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dejado de serlo, podríamos aquilatar con exacto juicio el concepto que en la psicología de las acciones humanas impulsara los actos de la Reina Isabel. Por el momento apreciamos en ella un espíritu débil, sea personal ó genérico, que necesitaba á su lado otro espíritu fuerte que le sirviera de complemento, con rasgos de indomable voluntad, como los de Alfonso VI, con actos de levantada realeza, como los del Emperador Carlos V, ó con trapacerías de político astuto, como las de Fernando el Católico.

¡Cuántas infamias políticas han visto esos ojos! ¡Cuántas palabras engañosas han escuchado esos oídos! ¡Cuántos labios fementidos han besado esas manos!

Al andar del tiempo, cuando las futuras generaciones contemplen este retrato, no se sorprenderán al saber que es el de una reina, pues lo denuncian la majestad y distinción que la figura ostenta, la pátina de placidez que cubre su rostro, la tranquila mirada que, sin altanería ni vanidoso alarde, nos dice que ha tenido costumbre de cruzarse con la de Príncipes, Reyes y grandes hombres.

No ofrece su rostro las líneas enérgicas que caracterizan la tiranía ó el genio, como el busto de Isabel de Inglaterra, como el de María Teresa de Austria, como el de Catalina de Rusia; pero revela, con ingenua franqueza, un alma propensa á la bondad, un corazón dispuesto á la benevolencia, un carácter sumiso ante cualquier voluntad que se la impusiera.

Durante los breves instantes en que doña Isabel estuvo frente al objetivo de la máquina, pensando quizá que aquél habría de ser su último retrato, cruzarían por su mente, como en rápido panorama, los acontecimientos de su reinado. Vería primero su niñez, feliz y halagüeña, al lado de su madre; luego, apartada de ella por las conveniencias del Estado, recordaría la época de soledad y aislamiento en el Palacio de Madrid, donde recibía una educación superficial y mercenaria sin afectos que la conmovieran. Vería en la mente al hermano de su padre, su tío carnal, que la disputaba el trono encendiendo horrenda. guerra civil durante la cual se empobreció el país, se paralizaron el comercio y la agricultura y se ensangrentaron los campos; su casamiento, dispuesto por los partidos

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ÚLTIMO RETRATO DE S. M. LA REINA D. ISABEL II, + en París el día 9 de abril de 1904

políticos; las sublevaciones frecuentes de los generales descontentos; las intrigas de Palacio que ofuscaron su ra. zón hasta el punto de hacerla desconocer cuáles eran las aspiraciones del país; las ingratitudes de los que ella había colmado de mercedes, y, por fin, la tranquilidad del alma, que sólo había logrado encontrar en el destierro, ausente de la madre patria y oculta bajo el triste manto del olvido.

El retrato de una mujer que ha perdido la juventud y la hermosura es una prueba de la sinceridad de sus afecciones. En la historia de la sociedad elegante de la corte, dos damas de celebrado renombre, duquesas y hermosas ambas, la una prototipo de elegancia, fastuosidad é ingenio, viuda de un nobilísimo título de Castilla, la otra de abolen go real aragonés, han sido ejemplo, no ha muchos años, de esa pena profunda que siente la mujer cuando la admiración que inspira se convierte en respeto.

No quiso aquélla renunciar á la tertulia que en suntuoso palacio tenía ciertas noches; pero recelosa de que la potente luz eléctrica descubriera las arrugas que el tiempo se había entretenido en colocar sobre su rostro, acomodá base de antemano, y antes de que los contertulios entraran, en sitio escogido y premeditado, de donde no se separaba en toda la noche, y donde la luz, artísticamente colocada, la iluminaba á medias el semblante: la otra se confesó vencida, y retirada en un pueblecito cercano á Madrid cerró para siempre sus salones, presintiendo cercano el momen to en que había de cerrar para siempre los ojos.

D.a Isabel, superior á ambas mujeres en el caso concreto del desprecio que deben inspirar las preocupaciones terrenas, transige con las injurias de la edad, y se retrata siendo vieja, sin abandonar el bastón, símbolo, en su sexo, de la decrepitud. No puede pedirse mayor abnegación á una mujer que, en cierto modo, ha presumido de galante.

