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la visera y que diga su nombre, no sólo para confundir á los maldicientes, sino también para entender que con mi justo deseo ganarán las letras y nada perderán esas Reales cocinas en que usted sirve. Si la probada cortesía de usted no halla obstáculo que le impida acceder á mi súplica, crea usted, ilustre Maestro, que llenará de júbilo á su indigno servidor y humilde cuasi-colega,

EL DOCTOR THEBUSSEM.

Huerta de Cigarra (Medina Sidonia),

28 de Octubre de 1877 años.

IX

ÚLTIMAS PALABRAS DE UN COCINERO

SEÑOR DOCTOR THEBUSSEM:

JALÁ que yo no fuera quien soy, y pudiera parecerme á usted en tantas maravillosas dotes como le adornan, disfrutando al propio tiempo de su envidiable independencia! El epígrafe de esta carta denuncia claramente que me hallo en una situación apuradísima. Había emprendido con usted la polémica de La Mesa libre en el Estado libre, sin permiso de mi inmediato jefe, y éste, que es un excelente hombre, y como tal esclavo de su deber, me ha llamado estos días para contarme la anécdota siguiente:

«Tuve yo un compañero (me dijo) que servía en las provisiones militares anti

guas, el cual era un poco tocado de poeta. Los elogios de algunos hombres y de muchas mujeres á quienes adulaba le indujeron á publicar sus obras en un tomo, á que puso el modesto título de Horas perdidas. Deseoso de congraciarse con su jefe, que era un comisario de guerra tan brusco de modales como avaro de servicios públicos, fué á llevarle el primer ejemplar con una pomposa dedicatoria. Cogiólo el jefe, vió que eran versos de lo que se trataba, tomó la pluma, y debajo del epígrafe Horas perdidas, escribió, mirando á mi pobre compañero, de oficina, y le devolvió el tomo. -Ruego á usted, pues, amigo mío, que no me ponga en el duro trance de amarrar á las patas de una mesa libre los brazos de un cocinero esclavo. »>

Ante esta elocuentísima intimación no puedo ménos de bajar la cabeza, Sr. Thebussem, en vez de alzarla como usted pretende y revelar mi insignificante nombre. Si conteniéndolo en los límites de la cocina me veo amonestado y reprendido, ¿qué sería si lo sacara á los vientos de la publicidad? Probablemente tendría que abandonar el servicio de mi augusto señor, que no abandoné nunca en las épocas de mayor

desamparo, y que deseo proseguir hasta la muerte.

Lo único que haré será probar de una manera palpable que soy cocinero; para lo cual me viene de molde el nuevo tema desarrollado por usted en su última dono

sa carta.

¡De cómo guisan y cómo comen nuestros compatriotas! Nuestros compatriotas, Sr. Doctor, según la frase feliz de un diplomático, no comen, se alimentan. Ya de antiguo consideraban el comer como una especie de crimen. Ocultábanse para hacerlo en el punto más reservado de la casa; cubrían á piedra y lodo la puerta, para no ser sorprendidos por nadie; guardaban un silencio pavoroso, cual si temieran ser escuchados; prohibían á sus hijos que hablasen de comer, ni aun entre las personas de mayor confianza: ¿qué otras precauciones suelen tomarse para un delito? En cuanto á guisar, responda por nosotros la institución del puchero. Un guisado que se dispone por la mañana, se arrima á la lumbre todo el día, y no vuelve á acordarse nadie de él hasta que se vuelca, lleva en sí propio su crítica culinaria. Aun en el Norte de la Península hay que ocuparse de

él algunos momentos para calar la sopa; pero en el Mediodía, donde la sopa es un lujo sibarítico, con darle un par de vueltas á la olla se sale del paso. El puchero es un ente responsable de sus acciones: si á la hora de comerlo no está en sazón, él se tiene la culpa.

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Cuando la base es así, no hay que preguntar por los vértices. Las madres de nuestras madres decían á los novios de sus hijas: «Le advierto á usted que mi niña no sabe ni freir un huevo. » Las madres de nuestras criadas decían á nuestras madres: « Ahí queda la muchacha, que sabe de todo, menos guisar. » ¿Quién, pues, ha guisado en nuestras casas? ¿Quién ha entendido de cocina? ¿A qué orden de casualidades debemos los españoles nuestra alimentación y nuestra existencia?

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Ah! éste es un secreto que yo me he callado hasta ahora. Los españoles debemos nuestra existencia al marrano. Si en las casas españolas no se hubiera matado el cerdo, de tiempo inmemorial; si el cochino por su propia naturaleza no se prestase á todo género de combinaciones empíricas; si en las despensas de nuestras casas no hubiese por tradición lomos ado

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