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fiesto que el forjador de los libros plumbeos del Sacromonte se propuso sobre todo que las creencias antipáticas de los vencidos muslimes, y las santas y venerandas del pueblo cristiano, no fuesen causa para separarlos. Se queria una fusion imposible, una aproximacion sacrilega; que entre las quimeras del Coran y las verdades inefables del Evangelio, entre la moral mundana y el sensualismo oriental del primero, y la pureza y el espiritualismo del segundo, desapareciese la distancia infinita que los separa. Por eso el autor, hasta ahora desconocido, de la produccion literaria que examinamos, termina sus reflexiones relativas al pergamino de la torre Turpiana y de las láminas de plomo del Sacromonte con las siguientes palabras: «¿Cuántos y quiénes pudieron ser los autores de esta série de escritos que, al recorrerla, más de una vez se duda si el móvil que los impulsaba era el de hacer insensiblemente una reforma religiosa, llevar consuelos al infortunio, abriéndole horizontes de esperanza en mejores dias, calmar conciencias turbadas, como debian estarlo las de los forzosamente convertidos; ó si tendia á infiltrar en las venas del catolicismo español, confiado y entusiasta, un ponzoñoso gérmen, asestándole así á mansalva una puñalada vengadora como la del Tuzaní en el drama de Calderon?»

Acertado anda tambien el autor cuando, de la naturaleza misma de los libros plumbeos, y de su estilo y de sus ideas, deduce que no son el producto de un inismo talento, y que probablemente fueron dos los forjadores de esas lucubraciones desarrolladas misteriosamente en el idioma arábigo. Conjetura, con razones no para tenidas en poco, que pudieron ser de Miguel de Luna las que suponen ménos ilustracion en materias religiosas y libros bíblicos; y sólo de Alonso del Castillo las más acabadas y eruditas, así notables por su estilo y el enlace y regularidad de las partes componentes, como por el conocimiento de las cosas de los árabes y de los cristianos. Suponen las primeras arrojo y travesura; pero nó el saber necesario para disfrazar el error y hacerle pasar como moneda corriente: en las segundas no sólo se descubren las mismas cualidades, sino que van acompañadas de una instruccion poco vulgar en las lenguas sabias y las letras sagradas; empleándose más sagacidad y destreza para dar á la

fábula el colorido de la verdad, á lo ménos á los ojos de las gentes poco ilustradas. Alonso del Castillo acierta á dar á su obra el atractivo y las formas de la leyenda; aquel misterio que es el cebo de la curiosidad, el tono profético que fascina, y el decisivo de la autoridad, segura de su prevision y sus asertos.

Condenados por el Sumo Pontífice estos forjados documentos. como contrarios al dogma y sana doctrina de la Iglesia, y sabor al mahometismo, de que, á juicio de los teólogos más eminentes, se hallaban impregnados, con razon advierte el autor que escribe la Historia de los falsós cronicones, el grave riesgo de que declaracion tan explícita libertó á la Iglesia española. Y esto, cuando la propaganda reformista y sus empeñados secuaces nada perdonaban para soliviantar las conciencias, sembrar las dudas y la zozobra, esparcir sus erradas doctrinas y procurarse secuaces. «Si en el siglo anterior (nos dice la Historia que examinamos) hubiese triunfado la idea pagana de las iglesias nacionales, la española hubiera declarado auténticos aquellos escritos y dádoles lugar en el cánon del Nuevo Testamento. Felicitémonos del resultado; como, cuando volvemos los ojos hácia un gran peligro que hemos atravesado, tanta más es nuestra alegría, cuanto mayores son las proporciones que en él descubrimos. Hemos visto. cómo, lanzada la ficcion en medio de aquella sociedad, muy preocupada de lo sobrenatural y maravilloso, y poco ó nada de las doctrinas, toma distinto rumbo del que se proponian sus autores: cómo se desarrolla entre dos arzobispos, naciendo en brazos del de Granada, para extinguirse en los del de Trani. »

Con el mismo propósito que los embaucadores de Granada, encuentra campo más vasto á la invencion el P. Roman de la Higuera en sus famosos cronicones, como ningunos otros nutridos de estupendas y peregrinas y revesadas patrañas. Que ni hay coto suficiente á contener su desbordada fantasía, ni la credulidad de sus compatriotas, de antemano preparada y nutrida de todo lo maravilloso y sobrenatural, le niega su aquiescencia, cuando la duda puede calificarse de impiedad, y el patriotismo. crece con el orgullo de verse lisonjeado sin medida. Por experiencia propia y ajena harto conocia cuánta era la influencia sobre las masas de una alta dignidad, de un monje que afectaba

severidad y recogimiento, de un ergotista repleto de su Aristóteles, y á maravilla locuaz y jactancioso. Creer sin pruebas, ó admitir como buenas é irrecusables las de estos pretendidos oráculos de la ciencia, eso se tocaba frecuentemente en los dias aciagos de la decadencia de nuestro poder y cultura, flacas las letras y las armas, grandes los recuerdos de mejores dias, y grande tambien el orgullo que habian alimentado.

Al forjar entonces el P. Roman de la Higuera los hechos y los personajes que bien le plugo para dar á la historia nacional una nueva faz, y renombre á los pueblos, y timbres á las casas solariegas, y argumentos á los controversistas de cuestiones efímeras y baldías, íbale mucho en sustituir á su humilde nombre el de imponentes autoridades y altos personajes, escogidos á placer en las antigüedades eclesiásticas, ó fraguados á mansalva con un aparato de erudicion y una sangre fria que hiciesen más respetable y admisible la impostura. Ni escrúpulos, ni temores: cuenta con el espíritu de su siglo, con la influencia de las órdenes religiosas, sus sostenedores; con la sencilla piedad de los pueblos, avezados á buscar la gloria primero en los campos de batalla que en las áulas, y ántes en el principio de autoridad que en la controversia, apagadas ya las brillantes lumbreras del saber que á tanta altura levantaron entre nosotros las letras y las artes durante el siglo XVI.