Exentos de toda pasión política, consideramos á la Reina Isabel como un recuerdo plácido de nuestra juventud, más sentida cuanto más se aparta de nosotros, y veremos siempre en ese retrato una página interesante de la historia de España.

XXXVII

MUERTE DE ISABEL II

Felices aquellos que cambian con los años y modifican sus aficiones, sus gustos y sus ideas, porque esto es prueba evidente que aprenden las lecciones diarias que reciben en la universidad de la vida; así D.a Isabel, sin escatimar las ternuras de, su alma, ni los bondadosos impulsos de su corazón, logró modificar el concepto de la vida social, y vivía retirada en París sin intervenir en nada de lo que sucedía en España, pero sabiéndolo todo, alegrándose de los acontecimientos favorables y llorando en silencio las desventuras de su patria.

A mediados de febrero de 1904 cogió D.a Isabel un catarro, calificado de gripe por los médicos, que la hizo guardar cama durante unos días; pero que se consiguió dominar á fines del propio mes, quedándole, sin embargo, una inapetencia persistente que la hizo perder fuerzas y la redujo á un estado de visible y notoria debilidad. A fines de marzo entró una tarde á visitarla nuestro embajador en París D. Fernando León y Castillo, y habiéndola éste preguntado por su salud contestó:

No me siento bien; estoy muy débil y me dan continuos escalofríos.

- Vuestra Majestad debería abrigarse más repuso el embajador.

Dices bien contestó ella, y pidió un mantón que el mismo León y Castillo la echó sobre los hombros.

Poco después la anunciaron la visita de la ex Emperatriz Eugenia, quien venía á despedirse, pues iba á hacer un viaje á Cabo Martín, y D.a Isabel se quitó el mantón, para salir á recibirla al rellano de la escalera.

Eugenia vestía de riguroso luto por la muerte reciente

de su sobrina la duquesa de Alba. Las dos damas se abrazaron con cariñoso afecto, formando un interesante grupo iluminado por la tenue luz del crepúsculo.

Advirtiendo León y Castillo la diferencia de temperatura que existía entre la escalera y el gabinete de doña Isabel, dijo á ésta:

- Señora, que está V. M. cogiendo mucho frío.

– Tienes razón - contestó ella, y se entró con la ex Emperatriz en su gabinete.

Al día siguiente experimentó una recaída, acentuándose la inapetencia, y por lo tanto la debilidad, de tal manera que tuvo necesidad de acostarse poco después de mediodía. Su espíritu decaía visiblemente, aunque continuaba levantándose todos los días; pero se sentaba en una butaca próxima á un balcón, de donde no se movía durante todo el tiempo que se hallaba levantada.

El lecho donde dormía habitualmente resultaba demasiado alto por hallarse colocado sobre una tarima, y pocos días antes de morir se improvisó en el dormitorio una cama baja de más cómodo acceso para la enferma.

Hallábanse al lado de D.a Isabel sus dos hijas las Infantas D.a Paz y D.a Eulalia, y el 6 de abril llegó á París la Infanta D.a Isabel, justamente alarmada por las noticias que había recibido del estado de su madre, á pesar de que al apearse del tren, en la estación d'Orsay, León y Castillo había procurado tranquilizarla. Entró en el Palacio de Castilla el día 6 por la noche, y hasta la tarde del 7 no pudo abrazar á la enferma, pues el Dr. Dieulafoy, que la asistía, había prohibido terminantemente que recibiera impresión alguna sin la preparación necesaria, atendido su estado de gravedad, que no vaciló en descubrir.

En cuanto los periódicos Le Temps y Le Figaro, que fueron los primeros que supieron la enfermedad de la Reina de España, dieron la noticia, apesadumbrados acudieron á las puertas de hierro del Palacio de Castilla los pobres que Da Isabel socorría, hombres y mujeres, franceses y españoles, pues la nota distintiva de su carácter, en el trono y en el destierro, fué siempre la caridad.

No se separaba de la cabecera de su lecho la Infanta Eulalia, que fué la primera en acudir al lado de D.a Isabel,

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