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prendió en seguida que era un crimen, negro e inicuo, el tener separados aquellos dos corazones de madre y de hijo, que inútilmente se buscaban.

El único asidero que le quedaba a D. Juan para sostenerse en su valimiento era el de encandilar al Rey con la boda, porque Carlos estaba locamente enamorado de su prometida, la princesa María Luisa de Orleans. Cuando escribe a Toledo, rebosa la ansiedad y la impaciencia por los puntos de la pluma. El 18 de Enero de 1679 se comenzó a poner casa a la futura Reina, y se nombró Mayordomo Mayor al Marqués de Astorga, y Caballerizo Mayor al Duque de Osuna, y Camarera Mayor a la Duquesa de Terranova, y... ¡aun no se había pedido oficialmente la mano de la novia! Fué esto lo último. Se contaba desde luego con la aquiescencia de Luis XIV y de la prometida, como pasó, en efecto, cuando el Marqués de los Balbases marchó a París para desempeñar este secundario menester. El 13 de Julio de 1679 se recibía en Madrid la noticia de haberse ya celebrado los desposorios, actuando por poderes, en nombre de Carlos II, el Príncipe de Conti, y el 21 de Mayo había salido para Madrid, como Ministro de Francia, una vez hechas las paces de Nimega, el Marqués de Villars. Don Juan le esperaba por Mayo y como agua de Mayo. Era lógico que trajese de su Rey órdenes secretas de favorecer en todo al que había dispuesto la paz de Nimega en su favor y el matrimonio de Carlos, más en su favor todavía. Fué éste el último desengaño de D. Juan.

Era el Marqués de Villars todo un cumplido diplomático, de sagacidad extrema, y se dió cuenta en seguida de todas las miserias que dominaban en la Corte española y del modo de sacar el mejor partido de ellas en favor de su Rey. Antes aún de presentar las credenciales de Embajador, ya surgieron piques de etiqueta entre él y el Primer Ministro. Villars traía esta orden severa de Luis XIV: «Hace tiempo pretende D. Juan no dar la mano en su casa a los Embajadores..., y no hay duda que querrá imponer esto mismo al de Francia. Es inadmisible esta pretensión, porque, al mismo tiempo que un bastardo de España niega la mano a los Embajadores de S. M. el Rey de Francia, los Príncipes de la sangre la dan aquí a los Representantes de Su Majestad Católica» (1). Y concluía la instrucción con poner a D. Juan en este dilema: o dar la mano a Villars, o que Villars no pusiese los pies en casa de D. Juan.

El bastardo no cedió, y señaló a D. Vicente Gonzaga para que sirviese de comisionado en sus gestiones con el Embajador francés.

Víctima de tanta tortura como asaltaba su espíritu hipocondríaco y sombrio, cayó enfermo, por fin, el Primer Ministro el 11 de Julio, y là

(1) Don Juan no daba la mano ni al Nuncio de Su Santidad ni al Embajador de Austria, cuando iban a verle a su casa. Las Memorias del Marqués de Villars están llenas de curiosos datos como éste. Véase Cánovas, obra citada.

dolencia le duró una semana. Al levantarse del lecho, enfermo aún más bien que convaleciente, hallóse que, durante su enfermedad, casi todos los nobles por él desterrados habían obtenido, por mediación de Medinaceli y del prudente dominico P. Reluz, confesor del Rey, la licencia para volver a la Corte. El bastardo se llenó de ira y quiso hacerles volver al destierro. Ellos pusieron de por medio la autoridad de Medinaceli, y es fama que llegó a los oidos de D. Juan este dialogado entre el Monarca y el Duque:

--Señor, parece que Vuestra Majestad desea que los desterrados vuelvan a la Corte.

-Sí, lo quiero, y así se lo he otorgado a muchos, como sabéis.
-Bien, pero... parece que a don Juan no le place esta orden...

El reyecito se irguió ofendido, y contestó con altanería:

-¿Y qué importa que no plazca a don Juan? ¿No basta que me plazca a mi?

El Marqués de Villars hizo al fin su entrada pública en la Corte el 9 de Agosto, y, según instrucciones de su Rey, ni hizo visita a D. Juan ni D. Juan se la hizo a él. Pero, si no visitó al Primer Ministro, el Marqués de Villars hizo otra visita muy pronto, y fué a Toledo para presentar, de parte del Rey de Francia, sus respetos a D.a Mariana. La presentación de etiqueta fué muy breve y muy pública; pero la otra, que hizo en secreto a D. Mariana, fué larguísima, y en ella oyó las miserias todas del bastardo, y ofreció a la cautiva Reina su apoyo para volverle pronto al hijo de su amor.

