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ministros de Hacienda no se equivoquen nunca. Ahora bien; es preciso demostrar al país que personalmente me intereso por él, y que me preocupa su situación. Le vas á poner una comunicación á Narváez, al presidente del Consejo de ministros, manifestándole mi deseo de que el Patrimonio coadyuve al descuento general ordenado por la ley; que quiero tomar parte en el sacrificio que á los contribuyentes imponen las circunstancias y las necesidades del Tesoro, para no separar mi suerte de la de mis súbditos. Así, pues, el Patrimonio contribuirá á esta nueva exacción en la proporción que le corresponda.

- Señora - exclamó el conde poniéndose la mano sobre la roja venera de Calatrava que ostentaba constantemente en el pecho, - como leal administrador debo advertir á V. M. que el Real Patrimonio no anda sobrado de re

cursos.

- Te agradezco esa advertencia que en cumplimiento de tu deber me haces; pero en mi caso se encontrarán muchos, y la ley no hace distinciones ni preferencias: hay que cumplirla, cueste lo que cueste. Pon la orden ahora mismo para que se conozca mi resolución cuanto antes.

El conde de Puñonrostro, con su empaque de noble, con sus bigotes á la alemana cuando nadie los usaba así en la corte, y su cruz de Calatrava destacándose sobre el negro paño de la levita, era una figura del siglo xvii vestida á la moderna. Adicto al monarca por convicción, como lo fué su antecesor Juan Arias el primer conde de Puñonrostro, defendiendo la causa del Emperador durante las revueltas de las comunidades de Castilla, le satisfacían como cosa propia las acciones generosas de Isabel, y sentía noble orgullo al ser intérprete de sus liberalidades. «La Señora sabe ser reina,» murmuró en voz baja al pasar bajo la cortina que sostenía un ujier.

De que era espléndida no cabe duda. Cuando el nacimiento de cada una de las infantas Pilar, Paz y Eulalia, mandó repartir en limosnas 160.000 reales, y durante los viajes oficiales que hemos citado repartió también con el

mismo objeto las cantidades siguientes: en Baleares y Barcelona, 73.000 reales; en Portugal, 300.000; en Castilla, León, Asturias y Galicia, 673.800, y en Andalucía y Murcia, 3.272.000 reales.

Un distinguido escritor y académico de la Historia decía en elogio de esta señora pocos días después de su muerte (1):

«Del carácter de la Reina Isabel, el juicio definitivo es universal y compacto. El mayor de sus dones fué la liberalidad. No conocía el valor del dinero, y para cuantos se le acercaban parecía que tenía puesta cada mano en un tesoro inagotable. Su augusto hijo el Rey D. Alfonso XII quiso tener algún dato cierto de estas liberalidades, y el intendente de la Real Casa D. Fermín Abella pudo, en los libros de aquel archivo, practicar un avance para saciar la curiosidad del monarca. La Reina doña Isabel no había dispuesto de su fortuna, realmente, sino desde 1844 á 1868. En estos veinticuatro años, sin contar sus dádivas en trajes, joyas y otros objetos, ni las cantidades esparcidas por su propia mano, había gastado cerca de 100 millones de pesetas en limosnas, pensiones, auxilios de caridad y de protección; hallándose en el número de los agraciados individuos más o menos emparentados con su casa y familia, grandes y títulos arruinados, viejos servidores, monjas, frailes, iglesias y conventos, hospitales y todo género de instituciones benéficas; poetas, novelistas, artistas, periodistas y hombres políticos de todos los partidos. En aquella exploración se encontraron las dádivas, impetradas y satisfechas, de muchos de los que después la arrojaron del trono y la vilipendiaron con su lengua y con su pluma.»

Relacionada directamente con el criterio que aquí hemos expuesto respecto al carácter y la liberalidad de Isabel, es la manifestación que en las Cortes Constituyentes de 1869 hizo el ministro de Hacienda D. Laureano Figuerola acusándola de haber robado, es el verbo que emplea, las alhajas de la corona por valor de 42 millones de reales. Cánovas tomó la palabra para defender á la calumniada, y demostró que el Rey José Napoleón había dis

(1) Pérez de Guzmán. La Epoca de 9 abril de 1904.

