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dominada por honda tristeza y abrumador abatimiento. pero decidida á poner de su parte cuanto pudiese para solucionar el conflicto sin derramamiento de sangre.

Ya en presencia de Sartorius, la Reina, afectando una tranquilidad de espíritu de que realmente carecía en aquel instante, le preguntó

por el estado de la sublevación, á lo que el ministro contes. tó, con su desenfado peculiar, que todo quedaría terminado en breve espacio de tiempo, y que el asunto no tenía la importancia que se le había querido conceder. Escuchóle Isabel en silencio, sin variar de postura, fijos en él sus ojos, con una mirada insistente de observación y estudio, y cuando hubo terminado le dijo mostrándole la carta:

- Está bien, pe

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ro lee.

Sartorius, primer conde de San Luis, Presidente del Consejo de ministros en julio de 1854.

Hombre listo, el conde de San Luis comprendió desde los primeros renglones que el anónimo iba dirigido personalmente contra él y su política, y que la Reina se hallaba profundamente impresionada con la delación, por lo que se consideró destituído.

- Señora - dijo devolviendo la carta sin acabar su lectura, esto es obra de mis enemigos.

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Isabel, preciso es confesarlo, no era mujer de superior talento, pero tenía fresca y abundosa imaginación, y contestó al conde con una sonrisa de tristeza resignada, encogiéndose de hombros y cerrando los ojos.

- Es que quieren perderme - añadió el ministro, desconcertado por la calma de que aparecía revestido el espí ritu de la Reina.

-¡Tú sí que quieres perderme á mí! - replicó Isabel con voz desfallecida.

Así cayó el ministerio del conde de San Luis.

Aconsejaron á Isabel que para cortar de raíz la revolución entregase el gobierno al general Espartero, y dócil, como siempre, á sus consejeros, obedeció sumisamente enviando la consiguiente proposición al duque de la Victoria. Éste, engreído con el triunfo moral que conseguía, impuso á la Reina condiciones humillantes, repitiendo la suerte que tanto juego le había dado con Cristina el año 1840; y aun aquí se agravó la situación porque el emisario que envió Espartero hizo en nombre propio cargos de todo género á S. M., de tal naturaleza que Isabel, imitando á su madre, creyó que había llegado el caso de abdicar, confiando su resolución á varias personas de su intimidad, entre ellas el embajador de Francia, quien con maduro juicio expuso los inconvenientes que de ello se seguirían, no siendo el menor la necesidad de tener que abandonar á la princesita en manos extrañas. Esta consideración bastó para hacerla desistir de su propósito; y acordándose sin duda de las muchas penas que había tenido que sufrir cuando Cristina la abandonó también en poder del mismo Espartero, desistió de su propósito, y exclamó con resolución decidida:

-Antes quisiera ser arrastrada por las calles, que separarme de mi hija.

Hermosa frase en la que condenaba tácitamente la conducta que su madre había observado con ella, y que viene á explicar la tibieza que predominó en las relaciones íntimas de Isabel con María Cristina. No tenía apego al trono; pero creyéndose obligada á conservárselo á su hija, á la que no quería abandonar, determinó pasar por todo género de humillaciones antes que separarse de la Princesa, dando con esto el gran ejemplo de vencerse á sí misma, caso poco frecuente en la vida de los monarcas.

A las diez de la mañana del día 18 de julio de 1854 reuniéronse en el Ayuntamiento, bajo la presidencia del

marqués de Perales, nombrado Gobernador civil y Corregidor interino, los concejales duque de Alba, D. José María Nocedal, el marqués de Bedmar, Seco de Cáceres, D. Dámaso Alcalá Galiano, D. José Teresa García, á quien hemos llegado á conocer, el activo y diligente D. İldefonso. Salaya (1) y otros cuantos, con el secretario de la corporación D. Cipriano María Clemencín, hombre de profundos conocimientos administrativos y de clarísima inteligencia, pequeño de estatura y apocadito de ánimo.