Todo lo sabía D. Juan. Sabía que ni del Embajador francés, ni del confesor de Carlos, ni de persona alguna de la Corte podía fiarse ya; que el momento de su caída se aceleraba por días, y entonces se dedicó a tomar el papel de espía de su hermano, acompañándole a todos lados, no dejándole solo ni a sol ni a sombra. Caíase a pedazos; la antigua fiebre, que no le acababa de dejar, dábale asaltos aislados, pero frecuentes, y, sin embargo, seguía a su Rey en aquellos continuos paseos a caballo, que eran las delicias del niño, y de los cuales volvía, ya entrada la noche, recibiendo la humedad y relente de la tarde; quedábase con él en el teatrillo de la Zarzuela, disimulando los escalofrios de la calentura, para que no se le acercase al Monarca ninguno a quien él no viese, cuya conversación no oyese, esperando con ansia el que llegara la esposa de Carlos, para que, distrayendo su ánimo, le dejara a D. Juan alguna tregua y pudiera ocuparse entonces de su salud. Dios no quiso que el bastardo conociese de rostro a su nueva Soberana.

El 24 de Agosto, víspera de San Luis, día de la futura Reina, se representaba en el teatro de la Zarzuela por primera vez una de las más

hermosas joyas literarias de Calderón de la Barca, La Púrpura de la Rosa. Don Juan no pudo asistir a ella porque había vuelto a recaer en su dolencia. Ni al día siguiente pudo levantarse ya, ni el 31 pudo asistir a la celebración de las paces, que él había traído a España en Nimega, ni el 3 de Septiembre a la primera piedra de la iglesia levantada en honra de San Luis, Obispo, y en memoria de los desposorios de su Monarca con María Luisa de Orleans, cerca del sitio denominado hoy de la Red de San Luis.

Mientras la enfermedad del bastardo seguía sus trámites y alternativas, el prudente confesor del Rey y Villars y Portocarrero, sucesor del ya difunto Cardenal de Aragón, y los Grandes todos deseaban presenciar pronto el abrazo de una madre y de un hijo, que se sentían atraídos por el imán del amor y repelidos por la mano de la intriga. Hermosas sobre toda ponderación son estas frases de la Reina, escritas a su Carlos el 13 de Septiembre, al saber que estaba enfermo su capital enemigo: Ha sido muy de tu grandeza, hijo mío, el perdonar al Almirante y a los desterrados todos, que la ocasión ha sido muy a propósito para ello. Como D. Juan se halla indispuesto, no le escribo ahora para no embarazarle, dándome por muy servida y estimándole lo que ha hecho de su parte con Mancera (levantándole el destierro), y estando él mejor, lo haré.>>

El 7 de Septiembre hacía su testamento D. Juan de Austria. En él reconoce la demasiada profanidad con que ha vivido, especialmente en el estado de religioso militar» (1). «Ordena que no le separen del cuerpo el santo Cristo, que trae colgado al cuello, ni del brazo la señal de la esclavitud de la Reina de los Ángeles, que tiene puesta; que se le entierre con el hábito de la Religión de San Juan y debajo el hábito de San Francisco; que su corazón sea llevado a Zaragoza y se entierre en la capilla de Nuestra Señora del Pilar, lo más cerca que se pudiere de la sagrada Imagen..

El 11 se presentó una fuerte erisipela, y desde el 13 no cesó de delirar; el 16 comenzó la agonía y, recibidos devotamente los Santos Sacramentos, dando mucha edificación a todos y manifestando la devoción que siempre profesó a la Reina de los Ángeles, pues murió con las palabras del Ave Maris Stella en sus labios, expiró en la mañana del 17 de Septiembre de 1679» (2).

Temores de contagio, dice D. Gabriel Maura, que sólo explica la incertidumbre sobre el origen del mal (3), apartaron a Carlos II del lecho

(1) Véase la nota segunda de la página 220 de esta narración, donde se señalan las hijas ilegitimas que dejaba D. Juan, cuando menos, las que se saben.

(2) Hijos de Madrid, por Baena, «Biografía de D. Juan».

(3) Apunta el Sr. Maura la idea de que tal vez hubo sospechas de que muriese envenenado. De la autopsia nada se dedujo en claro. Encontráronsele dos piedras, «una de ellas semejante a una perita de las de San Juan».