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puesto de cuantas alhajas existían en Palacio, llevándose á Francia las que no pudo convertir en metálico para sacar de apuros, es lo cierto, al erario público. Desde el punto de vista jurídico y legal, y aduciendo hechos conocidos y probados, consiguió Cánovas demostrar la ligereza que había inspirado las acusaciones de Figuerola, confesando éste que, en efecto, Isabel II no había heredado alhajas de su padre, pues Argüelles y Heros tuvieron que comprar algunas joyas, y proveer de lo más necesario á la entonces Reina niña y á su hermana la Infanta, quienes no tenían más que tres vestidos para salir de casa (1).

(1) Véanse las sesiones de Cortes de 1.o, 2 y 15 diciembre de 1869.

XXXII

LA SUBLEVACIÓN DEL 22 DE JUNIO DE 1866

El epigrafe con que se encabeza este capítulo recuerda un día de luto en la historia de Madrid. Hallábase el Gobierno de la nación dirigido por D. Leopoldo O'Donnell, duque de Tetuán, fundador de un partido político que él denominaba Unión liberal y que tendía á ser una transacción entre la intransigencia de los moderados y el radicalismo de los progresistas. Dicho se está que O'Donnell no pecaba de liberal, pero diferenciábase de Narváez en que éste no admitía distingos ni imposiciones de su partido, y le imponía su voluntad caprichosamente, porque su política no tenía sistema ni concepto determinado. O'Donnell, preciso es reconocerlo, aunque encariñado á veces con los procedimientos moderados, guardó respeto á ciertos dogmas del partido y no prescindía de éste en las circunstancias graves. El duque de Tetuán era un político parlamentario; el duque de Valencia era un político personal. Efecto de esta consecuencia que O'Donnell demostraba al credo de su partido, se había enajenado las simpatías de los progresistas, que le tachaban de retrógrado, al propio tiempo que las de los ultramontanos, quienes le motejaban de liberal. Estos piaban por la vuelta del general Narváez al poder, y andaban buscando motivos para cohonestarla cuando ocurrió la triste jornada del 22 de junio de 1866.

Perdida la esperanza de que la Reina llamase al partido progresista para regir los destinos del país, habíase decidido derrocar el Ministerio apelando al socorrido sistema de las sublevaciones, que tan buen resultado le había ofrecido anteriormente al que entonces era presidente del Consejo de ministros.

Impulsaban y dirigían el movimiento revolucionario los

generales Pierrad, Prim y Contreras, y un capitán de artillería que para romper y faltar á las tradiciones de su institución había pedido la licencia absoluta, y se llamaba don Baltasar Hidalgo de Quintana: éste era indudablemente el agente más activo que tenía la revolución. Se contaba para realizar el alzamiento con el 5.o regimiento de artillería de á pie, con parte del 6.o á caballo, con el 1.o montado y con los de infantería del Príncipe y de Asturias. Estas fuerzas eran las seguras, pero habían dejado entrever que secundarían el grito de rebelión el regimiento de infantería de Burgos y varias compañías de los batallones de cazadores de Figueras y de Ciudad Rodrigo. Los de Figueras tenían cargo de entorpecer la salida de la caballería, que se había negado á sublevarse y que estaba acuartelada, como aquéllos, en el Conde-Duque.

Se determinó realizar el golpe en la madrugada del 22 de junio sacando los sargentos de artillería las fuerzas correspondientes del cuartel de San Gil (1), para lo cual esperarían á que los oficiales se entregasen al sueño en las banquetas y divanes del cuarto de banderas y del cuerpo de guardia; pero el diablo, que todo lo enreda y había tomado cartas en el asunto, hizo que los oficiales, enfrascados en una partida de tresillo, se detuvieran más tiempo que el de costumbre, retrasando inconscientemente la ocasión de que las tropas salieran del cuartel. Hidalgo y D. Manuel Becerra, que andaban por aquellos alrededores, hallábanse intranquilos sospechando quizá de la palabra empeñada por los sargentos, hasta que éstos, comprendiendo la necesidad de arriesgar el todo por el todo, decidieron entrar en el cuerpo de guardia, y apuntando con sus carabinas á los oficiales les intimaron la rendición. La respuesta que habrían de dar oficiales pundonorosos no tenía duda, y uno de ellos, el capitán Torreblanca, que precisamente se hallaba dormido en aquel momento, al despertarse y hacerse cargo de la situación, disparó su revólver sobre el sargento que llevaba la voz entre los del grupo y le dejó muerto. Entonces se entabló entre unos y otros una lucha horrible, trágica, sangrienta, que duró breves instantes: los sargentos des

(1) Plaza de San Marcial, esquina á Ferraz: edificio hoy demolido.

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