Perales era alto, campechanote y bienquisto del elemento popular; aunque gustábale en ciertas ocasiones cortar por lo sano, esta vez venía animado de un gran espíritu de concordia, apoyado por los concejales todos, que deseaban evitar el derramamiento de sangre.

En esto apareció en la puerta del salón de sesiones el coronel D. Antonio María Garrigó, quien fué aclamado con entusiasmo indescriptible, recibiendo fuertes y prolongados abrazos. Conviene saber que Garrigó se había sublevado con el general Dulce el 28 de junio anterior; que se había hallado en la acción de Vicálvaro, donde cayó herido y prisionero, y que curado y puesto en libertad desempeñó papel importante durante los días que duró la lucha en las calles, exponiendo su vida en aras de la conciliación. Garrigó hizo ver á los concejales el avance que había tenido el movimiento militar y lo aventurado que sería querer contenerlo. Convenía, pues, aconsejar al pueblo la prudendencia, y á la Reina el nombramiento de un ministerio que respondiese al espíritu del alzamiento.

Llegaron grupos de paisanos armados, á los que se les arengó desde los balcones de la plaza recomendándoles calma y moderación.

Por consejo del conde de Yúmuri, capitán general del distrito y presente en aquellos momentos, se redactó una alocución al pueblo en tonos muy conciliadores; los concejales, sin embargo, acordaron acudir en comisión á la Reina para pedirla que cesase el fuego que las tropas del Go

(1) En cuyo poder estaba entonces el retrato único existente de Don Ramón de la Cruz, y que por mediación nuestra pudo publicar el señor Cotarelo y Mori en su precioso libro dedicado á aquel ilustre sainetero.

bierno hacían sobre los paisanos desde la madrugada anterior, pues mientras aquél durase no había medio de hallar una fórmula de avenencia.

Así las cosas, entró en el salón D. Miguel de Roda, nombrado ministro de Fomento en la misma mañana, y acudieron todos en torno suyo, exponiéndole la triste situación de la capital y los propósitos que les animaban para evitar las tristes escenas á que daría lugar la resistencia del Gobierno.

Una descarga de las avanzadas de la fuerza que custodiaba el Real Palacio vino á poner de manifiesto la razón de los temores que fundadamente alarmaban á los representantes del pueblo de Madrid.

Defendía el palacio municipal un destacamento de Salvaguardias, instituto recientemente creado, y que, si por su organización dependía del ministerio de la Guerra, estaba á las órdenes del de Gobernación. Era un cuerpo parecido al actual de Orden público; pero que prestaba servicio con armamento, y dicho se está que no gozaba de las simpatías populares.

Cuantos argumentos emplearon los concejales para convencer al ministro, en beneficio de la paz, fueron inútiles.

-El Gobierno - dijo - tiene el propósito irrevocable de dominar la sublevación á todo trance; y mientras esto no se consiga, ni hará concesiones, ni admitirá avenencias de ningun género. Y usted exclamó dirigiéndose al comandante de Salvaguardias - cumpla con su deber.

- En ese caso - le contestaron los concejales, - declinamos toda la responsabilidad que pudiera cabernos en los acontecimientos que se han de suceder.

Y como movidos por un resorte abandonaron el salón, dejando á Roda con tanta boca abierta, y al pobre Clemencín, todo atribulado, en su sitio de secretario, escribiendo precipitadamente las notas para redactar el acta en que hiciera constar cuanto había pasado ante su vista.

El motín principió el día anterior en la plaza de toros, donde se celebraba corrida, por ser lunes, al pedir el público que la música tocase el himno de Riego; esto produjo el alboroto consiguiente, los músicos tuvieron que ceder ante la imponente masa de espectadores que les amenazaba; la autoridad abandonó el palco presidencial, y la gente

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FACSIMILE DEL DIPLOMA CONCEDIDO POR D.a ISABEL II

Á LOS QUE COMBATIERON EN MADRID LOS DÍAS 17, 18 Y 19 DE JULIO DE 1854

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