«

murtuorio, como el egoísmo le mantuvo lejos del catafalco y del ataúd de su hermano.» Al día siguiente, 18, enviaba el Rey este billete a su madre: Madre y Señora mía: ayer no pude escribirte por la muerte de D. Juan..., y ahora te despacho con este aviso y después responderé a tus cartas. Tu hijo que más te quiere, Carlos.» Y la Reina le contesta: Hijo mío de mi vida: No he querido dilatar el responder a tu carta, avisándome de la muerte de D. Juan. Dios le haya dado el cielo, que nada se le podía desear mejor. Me avisarás, si haces alguna demostración por su muerte, para que haga yo lo mismo, pues no quisiera errar en nada...» Ni una palabra de venganza o mala estima se escapó de sus labios y mucho menos de su pluma. Esta era la confesada del P. Nithard.

El 19 por la noche salía por las puertas del Parque el ataúd que conducía los restos mortales del enemigo de la Reina, para ser enterrados en el panteón de El Escorial, sin más escolta que algunos servidores. El 21, por la mañana, salía de Madrid a toda prisa un niño con el corazón rebosante de júbilo, atravesaba en su carroza el camino que separa a Madrid de la imperial Toledo, entraba en ella, ganaba el agrio repecho que conduce al Alcázar, y caía en los brazos de una madre, que le esperaba con ellos abiertos, después de tanto tiempo de durísima e injusta ausencia.

El epitafio del célebre bastardo de Felipe IV pudiera escribirse, anotando los hechos más salientes de su vida, en esta forma: «En Nápoles le hizo célebre la hija del Españoleto; en Flandes, las Dunas de Dunquerque; en Portugal, Estremoz; En Madrid, Nithard; en su privanza, la Paz de Nimega. Consultad a la Historia lo que significan cada una de estas palabras, y sabréis lo que España le debe al soñador de cetros y

coronas. >>

ALBERTO RISCO.

ECOS

OTRA

DE UNA POLÉMICA

TRA vez los donatistas, San Agustín, el P. Merlín? Sí, otra vez; pero en descargo de nuestra conciencia protestamos que no hemos buscado nosotros la ocasión, aunque nos place que haya venido. Meses ha que hubiéramos debido hacernos cargo de algunos párrafos de una laureada Memoria publicada en España y América (1). En ellos su joven autor, el P. Amador del Fueyo, de la esclarecida Orden agustiniana, recuerda la polémica del hermano suyo en religión P. Merlín contra nosotros, y celebra su tesis contra una supuesta afirmación nuestra. Desde entonces acá hemos visto recientemente mencionada la misma polémica, ligeramente y de pasada, pero con mucha cortesía, por el insigne agustino P. Graciano Martínez, en nota a una de sus elocuentes «Conferencias culturales» (2). Todo nos invita a poner las cosas en su punto y a emprender una confutación que habíamos considerado innecesaria, pero que, por lo visto, no será inútil.

UN POCO DE HISTORIA

Ante todas cosas conviene puntualizar los hechos (3).

Desde luego la polémica la emprendió el P. Merlín, pretendiendo impugnar nuestra sentencia sobre la opinión del Obispo de Hipona acerca de la pena capital contra los herejes; mas por nuestra parte, aun después de la impugnación, no consideramos necesario discurrir de nuevo sobre la materia. Tan eficaces nos parecían nuestras razones, tan claros los testimonios del Santo Doctor, que estimábamos ociosa la respuesta. El contradictor ni añadia cosa nueva a la historia de la controversia donatista, ni presentaba nuevos textos que esclareciesen más el punto, antes bien reducía todos sus argumentos a interpretaciones que anticipadamente habíamos confutado o, lo que es peor, a tergiversaciones de nuestras ideas capitales.

(1) Doctrinas políticas de San Agustin (España y América, 15 de Diciembre de 1916, 15 de Enero de 1917).

(2) La Objeción contemporánea contra la Cruz (Conferencias culturales), pág. 248, nota.

(3) La polémica salió en los números siguientes de RAZÓN Y Fe y España y América, con ocasión de nuestro artículo de Marzo de 1913:-RAZÓN Y FE: Marzo de 1913, páginas 349-365; Mayo de 1914, páginas 82-87; Septiembre de 1914, páginas 66-80; Noviembre de 1914, páginas 320-322. España y América: 15 de Abril de 1913, páginas 104-117; 1.o de Junio de 1914, páginas 412-420; 1.o de Octubre de 1914, páginas 47-49.

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