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Las presunciones del primer cónsul se habian realizado, con mas rapidez de lo que él mismo creyera, y hé aquí otra vez á la nacion española en guerra con la Inglaterra, y espuesta otra vez mas como siempre, á nuevas desgracias.

Estas fueron mucho mayores aún de lo que podia esperarse, pues entre ellas suena como el tañido de una lugubre campana el nombre de Trafalgar. Nuestra escuadra, unida á la francesa, fué entregada al mando del almirante Villeneuve, que no contento con desplegar poca actividad y energía, con desobedecer órdenes terminantes, en un momento de envidioso despecho, concibió el proyecto de atacar á la escuadra inglesa, y eso, cuando se encontraba en las peores condiciones, cuando los elementos le eran contrarios, y sin dar mas, instrucciones para tan importantísimo hecho, que decir á los capitanes de los buques, obre cada cual segun mejor le parezca...

¿Y contra quién iba á combatir tan desprevenido y de un modo tan inconsiderado? Nada menos que con el ilustre Nelson, que en anteriores combates y empresas, habia demostrado un genio superior incontestable y de todos conocido. Con el prudente Nelson, que todo lo habia previsto, y cuyas instrucciones revelaban el mas profundo y exacto conocimiento de la guerra marítima; con el bravo Nelson, que derramó aquel dia gloriosamente su sangre por el honor de su pabellon.

El resultado de la batalla fué cual debia esperarse, dados los antecedentes que dejamos ligeramente apuntados. Todos los buques españoles y la mayor parte de los franceses (1) se batieron con una bizarría y heroismo dignos de mejor fortuna; pero el almirante francés habia hecho desplegar una inmensa línea de batalla, que no pudo formarse completamente á causa de la contrariedad de los vientos; el enemigo atacó con ímpetu en columnas, cortó la línea, introdujo en ella la confusion,

(1) El contra-almirante Dumanois, que mandaba el Formilable, con otros tres navios franceses, no solo no obedeció, cual convenia, las órdenes del alirante, que le llamaban en socorro de otros buques; sino que ejecutó, se cree que de intento, tan mal la maniobra, que en vez de acercarse se alejó cada vez más del sitio del peligro.

y

ni la bravura, ni el ardimiento que desplegaron los aliados, ni las hazañas de héroes como Churruca, Gravina y Galiano, ni el valor de todos los capitanes y soldados pudo vencer el genio de Nelson, secundado admirablemente por sus subordinados.

La marina española pereció casi toda en aquella triste á la par que gloriosa jornada, y hoy todavía en este punto estamos tocando los funes tos efectos del tratado de San Ildefonso. El descontento popular se manifestó de un modo bastante ostensible; pero todavía no había llegado el momento en que debía caer la gota de agua, que habia de hacer rebosar por todas partes la indignacion, hasta entonces contenida, á causa del ciego respeto que todavía inspiraban ciertas instituciones.

La córte apenas tuvo tiempo para reponerse de los disgustos que le causára el terrible golpe que acababa de esperimentar nuestra marina, cuando otros nuevos vinieron á aumentar la confusion, y á llenar de vacilacion y descontento á todos los espíritus. Tratábase de una cuestion de familia, y sabido es, hasta qué punto esta clase de asuntos llevaban la supremacía sobre todos los demás.

Napoleon habia llegado ya casi al pináculo de su poderío despues de haber destruido, por medio de una de las mas brillantes y hábiles campañas, la tercera coalicion europea formada contra su insaciable ambicion; y no pensó despues de la victoria, sino en estender su influjo y su poder. Esta idea le condujo á destronar á Fernando de Borbon, rey de Nápoles, y al anunciar á la córte de Madrid una noticia que debia serle tan desagradable, lo hizo de un modo tan seco é inconsiderado, que demostraba bien á las claras que tal era la conciencia de su poder; y hasta tal punto llegaba la sumision del vergonzoso gobierno del Príncipe de la Paz, que en vez de consideracion ó gratitud por los servicios prestados, solo inspiraba desprecio y olvido.

La irritacion y el disgusto en la córte de Madrid llegaron á su colmo; pero la impotencia y el desprestigio que habia causado tan larga servidumbre con respecto al vencedor de Europa, hacía que este disgusto é irritacion aumentasen, mas bien que disminuyesen, la sumision hácia la Francia. Se creia que de esta manera se evitarian los motivos

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de nuevos sinsabores; como si las exijencias no creciesen á medida que la debilidad y el temor se manifiestan mas claros. Napoleon no habia encontrado ni por un momento en la córte de Madrid, ni un rayo, ni un instante de dignidad ni entereza, y dados estos antecedentes y condiciones, ¿qué estraño es que aumentase sus exijencias, al paso que la córte de Cárlos IV se rebajaba y sometia más y más á su omnipotente influjo? Una prueba palmaria de lo que llevamos dicho, la encontramos en la docilidad con que el valido accedió á las insinuaciones de Napoleon, que necesitaba recursos para destruir la cuarta coalicion, entregándole un donativo de 24 millones de francos, cantidad tanto mas respetable, cuanto mayores eran los apuros del Tesoro y el estado de postracion en que se encontraba el país, agotado á fuerza de contribuciones ordinarias, estraordinarias, donativos voluntarios y empréstitos. El Príncipe de la Paz esperaba de esta manera establecer con Francia un nuevo tratado, más favorable que el de San Ildefonso; tanto más, cuanto que el mismo Napoleon habia hecho sobre este punto algunas indicaciones á la córte de Madrid; pero ¿cuál no debió ser su sorpresa al saber que Napoleon, tan pronto como recibió el donativo, difirió secamente hasta despues de la campaña, la época en que debia tratarse un asunto tan importante?

