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La noche del 29 de septiembre la pasó Isabel, sin desnudarse, conferenciando con las personas de su servidumbre y los pocos políticos que habían quedado en Palacio, determinándose á pasar la frontera y esperar al otro lado del Bidasoa los futuros acontecimientos. A las seis de la mañana del día 30 dió orden de preparar el viaje para salir á las diez con dirección á Francia.

Una compañía de ingenieros con bandera y música la hizo los honores en la estación del ferrocarril, y la Reina, al pasar delante del pendón morado que por privilegio lleva el cuerpo de Ingenieros militares, no pudo dirigir el último adiós á la bandera roja y amarilla, que es la verdadera representación oficial é histórica de España (1).

Isabel entró en Francia acompañada de su esposo, de sus hijos, del Infante D. Sebastián, de la marquesa de Novaliches y otras damas, del padre Claret, del marqués de Roncali, de Marfori, del marqués de Villamagna, del conde de Ezpeleta, del duque de Moctezuma y de toda la servidumbre que la había seguido en su excursión de ve

rano.

Quería dominarse y aparentar que estaba serena; pero al atravesar el puente del Bidasoa, exclamó dirigiendo una mirada á la orilla española:

-¡Yo no puedo más!

Y rompió á llorar, cayendo desplomada en el asiento del coche.

En la estación de Biarritz se cruzó el tren real con otro de viajeros en que regresaban á la patria muchos emigrados españoles vitoreando á la libertad y gritando «¡Abajo los Borbones!>

En la Negresse les esperaban Napoleón, Eugenia y el Príncipe imperial, que les obligaron á bajarse del coche con fina atención, ya que no con cariñoso afecto, y conduciéndolos á un salón preparado de antemano, celebraron en él una conferencia, reducida por parte de unos á infundir esperanzas que no sentían, y por parte de otros á entonar

(1) Porque ya nos han demostrado Fernández Duro y Suárez Inclán que el supuesto pendón morado de Castilla es una falsedad histórica.

tardías é inútiles lamentaciones. Isabel estaba profundamente afectada y triste; Eugenia, conmovida, presintiendo quizá para ella una situación igual en un plazo más ó menos lejano; Napoleón, indeciso, pero grave, como un cómico aficionado cuando se encarga de un papel que no tiene ni situaciones, ni chistes, ni versos bonitos; el Rey D. Francisco asentía con movimientos de cabeza á lo que decían los demás. El Emperador, que, como buen francés, era très poli, les obsequió con un almuerzo en Hendaya, y dió lugar con esto á que Isabel se fuera serenando de tal modo que trocando el despecho por la conformidad, hizo algún comentario ingenioso, de sobremesa, sobre la situación en que la habían colocado los que ella tomara un día por amigos fieles y servidores leales. Aquel mismo día, 30 de septiembre, á las cinco de la tarde, entró en Pau, alojándose en el castillo de Enrique IV (1), fundador de la dinastía de los Borbones en Francia.

Llovía á torrentes.

(1) Que lo puso á su disposición galantemente el Emperador.

XXXV

LA ABDICACIÓN

Poco tiempo residió en Pau doña Isabel de Borbón: allí surgieron de nuevo los nunca acallados antagonismos de carácter entre ella y su esposo D. Francisco de Asís, y decidieron de común acuerdo amistoso vivir separados de habitación y trato, sin hacer alarde de ello y como si el hecho fuera producido por coincidencias puramente casuales.

Doña Isabel se estableció en París, conservando á su lado la camarilla que tales desventuras la había proporcionado; pero ya hemos repetido varias veces que era débil, y no tenía decisión para prescindir de las personas que la profesaban ó fingían profesarla cariño. Estaban tan obce. cados sus consejeros íntimos y tan en abierta enemistad con el sentido común, que acariciaban la esperanza de hacer una restauración sin variar ni personas, ni conceptos de lo que produjo la caída de la monarquía. Y ya no eran los elementos revolucionarios, sino los mismos hombres del partido moderado los que protestaban de la camarilla, pues en carta fechada en Madrid á 2 de junio de 1869 decían al conde de Cheste hombres tan caracterizados como Calonge, Moyano y D. Alejandro Castro:

