunque de mal talante), no se ven en el horizonte rosicleres de fiables esperanzas... La década ominosa que compiló D. Victor Espinós (1907-1916) alarga su sombra funesta por sobre nuestras cabezas, y eso a pesar de las tristes enseñanzas de la guerra... Con esto se ha dicho bastante para que se nos avergüence la cara delante de tantas espuertas de suciedad metidas en casa por entre las bambalinas.

Porque ¿qué ha sido ese decenio teatral en nuestro suelo, más que una tirada casi ininterrumpida de espectáculos de baja estofa, que, además de emponzoñar el espíritu, atrofiándole para la comprensión elevada del arte, le distancian de Dios, del Dios de nuestros padres, y le alejan del genio de nuestra raza, que es cristiano, que es recio, que es español?

Fascinado yo con la idea de no recargar el cuadro indebidamente, esperanzado de poder hacer entre los aciertos y desaciertos un justo y ponderoso equilibrio, quise hacer balanza entre los unos y los otros, y me apresuré a subtitular este trabajo con ambos nombres, es decir, con el turno de lo bueno y de lo malo que fuese encontrando. Pero habiéndome ceñido tan sólo a las extranjías importadas, ya no me ha sido posible salvar el buen deseo mío, ni anotar, frente a los absurdos, los aciertos de los autores, porque a éstos en la elección de arreglos (llamémoslos así) rara vez les ha iluminado la buena estrella.

Echemos, si no, una mirada somera por todo ello antes de abandonar nuestro trabajo; recorramos no ya lo nacido en casa (que en esto no es ya tan raro el acierto), sino lo admitido y prohijado en ella. Pronto se echa de ver que es demasiado mucho y demasiado malo, si es lícito hablar así, por más que prescindamos de algunas clases de piezas y nos concretemos tan sólo al género mínimo de que venimos hablando.

De otros géneros más altos hemos hecho algún estudio en anteriores párrafos, llamando a cuentas algunos autores especiales. De otros varios autores, o por haberlos estudiado en diversas ocasiones, o por haber de hacerlo otro día con más espacio, o por ser piezas sueltas de

literaturas más extrañas, o, en fin, por no haber podido obtener los originales, no podemos hacer la disección debida.

Prescindir no es olvidar, como callar no es otorgar. Prescindamos hoy, según llevamos dicho, de Flers y Caillavet, tan agraciados por nuestros traductores, y de Alfredo Capus, el autor de Las pasajeras (1914) y de El aventurero (1912), autor más frívolo que inmoral, y de Enrique Bataille, el autor de ese gran folletín que se llama La marcha nupcial (1915) y de ese Poliche (1915) de tan difícil y peligroso arreglo.

Obviemos al nada recomendable Croisset, que se nos ha descolgado en España con El gavilán (1915), armado de afiladas uñas, después de habernos presentado la inocente trama de El corazón manda (1914). Saludemos muy de paso al gran Octavio Mirbeau (Dios le tenga en su santa gloria), cuyo es El negocio es el negocio (1915), y una serie de dramas y novelitas que bien merecían un hisopazo. Más de lejos aún saludemos al extraño autor italo-americano D. Sabatino López, que por su comedieja Una buena muchacha (1915) y por su comedión El tercer marido, acaso más que un besamanos respetuoso, merezca una paulina severa. Ni nos detengamos tampoco a hacer cumplidos con El Cardenal (1915), de Mr. Parker, porque no responde lo suficiente a la historia; ni ante La túnica amarilla (1916) de Benrimo y Hezelton, porque, aunque interesantísima, nos reservamos para otro día el contar las estrellas que brillan sobre el celeste Imperio.

Con gran sentimiento mío hemos de pasar de largo ante ciertos astros portugueses, como el Sr. Mesquita, que es lástima que en su Envejecer (1916) apele al revólver para resolver un conflicto derechamente planteado; y ante otros muchos autores extranjeros (muy señores míos), que desfilan ante nosotros en larga serie y en gustos encontrados; desde Darío Nicodemi, que nos presenta el pueril folletón sentimental Retazo (1916), hasta Alfredo Tesoni, que nos planta La modelo (1916), es decir, el tipo de lo frágil e indecoroso; pasando por Sem Benelli, el deprimente autor de La cena de las burlas (1911), y por todas las evocaciones redivivas de Maupassant, La estrella del Olimpia (1916); de Victor Hugo, Los miserables (1915); de Dumas padre, Los espadachines (1912), y de Dumas hijo, Los trovadores (1916), arreglo del famoso Divorçons.

Mas ¿a qué queremos más acopios y más ripios de piezas inefables?... Si por truculencias va y por el género policíaco y folletinesco, por doquiera saltan magníficos ejemplares, como otros tantos espantajos puestos en el camino por nuestros truculentos traductores. Diganlo: El drama de los venenos, de Sardou (1910); La mano negra, melodrama inglés (1909), arreglado por Celso Lucio; El pajarito, de Muñoz Seca (1914), comedia legendaria de bandolerismo andaluz; La leyenda de los Baskerville (1915), novelón arreglado por Claramora; El misterio de la aguja de Etretat, por el mismo (1915); Las noches del Haston Club, de Stevenson (1915), llenas de muertos y sustos; La cor

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