Napoleon despreciaba cada dia más á la córte de Madrid, á causa de sus repetidas y hasta inauditas humillaciones, y por lo tanto se creia dispensado para con ella de guardar el decoro que exijen las fórmulas diplomáticas.

Viéndose burlado el valido, desechas todas sus esperanzas, desvanecidos todos sus proyectos, quiso pasar de un estremo á otro, y solo el carácter meticuloso y templado de Cárlos IV, pudo apagar algun tanto el furor bélico que se apoderó repentinamente de aquel hombre, que hacia de la política un negocio de sentimiento personal, como si el honor y los intereses de un pueblo, debiesen ser juguete del capricho de un hombre, que habia dado abundantísimas pruebas de que carecia completamente del talento de gobernar.

Sin embargo, si bien por el momento, el valido tuvo que resignarse

á sufrir pacientemente el bofeton moral de Napoleon, los acontecimientos europeos volvieron' à complicarse nuevamente, saliendo la Prusia, cuando menos se esperaba, de la neutralidad en que se habia sostenido. durante las anteriores campañas y conquistas del guerrero del siglo.

Con este inesperado refuerzo, adquiria la cuarta coalicion nuevos elementos, que se juzgaron mas sólidos de lo que realmente eran; porque en realidad ¿qué le importaba á Napoleon, que contaba entonces con el apoyo incondicional de toda la Francia, un ejército más? Una batalla, ó mejor dicho, una victoria. Pero como entonces no se habia podido apreciar la idea de que solo el pueblo puede defender la patria, y reconquistarla palmo á palmo del enemigo, se creyó cándidamente que las bien regimentadas huestes de Federico serian un obstáculo sério, que detendria quizás al genio de la guerra moderna, en medio de sus triunfos.

¡Vana ilusion! Bien pronto los acontecimientos probaron con su irre hatible elocuencia, que las máquinas armadas solo pueden servir de ins trumento al despotismo, jamás de garantía sólida de independencia.

La corte de Madrid, tan pronto como tuvo noticia de la actitud hostil de la Prusia, entró en negociaciones con las potencias del Norte, exijiendo, no obstante, que las bases estipuladas se reservasen hasta el momento en que los medios de accion estuviesen dispuestos; así es, que causó un asombro general entre la diplomícia, una proclama lanzada por el Príncipe de la Paz (6 de octubre de 1806), en la cual se declaraba del modo mas ostensible la guerra á la Francia.

El resultado de este paso intempestivo é imprudente, al que siguieron los triunfos alcanzados por Napoleon sobre los ejércitos de Prusia, Suecia y Rusia, fué el que debia esperarse. Todos los aliados trataron de manifestarse agenos á semejante acto, y España quedó sola espuesta á las iras de Bonaparte, que acababa de destruir una nueva y formidable coalicion.

El temor del valido, la ansiedad de la córte', el atolondramiento de todos, los que mas o menos estaban comprometidos en este asunto, fué estremo como debia esperarse, dados los antecedentes apuntados. No se

pensaba en otra cosa que en parar el golpe que se temia de un momento á otro, y para eso se recurrió á toda clase de humillaciones, bajezas, embustes, ridículas mistificaciones, y por último, bochornosas concesiones y promesas.

Napoleon, que ya no necesitaba este nuevo acto para despreciar á aquella córte, sumida en el mayor descrédito y desprestigio, se aprovechó de esta circunstancia, y alcanzó todo lo que de España necesitaba en aquellos momentos, pues la condescendencia de la córte de Madrid llevaba, en su afan por sincerarse, sus concesiones mas allá de las exijencias.

Se reconoció á José Bonaparte como rey de Nápoles, á lo cual se habia opuesto siempre Cárlos IV con no acostumbrada entereza; se felicitó de la manera mas exajerada al vencedor, por los nuevos laureles que habia añadido á su inmarcesible corona, y se dieron órdenes precisas y terminantes, para que se llevase á debido efecto el bloqueo en todos los puertos de España contra la Inglaterra. En una palabra, era tal el abatimiento que se habia apoderado de aquel gobierno, que dudamos que en aquellos momentos se negase nada al vencedor de Jena.

Y entre tanto el pueblo murmuraba sordamente. Tenia á su vista al causante de la mayor parte de sus males y desgracias, y como el náufrago que está á punto de perecer se ase al mas frágil leño, el pueblo español dirigia su vista al Príncipe de Asturias, del cual esperaba el remedio. ¡Qué error tan funesto!

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