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discusion, sin el hábito de la publicidad, sin norma ni línea de conducta que seguir, ni trabajos preparatorios para inaugurar las sesiones, sin objeto determinado en medio de la balumba de sus atenciones, presentarían al público que llenaba las tribunas, y que lleno de ansiedad lo esperaba todo de ellas, un espectáculo ridículo, que mataria en germén su valor, su significacion, su poder.

Vanos intentos; el ridículo que la Regencia con su desalentada conducta creyó arrojar sobre la representacion nacional, cayó de rechazo sobre ella misma, poniendo mas en relieve sus malignas intenciones, sus antipatrióticos designios.

Un cuerpo colectivo, poseido de su fuerza, de su legítimidad, de su importancia, solo tiene el desden y el desprecio para esta clase de ataques y en vez del espectáculo que la Regencia esperaba y apetecia; todo en las Córtes fue en aquellos dificiles momentos calma, serenidad y noble

entereza.

En vez de desconcertarse al verse el inmotivado objeto de indignos ódios, de malignos é inveterados rencores, procedió con tranquilidad y firmeza á la designacion de un presidente y un secretario interino, para verificar en propiedad la eleccion de los mismos cargos, y bien pronto sin vacilacion ni trastorno, en medio del mas admirable órden y de la mas perfecta compostura, fueron nombrados para la presideneia el anciano Dou, diputado por Cataluña y eclesiástico de vasta y sólida instruccion, recayendo el cargo de secretario en el diplomático Perez de Castro al cual se le adjuntó al dia siguiente el relator del consejo, Lujan.

El público observaba con el mayor interes, aquel espectáculo nota ble nuevo para él, y con su silencio y órden, parecia que alentaba á la nueva asamblea á continuar por aquella senda, que debia conducir infaliblemente á la salvacion de la patria. El primer acto de las Córtes fué el ocuparse del documento que la Regencia habia dejado sobre la mesa, y que contenia, ademas de la dimision, un informe en el cual se espresaba encarecidamente la necesidad de nombrar un gobierno mas adecuado al crítico estado de la monarquia.

Comprendiendo instintivamente la asamblea lo delicado que era en

aquellos momentos, en que no estaba constituida todavia de un mo lo definitivo, el ocuparse de un asunto de tamaña trascendencia é importancia, manifestó simplemente quedar enterada, reservándose tomar un acuerdo sobre este asunto cuando las circunstancias lo permitiesen.

En efecto; qué valor podia tener un gobierno elegido en aquellos momentos escepcionales, en que todavia no podia conocerse la intencion de la asamblea ni limitarse los campos por medio del contraste y oposicion de las diversas opiniones? No seria esponerse á inaugurar debates enojosos, llenos de peligros para la naciente asamblea, el comenzar sus tareas parlamentarias por un asunto, que se rozaba con la mas elevada de sus atribuciones?

¿No seria añadir á los conflictos ya manifiestos otro nuevo con la creacion de un poder necesariamente débil, aunque no fuese mas que por su reciente orígen? ¿No debian, además, antes de abarcar tan importantes cuestiones, mostrarse por su conducta, por la templanza, elevacion y acierto de sus discusiones, dignas de disponer de la soberanía que la nacion unánime habia depositado en sus manos?

Al aplazar las Córtes su decision sobre el informe insidioso de la Regencia, mostraron una vez mas que se encontraban á la altura de las circunstancias, que habian comprendido su mision y estaban resueltas á cumplirla á despecho de todas las contrariedades.

Era preciso, pues, comenzar la discusion; pero ¿cómo? Hé aquí la idea que vagaba por todos los cerebros, que preocupaba todos los ánimos, que se apoderaba de todos los espíritus; y como si esta consideracion fuese el pensamiento comun de todos los testigos de aquella memorable escena, reinó por un momento en el salon y en las tribunas un silencio grave y solemne, pero que tenia algo de imponente y aterrador.

Un anciano venerable, que vestia el hábito sacerdotal, de reposado y majestuoso continente, de dulce, pero enérgica mirada, de semblante austero y simpático, pidió la palabra.

Todas las miradas, todos los rostros se volvieron hacia el ángulo del salon de donde salia aquella voz; en tanto que el sacerdote, con tranquilo y reposado ademan, pero iluminado por la grandeza del mo

mento, esperaba á que la presidencia le concediese el uso de la palabra.

Este venerable sacerdote era Muñoz Torrero.

Por sus patrióticos hechos, por su saber é ilustracion, por su piedad verdaderamente evangélica, por su tolerancia, y finalmente, por sus desgracias, debidas tan solo al encono con que le persiguió la reaccion, bien merece que nos detengamos un momento, à dedicar algunas líneas á su memoria.

Fué uno de los primeros mirtires del progreso, uno de sus más decididos adalides, uno de sus mis ardientes soldados, y su recuerdo será siempre objeto de gratitud y veneracion, para todos los que trabajan en favor del triunfo de las verdaderas doctrinas.

Procedente de una familia honrada de la clase media (1), mostró desde sus mas tiernos años una decidida vocacion á la carrera eclesiás tica, manifestando ya en sus primeros estudios, un talento claro y razonador,al paso que una aplicacion y una actividad incansables.

Por aquel tiempo, aunque muy decaida ya de su antigue esplendor, era todavía Salamanca el emporio de la ciencia en España; y en su universidad, célebre en los anales de los siglos medios, comenzó el jóven sacerdote á desplegar las elevadas dotes que habian de conquistarle, andando el tiempo, uno de los puestos más importantes, entre aquella pléyade de eminentes repúblicos, que á principios del siglo debian dedicarse con asíduo afan á realizar la conquista de la libertad.

Muñoz Torrero no habia nacido en verdad para pasar confundido entre el vulgo de las medianfas; su estudio constante, su claro ingenio, sus virtudes probadas, le conquistaron bien pronto el aprecio de todos los que le trataban.

Abandonando los bancos del discípulo por la cátedra del profesor, esplicaba ya en 1786, la filosofía en Salamanca, y bien pronto mereció á causa de su relevante mérito, la confianza de todos sus compañeros, que le elevaron al importante cargo de Rector de la Universidad.

(1) Nació en la villa de Cabeza de Buey, provincia de Badajoz, en 1761.

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