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gre gustosa, su sesera exquisita, sabroso su tocino, aromático su lomo, suave y nutritiva su manteca, y hasta la piel tostada, y el rabo frito, y la molleja rellena, y el brazuelo ahumado, pertenecen á la categoría de los manjares que en otro tiempo fueran servidos á los dioses. El hombre lo comprende y lo aprecia en lo que vale: gozo en poseer, ansia de adquirir, apetito desordenado para devorar; el cerdo es un tesoro; venga y gocemos; alégrense los muchachos, vístase la casa de fiesta, mañana matamos el cerdo; ¡cuánto y con cuánto placer vamos á gustar de su cuerpo y de su sustancia apetitosa!

He aquí los clamores; pero ni una sensación de piedad, ni un suspiro de pena, ni un remordimiento del martirio, ni una memoria, siquiera sea fugaz, para el año que viene. Todo el mundo cuenta que ha perdido una vaca, un caballo, un perro, un asno, hasta una paloma y una codorniz; pero nadie ha perdido un cerdo: por el contrario, el que lo mata se lo encuentra.

El cerdo es la representación social del utilitarismo, y de ahí la causa de su desdicha. Meted á un cerdo en el cuarto de un glotón, y es como encerrar á un usurero

en la caja de un banco. El instinto material tiene satisfechos todos sus deseos, pero la falta de horizonte ahoga y asesina. Acumulad al cerdo la nobleza del caballo ó la fidelidad del mastín, y entonces equivale á que troquéis la caja de oro lacrada y sellada, por un puñado de monedas en condiciones de circulación. El cambio no es dudoso.

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La utilidad constituye indudablemente una de las mayores conquistas de los tiempos modernos: lo que es inútil es superfluo; sólo lo que es útil debe ser perseguido y utilizado. Aceptemos la idea; pero ¿dónde tiene su límite la utilidad, en el cuerpo ó en el alma? Hé aquí la cuestión. El que desecha unos pantalones que sólo le han servido para tapar la carne, goza con arrojarlos, ante la espectativa de otros mejores y de más gusto; pero si á la adquisición de aquella prenda, por ejemplo, va unida la memoria de una fecha feliz ó de una persona amada, los pantalones rotos y manchados se conservan con respetuoso afán en el rincón preferente del ropero. ¿Admite la escuela utilitaria de hoy este estancamiento de la materia textil? De ningún modo: con los pantalones de la memoria

tierna, puede hacerse paño para volver á vestir á otro caballero.

Si la escuela utilitaria, pues, que tantos vuelos va tomando en el día, necesita un emblema, puede adoptar perfectamente el

marrano.

Julio de 1867.

UN COCINERO DE S. M.

XIV

LOS ALFAJORES DE MEDINA SIDONIA

AL SR. D. JOSÉ ENRIQUE SERRANO,

Miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia, etc.

EN VALENCIA.

I querido señor y amigo: Recibí con gratitud la fina y lisonjera carta de usted, y ante todo debo manifestarle que llevo largo tiempo de no repasar mis libros culinarios ni de coger el mango de la sartén. Me hallo entregado á la voluntad del cocinero, resultando que si hoy no guiso cosas dignas de ser comidas, cultivo, en cambio, legumbres dignas de ser primorosamente guisadas. He logrado aclimatar aquí unas remolachas y unos pimientos que envidiarían los principales horticultores belgas ó italianos. Abandono, pues, el almocafre para contestar á las dudas de usted tocantes á la relación que pueda

tener el pain d'épices de Francia con los renombrados alfajores de Medina Sidonia. Y debo señalar como

Casualidad que, por cierto,

Fué rara casualidad,

que á los pocos días de recibir su carta de usted llegó á mis manos otra de D. Adolfo Reynoso, caballero de Barcelona, dirigiéndome preguntas casi iguales á las que usted me hacía. De todas ellas me haré cargo en este papel, diciendo lo que se me alcance en la materia, con el laconismo y claridad posibles.

Recuerdo que durante mi vida estudiantil en París concurrí muchas veces á la alegre y democrática feria de la plaza del Trono. Por algunos céntimos de franco se compraba, hace veinte años, un buen pedazo de pan de especias, que el vendedor cortaba á cuchillo de la gran torta ó volumen que tenía sobre su mostrador. El manjar era de color oscuro, con grandes ojos, semejantes á los que tiene el llamado en España pan francés, y de un gusto ni bueno ni malo, porque casi no sabía á nada. Los progresos industriales y gastronómicos han alcanzado también á la hu

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