Hé aquí las circunstancias favorables que aprovecha el P. Higuera para forjar, sin aprension ni temores de ninguna especie, los falsos cronicones de Dextro, Marco y Luitprando, que ven sucesivamente la luz pública. Escudado con el nombre de estos supuestos escritores, refiere bajo la fe del primero las iglesias y obispados que Santiago fundó en España, la venida á ella de San Pablo, y luego de San Pedro; nos habla con la misma seguridad de los pastores y del martirio de los Reyes Magos; de Claudia, mujer de Pilatos, convertida al cristianismo; de los centuriones de Cafarnaun, el Calvario y Cesarea, como nacidos en España; de los tres soles observados en ella, nuncios seguros del nacimiento del Redentor; de la muerte de Herodías en el Segre; de la estancia de Lázaro y su familia en Marsella; de la primacía de la iglesia de Toledo; de todas las patrañas, finalmente, que ef

autor de la Historia presentada á la Academia recuerda de pasada, acompañándolas de muy oportunas consideraciones, sin pecar ni de prolijo y enojoso, ni sustituir los propios pensamientos á los hechos que deben ocuparle como historiador. En prueba de este buen sentido y de sus atinadas apreciaciones, séanos permitido reproducir aquí el pasaje siguiente: «Nada hay tan difícil en la historia de una nacion como aclarar el origen de sus creencias religiosas. Los progresos del cristianismo en España fueron lentos y secretos; pasó tiempo ántes que la nueva doctrina adquiriese derecho á ser abiertamente predicada, y aconteció que en esa larga oscuridad se borró el recuerdo de los primeros años. Más tarde, cuando se fué á buscar los orígenes, cuando se quiso recordar los albores de la religion victoriosa y honrar sus primeros apóstoles, no fué siempre posible disipar las sombras en que ellos voluntariamente se habian envuelto. Esos misterios, esas incertidumbres abrieron campo á la imaginacion de los fieles, que, en ausencia de hechos bien comprobados, se sintió más libre para inventar lo que le plugo, ó para dar por verdadero y averiguado lo que supuso debió suceder.»

Erale preciso al autor de esta Historia crítica seguir de cerca á Roman de la Higuera, disfrazado con la máscara de su inventado Dextro, desenmarañar sus complicadas lucubraciones, y reducir á polvo la imponente balumba de personajes sagrados, levantada para ensalzar á España: y lo hace sin esfuerzo, con la llaneza y lisura de un diestro narrador, el buen tacto del crítico y la templanza de quien escribe la historia. No era otro su encargo; no podia serlo, demostrada ya la falsedad del supuesto Dextro, y alcanzando unos dias tan distantes de aquellos en que se forjaron las fábulas absurdas que una exaltacion peligrosa, una excesiva credulidad, ó un orgullo insensato admitian con la espontaneidad del más profundo convencimiento.

De la misma laya que el cronicon de Dextro es el de Máximo. Fácilmente se patentiza en la Historia de los falsos cronicones, que su avieso forjador ni áun conocia las circunstancias especiales de los autores á quienes confiaba sus propios dislates. Su supuesto Máximo, contemporáneo de los sucesos que desarrollan el arriañismo en España, nada sustancial manifiesta para fijarsu fisonomía

propia, para seguirle en sus triunfos y sus derrotas, para apreciar su funesta influencia, así en la sociedad que trabajaba con sus disturbios, como en la política del gobierno que la dirigia: es de hielo; nada siente, nada le conmueve ante el espectáculo de que se supone observador. ¿Es así como lega á la posteridad el escritor contemporáneo el recuerdo de los grandes acontecimientos que ha presenciado? ¿Puede narrarlos con tanta sangre fria? Faltaba la verdad al impostor, y no era cosa fácil fingirla con inanimados relatos, con una impasibilidad que la desmiente. Pero manifestara en buen hora más calor é interés, y todavía sus dislates le acusarian de falso. No es ciertamente el ménos singular, como observa muy bien el historiador que nos ocupa, dar por cierto que la lengua castellana se hablaba ya en España á principios del siglo vi. Lindezas de este jaez sólo se refutan con la sonrisa de la compasion ó del sarcasmo.

El buen éxito de las primeras imposturas de Roman de la Higuera, asegurado por la credulidad y la falta de buena crítica, y el encogimiento y temor de los pocos que pudieran entónces destruirlas en su mismo orígen, le alientan á llevar más léjos la audacia y la invencion y la esperanza de mayores resultados. Realzar con una venerable antigüedad las principales iglesias de España, darles por fundadores esclarecidos varones, hacer oriundos de nuestro suelo á muchos santos y venerables personajes, dirimir así acaloradas disputas y rivalidades de pueblos, y suponer derechos y primacías que nunca existieron; hé aquí el principal objeto, y la causa secreta de un nuevo Dextro y de un nuevo Máximo; ó sea la continuacion y el aumento de los primeros, con más copia de absurdos, como ningunos otros hasta entonces, contrarios á la tradicion y la historia. ¡Qué de miserias, y ruines arterías y bajas intrigas para acreditarlos; para dar por bueno y legítimo, por venerable y santo lo improbable, lo quimérico, lo que una sana razon y el exámen de los hechos condenan, no ya sólo como un error funesto, sino como un vilipendio de la causa misma á que un celo extraviado los consagra!

Sin embargo, el temor ó el egoismo sellan los labios de los que pudieran desenmascarar al impostor y poner de manifiesto la grosera urdimbre de sus fábulas. Callará Arias Montano, huyendo el

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