«Y no es lo peor la creencia de que los últimos ministros, con su política y su conducta, y otras personas con su in flujo probado, contribuyeron á la común ruina, sino el seguirse creyendo que así estas personas como aquellos ex ministros, conservan los mismos medios de acción en el ánimo de S. M. y pueden emplearlos en igual sentido. El obstáculo que el juicio acerca de lo que fué y ya no es opusiera á la Restauración, sería superable si las personas aludidas no estuvieran ya al lado de la Reina, pues reducido á simple recuerdo de lo pasado, no habría que desva

necer más que el temor de su reproducción en lo futuro. Pero como subsisten las mismas apariencias y exterioridades que antes dieron lugar á aquellas suposiciones; como permanecen cerca de SS. MM. las mismas personas á quienes se atribuyeron consejos desacertados ó influencias fatales, da esto lugar á que se crea que la Restauración no habrá de verificarse sino con el mismo acompañamiento.>>

Se recalca en largos párrafos la necesidad y conveniencia de separar del lado de doña Isabel las personas á que, sin nombrarlas, hace alusión la carta, y luego añade:

«Por todas estas razones, después de oir á muchos de nuestros amigos y de haber deliberado maduramente, nos consideramos en la necesidad dolorosa de manifestar reverentemente á la Reina que el más grave obstáculo que hasta ahora se opone al restablecimiento del Trono legítimo es la suposición de que continúa S. M. dirigida y aconsejada por los que fueron sus ministros en días aciagos y rodeada de personas á quienes, aunque sea sin razón, se atribuye una influencia peligrosa; que S. M. debe, como madre y como Reina, remover este obstáculo, haciendo por su parte cuanto sea necesario para que deje de tener fundamento ó pretexto aquella suposición; que para ello es indispensable que se separen de su lado ó frecuente comunicación y la de su augusta familia, así los ministros aludidos como las personas de su servidumbre ó de fuera de ella que llaman la pública atención, unas por sus antecedentes extraordinarios, otras por su actual estado y pecu. liares circunstancias y todas por su pretendida influencia, y que esto deberá hacerse de un modo tan notorio que á nadie pueda quedar el recelo de que no se verifica una verdadera interrupción de relaciones con todas esas personas (1).»>

Estos párrafos vienen á justificar la revolución, mejor aún que los discursos de Ruiz Zorrilla y las proclamas de Prim.

Pero no es esto sólo; D. Juan Bravo Murillo en carta

(1) Los moderados alfonsinos y el duque de Montpensier. Documentos publicados por D. Dionisio Pérez en La Correspondencia de España (1904).

que nos dió á conocer D. Nicolás Díaz Pérez, dirigida también al conde de Cheste, le decía:

«Yo no puedo ir al lado de S. M. sino en el caso de que tuviera lugar la variación radical de situación, de conducta y de sistema político para lo sucesivo. Para sancionar lo pasado, que nos ha producido la catástrofe que deploramos, y lo existente, que imposibilita el remedio y cie rra la puerta á la esperanza, no me constituiré yo nunca al lado de S. M.

>> Uno de los hechos á que me refiero es (me avergüenza hablar de él) la residencia de Sor Patrocinio y sus allegados en la cercanía ó la inmediación de SS. MM.¡Es imposible!, exclamé lleno de indignación y de asombro al saberlo. ¡Esa embustera y embaucadora y sus adeptos han tenido aún el atrevimiento de seguir á SS. MM. á tierra extranjera! ¿Qué habrán dicho, que estarán diciendo en su interior el Emperador, la Emperatriz y todos los franceses? ¿Qué se dirá en toda Europa al ver que aquella mala mujer (Dios me lo perdone) ha podido seducir á nuestros Reyes hasta el punto de conservarla éstos á su lado en la emigración para seguir recibiendo sus inspiraciones, tan funestas é ignominiosas como profusamente pagadas?»>

Bien á las claras se demuestra con estas cartas la existencia de la camarilla palaciega que influía directamente en el ánimo y en la voluntad de la Reina, siendo la causa principal de los desaciertos que se cometieron y que facilitaron la revolución de septiembre de 1868; y así como ésta se llevó á cabo con los hombres de la monarquía, aprovechando la circunstancia favorable de las buenas disposiciones en que estaba el país para ello, la restauración tenía que realizarse con los mismos hombres de la revolución y también con el beneplácito del propio país, harto ya de intranquilidad y de desorden.

De suerte que la revolución vino por sí misma á satisfacer una aspiración general, y murió por consunción, por anemia, por falta de fuerzas.

Deseaban todos una situación estable, y como el grito de ¡Viva Alfonso XII! era una esperanza que solucionaba el conflicto, se aceptó sin entusiasmo, es verdad, pero con visibles muestras de satisfacción, no por simpatía personal,

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