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APÉNDICE

Se insertan aquí los artículos siguientes, por referi se á asuntos gastronómicos y ser de los mismos autores que el cuerpo de la obra.

XIII

EL CERDO

UCHO se ha hablado del cerdo en

M

este mundo, y sin embargo todo es poco para corresponder dignamente á los servicios del primer bienhechor de la humanidad. Llamámosle el primero, porque si los bienhechores lo son en tanto mayor grado cuanto más dan, ninguno puede anteponerse al cerdo, que lo da todo. El hombre recibe del cerdo algo más que una ayuda, mucho más que un auxilio, absolutamente más que el consuelo ó amparo que le prestan los otros animales: recibe de él su consustancialidad toda entera. Desde su hocico hasta su rabo, desde sus pezuñas hasta su corteza, desde sus entrañas hasta su sangre, el hombre lo aprovecha en todo y se lo asimila por completo. Nunca podría decirse con más propiedad

un absurdo como el de que el cerdo se refunde en el hombre.

Las palabras intoxicación, saturación, difusión y cuantas se han inventado para expresar la idea de la amalgama más completa y sutil entre dos cuerpos, no serían tan elocuentes y precisas como habría de serlo la que nosotros introdujéramos en el Diccionario de la Lengua (si perteneciésemos á la sabia corporación que lo redacta) bajo el epíteto de cerdolización. El hombre, en efecto, y el español sobre todo, se encerdoliza desde primeros de Septiembre hasta fines de Mayo, ni más ni menos que desde esta época en adelante se satura de azufre, hierro ó magnesia en los establecimientos de aguas minerales. Ya bajo la apariencia de lomo fresco, ya bajo la forma de morcilla, bien con el carácter de jamón, bien con la máscara de tocino, y á veces con el genérico expediente de grasa que se oculta en la trabazón íntima de los guisados, el hombre masca, saborea, deglute, aspira, sorbe y se asimila al cerdo por todos los poros de su organismo digestorio, apelando á todas las fórmulas y aprovechando todas las combinaciones del arte de devorar. En su furor, por introdu

cirse el cerdo con la integridad absoluta de sustancia que atesora, ni olvida aprovechar sus acentos vitales en la hora de la muerte, ni desdeña los huesos calcinados. en vísperas de su natural putrefacción. Porque es menester fijarse en el proceder del hombre con el cerdo, para concebir el grado de barbarie á que conduce la incontinencia del instinto gastronómico.

No se mata al cochino como se mata al pez, ni como se priva de la existencia al ave, disparando la escopeta ó cerrando la red en instantánea maniobra, no: esto pertenecería al orden natural de la pesca y de la caza, que parecen expuestas por naturales designios al alcance del brazo humano: con el cerdo hay que proceder de otra manera, si las medidas de nuestro gusto han de ser colmadas. Al amanecer de un día de otoño, y después de veinticuatro horas de hambre á que se le condena, el cochino ha de ser maniatado violentamente por una cuadrilla de sicarios grasientos, y conducido á la mesa de la ejecución, exasperando sus dolores hasta producir la rabia más espantosa. Allí, comprimiendo su hocico para que no respire, sujetando sus miembros para que no se defienda, y tirándole del

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