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VI

CHOCOLATE DE Á PESETA

A UN COCINERO DE S. M. EL REY DON ALFONSO XII

EN MADRID.

«La grande cuisine s'appuie >sur la raison, l'higiène, le bon >>sens et le bon goût.»>

EÑOR Maestro: No son las cocinas

de Don Alfonso XII (q. D. g.) las que se hallan de enhorabuena. Yo soy quien me encuentro favorecido con el notable artículo intitulado La Mesa libre en el Estado libre, que se ha dignado usted dirigirme por medio de La Ilustración Española y Americana correspondiente al 30 de Julio de 1877.

Con recelo y hasta con miedo escribo esta carta. Tiene usted la habilidad de presentar sus platos literarios de un modo

tan pulcro é ingenioso, que bien pueden honrar á un periódico de Bellas Artes. ¿ Atinaré yo á seguir á usted por semejante camino, adobando mi guisote de un modo tal que D. Abelardo de Carlos no diga que me vaya con la música á otra parte? Allá

veremos.

No llevará usted á mal que atestigüe, para muchas de las ideas que he de consignar en el presente escrito, con la opinión del ilustre Julio Gouffé. Este Aristóteles de la cocina moderna me servirá de escudo y defensa, ya para oponerme á varios de los asertos de usted, ó ya para que el peso de su autoridad magistral confirme y ga-. rantice algunas de las atinadísimas reformas que usted propone. Empezaré, pues, por las que apruebo, y seguiré con aquellas otras en que usted no ha logrado convencerme. Vamos al grano.

¡Guerra sin tregua al plateau! ¡ Guerra á muerte á las pirámides de frutas y hojas, á los bronces dorados, á la abundancia de flores y á todos esos adornos poco nutritivos, que de seguro no despiertan ni estimulan el apetito, preliminar indispensable de una buena comida! Los ingleses, colgando las luces del techo y usando plateaux

muy bajos, dejan libre y desembarazado el tablero y suprimen esa ridícula barricada que usted con tanta justicia vitupera. Luzcan las damas su belleza sin que el convidado frontero tenga que inclinarse á derecha ó izquierda para admirar furtivamente un lindo rostro; y si es incontestable que el modo de presentar la mesa duplica el mérito del banquete, adórnese con sencillos candelabros de plata ó cristal, ó con esos manjares fríos que el buen cocinero forma y compone, superando en habilidad al más consumado artista. La estrechez de los puestos en el comedor es un delito que no admite circunstancia atenuante para el anfitrión. Si un sepulcro reclama siete pies de largo, medida análoga necesitan, cuando menos, cada tres personas que se sienten á la mesa.

Tampoco hallo objeción posible á lo que usted dice sobre el servicio de los vinos, los cuales, por su influencia en la salud, conviene usar con discernimiento y cautela. Si la ciencia del cocinero consiste en no fatigar el estómago, el arte del somellier lleva por guía dejarnos despejada la cabeza. Comenzar por el Jerez, el Madera ó el Marsala, es decir, por licores que destru

yen el apetito en vez de estimularlo, es un absurdo. El preludio de un banquete guarda analogía con el de una fiesta musical. Si los tambores y los címbalos comienzan por ensordecer al auditorio, éste se halla mal dispuesto para apreciar luego las delicadas notas de la armonía. Del mismo modo si el anfitrión comienza excitándonos con vinos fuertes y alcohólicos, nuestro paladar se hallará impotente para juzgar la delicadeza de los manjares del festín. Lujo de mal gusto, inventado, como usted dice, por los cosecheros de Francia, es el de presentar muchos vinos. Basta con la variedad sin llegar á la profusión: la çalidad es lo que interesa, tanto en los altos. vinos, como en los mostos ordinarios. Hay personas que por gusto ó por higiene no toman más que un licor en la comida. Ciertísimo que los que saben comer se contentan con dos clases y con un buche de Champagne: hagan el gasto el Rozan, el Médoc, el Castelnau ú otros de los renombrados tintos de la Gironda, y vengan luego desde los asados en adelante algunas copas del sin par Jerez. No; no es necesario, respetable Maestro, entablar diálogos con los camareros de las casas distinguidas

de Europa: lo mismo en Roma que en París, al asistir á convites de los Torlonia ó de los Rothschild, cuyas espléndidas mesas se sirven en ocasiones como las del Palacio de Madrid, por mozos galoneados de oro con calzón corto y medias de seda; lo mismo en Londres que en la capital de España; lo mismo en las casas del Duque de Sutherland, del Conde de Oñate, del Marqués de Salamanca y otras, que en los banquetes regios, sé por experiencia que basta una mirada, un movimiento de labios, una seña, para que el somellier y sus ayudantes comprendan y no olviden los vinos que deseamos. Catar el Sauterne, el Pomard, el Epernay, el Grafenberg, el Tokay, el Oporto, etc., etc., no sólo prueba un estómago de bronce y un paladar de alambre telegráfico, como usted advierte con sin igual gracejo, sino que puede dar la patente de pobre diablo al que en tal desaguisado incurra. Azotemos sin misericordia la tiranía de los vinos, y si no podemos conseguir La Mesa libre en el Estado libre, tengamos siquiera El Vino libre en la Mesa esclava.

Con respecto á los pescados haré una especie de distinción teológica. Tratando de

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